Crónicas de la feminista defectuosa: El estigma del país de las más bellas

8 min read Jun 8, 2016
Muñeca rota — Autorretrato

Venezuela es «el país de las más bellas». O al menos, en eso insiste una cultura obsesionada con el aspecto físico y la manera como se supone deben lucir las mujeres del país. Por décadas, se ha insistido un deber ser estético que intenta definir a lo femenino no sólo como un objeto hermoso y decorativo, sino además, una idea confusa sobre lo que la venezolana puede concebirse. Después de todo, somos un país que se toma muy en serio los concursos de belleza. Tan en serio, como para crear y apoyar prejuicios sobre la imagen de la mujer, quienes somos y quienes aspiramos a ser.

Dicho así, suena exagerado. Soy consciente de eso. Nadie que no sea venezolano comprende muy bien esa presión invisible que llevamos a todas partes como un peso real. Es complicado explicar a alguien que no creció siendo estigmatizado y menospreciado por su aspecto físico como es vivir en un país donde la belleza se exige, en donde ser «bello» —lo que sea que eso pueda significar— es un elemento necesario e incluso imprescindible para el triunfo social. Y no se trata solo de la cultura de la apariencia, conocida y bien difundida alrededor del mundo gracias a los medios de una época egocéntrica e infantil, sino de algo más complejo, turbio y doloroso. Porque en Venezuela la belleza es un síntoma de algo más duro de sobrellevar. De una percepción sobre la identidad que aniquila la individualidad. Como si lo estético fuera una meta, un proceso y un triunfo que pocos pueden alcanzar y que define en todo extremo posible, la forma como Venezuela se entiende a sí misma. O mejor dicho, la forma como menosprecia la diferencia.

Pero claro está, nadie es muy consciente de esto. O no lo estás lo suficiente, al menos. A pesar que desde niña te insisten en que debes «verte bonita». Así, como una imposición que obedeces para encajar, para ocupar un lugar en el entramado social. En que debes verte «como una Miss». En esa cultura de la belleza que te enseña a caminar en tacones antes de tener autoestima. La misma cultura hipercrítica, violenta, agresiva que censura a tu cuerpo y tu rostro de tanta formas posibles que acabas convencida que hay algo en ti que no encaja, que no es lo suficientemente bueno, hermoso, sano como para llamarse «venezolano». La misma perspectiva que te hace ser muy consciente de tus defectos, grandes o pequeños. De tus imperfecciones, irregularidades. De ese mapa corporal de la normalidad que en Venezuela es inaceptable.

Una de mis amigas suele decir que Venezuela duele en la piel. Lo dice, luego de batallar la mitad de su vida con el sobrepeso. Unos cuantos kilos en la cintura y otros tantos en el vientre, que en Venezuela te convierten en objeto de burla y de abuso emocional. En una ocasión me contó que de niña, su único deseo había sido ser delgada, delgadísima, a la manera de las concursantes del mítico Miss Venezuela. Que a los diez años, tenía bien claro que deseaba unas piernas delgadas, un torso de una esbeltez imposible y aspirar a ser llamada «bella» en el país donde eso parece ser lo más importante. Me lo dice, luego de batallar una década con un gravísimo trastorno de alimentación que la llevó a un cama de hospital y con el que aún lucha de vez en cuando. Me lo dice aún con cierto temor, cruzando los brazos sobre el vientre para ocultar el cuerpo. Para ocultar un tipo de vergüenza que en Venezuela es común.

—Tenía ocho años cuando alguien me llamó la gorda por primera vez —me dice e intenta sonreír. Se esfuerza de verdad, mostrando todos los dientes, con el rostro relajado. Pero sigue asustada, furiosa, herida, a pesar de las tres décadas que han transcurrido desde entonces—. La gorda pendeja. La que no sabe controlar y come como un cochino. Así me gritaban en la escuela. Me lo decían a toda hora. Como si ser «fea» en un país de «bellas» fuera algo que nadie pudiera perdonar. ¿Te imaginas eso?

Me lo imagino, claro. Yo también lo viví. También era fea en un país de reinas de belleza. Tenía el cabello rizado e incontrolable, piel pálida y pecosa, rodillas huesudas, el cuerpo sin curvas. Lo fui la mayor parte de mi vida y me tuve que enfrentar a un tipo de prejuicio difícil de explicar y sobrellevar. De un estigma que te acompaña a todas partes, que te deja una huella indeleble, que se convierte en cicatriz. No es fácil sobrevivir a las risitas, a las burlas. A la presión. Al «debes verte bonita», al «lastima que eres así de fea». A la marginación social, a la humillación sutil. A las miradas críticas. Al temor del prejuicio. Al dolor de ser tu misma.

—Cuando crecí, hice de todo por bajar de peso. No hubo dieta que no hiciera —prosigue; toma una bocanada de aire, sacude la cabeza— ejercicios, tratamientos. ¡Chica, pero no bajaba de peso! Era como una gran broma cósmica. Obsesionada por la celulitis, la estrías. A toda hora, por todo. Si llevas pantalones porque se te ven los muslos gruesos. Si llevas faldas porque alguien te verá las piernas pálidas. Y así, cientos de cosas. Pasa y pasa y crees que eso es normal. Que de verdad hay algo feo y desagradable en tu cuerpo que debes erradicar.

Mientras la escucho, se le cierra la garganta con un nudo seco, amargo y muy viejo. A mi también me pasó. También sufrí ese acoso silencioso. El de mirarte en el espejo con ojos duros, de apretar la piel con una furia lenta y angustiosa. ¿Por qué me veo así? ¿Por qué no puedo ser otra? Me recuerdo de adolescente, tan preocupada que apenas podía soportarlo, apretando la piel de mi cintura, mirando con furia las rodillas nudosas, decepcionada por el tamaño de mis senos. ¿Por qué no puedo ser bonita? ¿Por qué no puedo ser bella?

