Son tres los principios morales que pueden regir las relaciones económicas. En primer lugar, lo que Graeber llama comunismo, aunque sería más razonable llamarlo socialismo a la vista de las propensiones anarquistas del autor. Para él, el comunismo es «la materia bruta de la sociabilidad», como puede apreciarse en las pequeñas cortesías de la vida cotidiana y en la solidaridad natural que emerge en los casos de catástrofe natural o escasez apocalíptica. Graeber puntualiza que somos más solidarios con unos, los nuestros, que con otros. En segundo lugar, el principio del intercambio, basado en la equivalencia y caracterizado por su impersonalidad. También aquí, no obstante, la sociabilidad se cuela por los intersticios, como demuestra la importancia del trato personal entre vendedor y comprador o las formas implícitas de intercambio recíproco (invitamos a un amigo a una cerveza, él nos invita a la siguiente). Finalmente, estas reglas de reciprocidad se suspenden cuando se aplica el principio de la jerarquía, donde alguien está por encima de otro alguien. Para nuestro autor, nos movemos continuamente entre estas distintas variantes de contabilidad moral, pero la reciprocidad es nuestro formato básico, el modo principal en que concebimos la justicia. Estos principios se hallan entremezclados; es difícil saber cuál predomina cuándo. No obstante, si aceptamos esta clasificación, el predominio de la reciprocidad influye directamente sobre el modo en que los distintos principios son percibidos y aplicados: la reciprocidad implica una evaluación del valor de lo que aporta cada parte a una relación determinada, incluso en el caso de que una de las partes decida dar más que la otra. Es decir, que la solidaridad espontánea que se practica después de un terremoto no ciega a los protagonistas ante los posibles abusos de los demás. Y no hace falta haber leído a Hegel para saber que las relaciones entre amos y esclavos están llenas de matices e inversiones psicológicas.
Son tres los principios morales que pueden regir las relaciones económicas. En primer lugar, lo que Graeber llama comunismo, aunque sería más razonable llamarlo socialismo a la vista de las propensiones anarquistas del autor. Para él, el comunismo es «la materia bruta de la sociabilidad», como puede apreciarse en las pequeñas cortesías de la vida cotidiana y en la solidaridad natural que emerge en los casos de catástrofe natural o escasez apocalíptica. Graeber puntualiza que somos más solidarios con unos, los nuestros, que con otros. En segundo lugar, el principio del intercambio, basado en la equivalencia y caracterizado por su impersonalidad. También aquí, no obstante, la sociabilidad se cuela por los intersticios, como demuestra la importancia del trato personal entre vendedor y comprador o las formas implícitas de intercambio recíproco (invitamos a un amigo a una cerveza, él nos invita a la siguiente). Finalmente, estas reglas de reciprocidad se suspenden cuando se aplica el principio de la jerarquía, donde alguien está por encima de otro alguien. Para nuestro autor, nos movemos continuamente entre estas distintas variantes de contabilidad moral, pero la reciprocidad es nuestro formato básico, el modo principal en que concebimos la justicia. Estos principios se hallan entremezclados; es difícil saber cuál predomina cuándo. No obstante, si aceptamos esta clasificación, el predominio de la reciprocidad influye directamente sobre el modo en que los distintos principios son percibidos y aplicados: la reciprocidad implica una evaluación del valor de lo que aporta cada parte a una relación determinada, incluso en el caso de que una de las partes decida dar más que la otra. Es decir, que la solidaridad espontánea que se practica después de un terremoto no ciega a los protagonistas ante los posibles abusos de los demás. Y no hace falta haber leído a Hegel para saber que las relaciones entre amos y esclavos están llenas de matices e inversiones psicológicas.