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Caras y Caretas

           

El signo de los tiempos

17 de octubre de 1945-

La Carta Magna reformada durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón es un producto histórico y cultural de su época, que reconoce y formaliza derechos preexistentes.

Raúl Scalabrini Ortiz manifestó en alguna oportunidad que los hombres siguen a los hombres, no a las ideas. Las ideas sin encarnación corporal humana constituyen entelequias que pueden disciplinar perfectamente a los filósofos, pero no a los pueblos. Ana Jaramillo, por su parte, refiriéndose a “La filosofía como historicismo” –la ponencia del filósofo e historiador italiano Benedetto Croce en el Primer Congreso Internacional de Filosofía, celebrado en Mendoza entre marzo y abril de 1949–, sostiene en plena sintonía que tal proposición reafirma la identidad “entre la filosofía y la historia, y el rechazo a cualquier concepción metafísica o teologizante predeterminada o apriorística de la historia, como la hegeliana o la materialista, confirmando su planteo de la historia como hazaña de la libertad”.

En el sentido scalabriniano expuesto, no cabe duda de que el clima de época que antecedió a la sanción del texto constitucional de 1949 fue singular, no solamente por la inédita circulación y producción de ideas y obras emergidas de la cultura popular que operó en toda nuestra América, sino por la excelencia y el compromiso de mujeres y hombres concretos que encarnaron después muchas de aquellas aspiraciones para transformarlas en realizaciones específicas: “realidad efectiva”, como corea aún la marcha que identificó palmariamente el espíritu de aquel primer peronismo.

A la revolución política le sucederá –casi naturalmente– la innovación constitucional. Pero esta vez no estará respaldada –al decir de Arturo Sampay– en un modelo de “regulación formal observada al sancionársela o al derogársela”, sino en una nueva legitimidad sustentada “sobre el hecho de establecer los fines e instrumentar los medios adecuados para obtener el bienestar del pueblo, esto es, la efectuación de la justicia”. Ana Jaramillo sostiene en la actualidad que los derechos sociales allí consagrados son en realidad “derechos de justicia”.

A diferencia de sus antecedentes, la Constitución de 1853 y la de 1860, el texto concebido durante el primer peronismo será el fruto de un realismo político-jurídico que reconocerá derechos ya vigentes en la realidad. Tal como sostuvimos en cierta oportunidad, junto al entrañable Ernesto Ríos, se trató ni más ni menos que de la constitucionalización de una realidad justa. De esta forma, a diferencia del iluminismo apriorístico que había nutrido el texto de 1853, presuponiendo que la razón era capaz de construir ex ante una nueva realidad, la Constitución de 1949 será un instrumento jurídico elaborado para dar cuenta de una comunidad dispuesta a redefinirse sobre sus propios cimientos.

EL ESPÍRITU DE LA TIERRA

Entre mediados de los años 20 y principios de los 30, confluyeron masivamente en las márgenes de la metrópoli los grupos sociales heterogéneos que cobrarían especial protagonismo en los acontecimientos de octubre de 1945. A aquellos primeros orilleros, ya asentados en los límites de la europeizada Reina del Plata, desplazados desde hacía décadas por el impulso del “progreso” de los vencedores de las guerras civiles, se les sumaron nuevas camadas de inmigrantes negados de “pan y tierra” en sus países de origen y, posteriormente –ya en los prolegómenos de la gran crisis de 1930–, se adosaron a este conglomerado heteróclito los migrantes internos: población rural expulsada de las labores agrícolas debido al trance del modelo agroexportador. Este fenómeno sociológico, pocas veces examinado con la rigurosidad que merece, sería de trascendental importancia de cara a los aconteceres políticos que se avecinaban y daría lugar a las nuevas expectativas retratadas por las mujeres y los hombres de la cultura. También circulaba entre ellos, desde luego, la compleja demanda que coalimentaría el nuevo espíritu en germinación: la cuestión social.

Cabe señalar que ambas convulsiones –lejos de ser inducidas por “individuos preclaros”– fueron protagonizadas por colectivos humanos imbuidos de una potencia que Scalabrini describirá ulteriormente como “el espíritu de la tierra” e impusieron una rebelión político-cultural y económica que se plasmaría en la revolución de junio de 1943, para expresarse en todo su esplendor el 17 de octubre de 1945. En términos prácticos, esta revolución implicó un crecimiento exponencial de la producción en menos de tres años, en los cuales el salario real de los trabajadores aumentó en un 56 por ciento, encuadrados a partir de entonces en organizaciones libres del pueblo. La política reapareció así como factor desencadenante; aunque nutrida de contradicciones, intentaría llevar adelante ese conjunto de esperanzas y anhelos colectivos.

La Constitución de 1949 vendrá entonces a supralegalizar el indetenible advenimiento de lo real. En línea con lo dicho, Jorge Cholvis señala: “A raíz de ese nuevo sector social que comienza a impulsar ese proceso es que la Argentina ingresa a otro plano de un constitucionalismo social. O sea que no es la Constitución burguesa ni del siglo XVIII ni del siglo XIX, es una Constitución que refleja las aspiraciones de ese pueblo en su lucha y en su tránsito hacia los grandes objetivos de la justicia social. ¿Y qué es la justicia social? Es precisamente el ámbito en el cual todos y cada uno de los miembros de la comunidad política logran los bienes materiales y espirituales que le permiten realizar su plena dignidad humana. Ese es el gran objetivo, que por cierto las constituciones burguesas no lo han logrado ni lo lograrán. Por eso la semilla del proceso social, cultural y político todavía tenemos que traerla a nuestro tiempo y desarrollarla”.

En esta línea de razonamiento, mal puede considerarse a la norma constitucional de 1949 solo como encuadrada dentro de lo que se conoce como constitucionalismo social clásico y que suele representarse en los modelos constitucionales de la República de Weimar (Alemania, 1917) y de la Constitución mexicana sancionada en 1921. La Constitución de 1949 reconocerá derechos preexistentes, que serán llevados al cuerpo normativo fundamental a partir de una extraordinaria labor colectiva que encontrará en Arturo Sampay a uno de sus principales mentores.

    Escrito por
    Francisco Jose Pestanha
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