Porque se trata de una enorme y profunda decepción. De ti misma, de tu aspecto físico pero sobre todo, de algo incontrolable y borroso que no comprendes bien. Ese «algo» que te hace bajita, gorda o flaca, con piel grasosa o muy seca. Con ese elemento que no te permite encajar, que te hace sentirte poca cosa. Esa mirada tan cruel hacia ti misma. Nunca te perdonas, nunca te miras más allá del prejuicio. Nunca haces otra cosa que sentir rencor por el cuerpo que no obedece, por la imagen que no aceptas.

—Cuando estuve anoréxica fue como el cielo —mi amiga ya no sonríe. Parece hundida, aplastada. Devastada por un secreto vergonzoso— ¡En serio! ¿Lo puedes creer? Me estaba matando, me estaba muriendo. Nunca me sentí peor. Pero era bella. Bella para ponerme los pantalones y vestidos que siempre soñé, para que me admiraran los mismos que me criticaban. ¡Ya no era la gorda! Era la mujer que quería ser. Una mujer venezolana.

No sé qué responder a eso, cómo consolarla. Porque nunca pude hacerlo conmigo misma. Me llevó mucho tiempo dedicarme una palabra amable. Aceptar que está bien no tener pechos enormes, cintura pequeña, trasero perfecto. Que está bien y puedo hacerlo, llevar el cabello sin peinar, el rostro sin maquillaje. Que puedo aspirar a ser bella a mi manera, bajo mi propios términos. Que la belleza es un concepto voluble, a medio camino, siempre a punto de construirse. Que la belleza es una opinión, una mirada, una perspectiva. Que la belleza son tantas cosas que la manera como luces sólo es una parte de un todo complejo, profundo y difícil de definir.

Pero eso no te lo enseñan en Venezuela. En Venezuela te enseñan que tu valor depende de como te veas, de como luzca tu cabello, de lo delgada que puedas ser. Del tamaño de tus pechos, del largo de tu falda, de lo deseable que eres. En un país donde las peluquerías son veinte veces más numerosas que las librerías y bibliotecas, la belleza es una tragedia. Una condena. Un rasante de cuanto vales, de lo que puedes hacer. En un país donde un concurso de belleza te abre las puertas que no puede la Universidad, verte impecable, perfecta es un requisito. Una imposición. Un ritual que te marca la piel con cicatrices invisibles. En un país donde la mujer es un accesorio, un objeto comercial, un par de nalgas en la portada de una revista, ser imperfecta una afrenta. Venezuela te enseña bien pronto que la belleza es más importante que la idea que expresas, que la causa que militas, que la forma como funciona tu mente. Venezuela te deja bien claro cada vez que puedes que se trata de como te ves antes de como piensas. Que lo importante es el reflejo de la estética absurda que es parte de la cultura y no tu identidad. La mujer florero, la mujer marca, la mujer estereotipo. La mujer anónima. La mujer sin otra cosa que el producto de una obsesión social.

Quizás por ese motivo, no me sorprenden las declaraciones de Diana D’Agostino, miembro del partido Acción Democrática y esposa del presidente de la Asamblea Nacional, ofreció en una entrevista de televisión y en las que describe y resume esa visión de la mujer objeto venezolana: «El gobierno está malacostumbrado a que sus mujeres estén desarregladas, estén sucias, anden, tú sabes, sin maquillaje. No mira, las venezolanas no somos así». La escucho y recuerdo a las niñas del colegio donde estudié que lloraban a lágrima viva por no poder usar maquillaje a diario. La escucho y recuerdo la competencia encarnizada y violenta que se le inculca a las mujeres de mi país desde niñas. La escucho y recuerdo las burlas, la insistencia en que debes encajar en un imagen absurda, dura y limitada de lo que la mujer venezolana puede ser. Una y otra vez, la mujer venezolana reducida a un estereotipo absurdo, misógino y repetitivo que resulta casi imposible de eludir.

Imagino lo que provocará ese comentario en la niña que no puede maquillarse porque debe decidir entre comer o comprar un labial. Imagino la sensación de desaliento, de pura confusión que sufre la adolescente que se mira al espejo y no se encuentra hermosa, no calza en esa visión de la venezolana de cartón, de la mujer que no existe. Del estereotipo duro, lleno de grietas del que intentas liberarte y la mayoría de las veces no puedes. De la mujer construida a golpes de sexismo, de la mujer devastada por el machismo que se empuña como un arma. Lo imagino y siento dolor. Como lo sentí por mí misma, como lo siento por cada mujer que debe soportar este peso histórico que heredó sin quererlo y con el que debe lidiar cada día de su vida.

A veces, camino por las calles de Caracas y miro a todas las mujeres que me rodean. Sonrientes, cansadas, malhumoradas. A las delgadas, las gordas, las morenas, las pálidas. Todas las mujeres que luchan a diario, que son reales, de carne y hueso. A las venezolanas de verdad, a las que les sobran kilos pero pocas veces las fuerzas. Las venezolanas que persisten e insisten, a pesar de todo. Y lamento la forma como se nos simplifica. La manera como se banaliza esta feminidad creada a partir de un tipo de dolor difícil de explicar. Y me enfurece la evidencia que con toda seguridad, seguiremos siendo víctimas de esa visión limitada, del prejuicio que aplasta. De la mirada simple que destroza. De esa insistencia en aplastar a la mujer venezolana bajo una idealización burda y violenta.

Una máscara falsa y barata que nadie quiere llevar.

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine