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UN EXTRANJERO EN TRILCE

ACERCAMIENTO PERSONAL AL JUEGO DE LA IMAGINACIÓN

 

Mercedes Izquierdo Galindo

 

El primer día de colegio para ese niño asustado, enajenado, tembloroso e ilusionado contiene las sensaciones seminales de mi descubrimiento trílcico.

Hace ya algunos años comencé a introducirme por los senderos del mundo de César Vallejo, como un golpe, de repente estaba allí… Yo no sé exactamente cuándo el nombre de este artista peruano y su poesía comenzaron a avanzar conmigo.

 

La experiencia trílcica configura un crisol de reconocimiento en el que toda huella de una percepción individual se transmuta, se amplía hasta engendrar en su vientre un espacio colectivo, de otredad, donde el “yo-lector” acoge a todos los lectores. Por esto, las sensaciones de mi descubrimiento trílcico son las sensaciones que Trilce implementa en toda mirada que se asome a los espeluznantes abismos de sus versos y de sus imágenes. [1]

El momento exacto, cronológico, de nuestro contacto con César Vallejo, puede situarse fácilmente en la línea del tiempo. Este autor, que hasta ese momento fuera un eco lejano, se erige ante nosotros como uno de los pilares fundacionales de la poesía hispanoamericana. Sin embargo, determinar el instante, el punto de intersección entre una vida y su poesía, sería algo imposible como asir algo flotante con unas manos abarquilladas o encontrar el cuarto ángulo del círculo, como diría César Vallejo.

De modo que mi/nuestra relación con Vallejo, o la relación de Vallejo conmigo/con nosotros, encuentra su pináculo en el pedernal del tiempo. Ante esta inefabilidad, ininteligible comunicación desde una percepción meramente conceptual, volvemos a esa escena de un niño en su primer día de colegio.

Al igual que Paco Yunque [2] , protagonista de uno de sus relatos, cuando entramos por primera vez en el aula donde las imágenes despliegan sus alas, sólo percibimos una bulla inicial, una continua emisión de sentidos y sensaciones que nos aíslan, nos destierran de su universo en movimiento. A pesar de esta paletada inicial, hay un algo que nos envuelve, que nos anima a avanzar el paso hasta el pupitre, un misterio que nos aguarda con su brazo increado y que nosotros intuimos.

A continuación, toda esa masa de niños que revolotea como un enjambre toma asiento, esperando que la voz del maestro comience a modular una deseada calma, y es en este intervalo donde esa bulla inicial se deshace y el espacio queda lleno de silencio, de una ausencia de sonido que nos asusta. En este momento, las imágenes trílcicas ya nos rodean, nos susurran, y aunque todavía no conseguimos entenderlas, ya hemos comenzado nuestro viaje, el paso meridiano de las lindes a las Lindes (“Espergesia”, 2002, p.141) [3] .

Este silencio, unido a la bulla que lo preside, genera un motivo tan vinculado con nuestro poeta como es el llanto, unas verdaderas ganas de llorar ante una escena inicialmente incomprensible que ya ha levantado su telón. Estas sensaciones de aislamiento, miedo e intuición no van a desaparecer, sino que van a acompañarnos a lo largo de nuestro curso [4] .

 

Como hemos indicado, nuestras voces se unen en el tiempo y es en la vibración de sus tonalidades donde puede sentirse un principio y no un final (una sensación de clausura que por el tono elegíaco y desgarrador puede implementar erróneamente una lectura epidérmica de su obra). Así es, su poesía es principio, sus imágenes nos atan al tiempo poético, en el que el sujeto lírico se convierte en el laceador de la imaginación, el hilandero de las emociones que tejen los paisajes de su alma, la sierra de su existencia.

Al adentrarnos en su poesía, participamos de su creación. Nos encontramos ante un tiempo original y ante la imaginación poética como criatura viva, como explica O. Paz (2004, p.25): “El poema es mediación: por gracia suya, el tiempo original, padre de los tiempos, encarna en un instante. La sucesión se convierte en presente puro, manantial que se alimenta a sí mismo y trasmuta al hombre. La lectura del poema ostenta una gran semejanza con la creación poética. El poeta crea imágenes, poemas; y el poema hace del lector imagen, poesía”.

De esta manera, nos adentramos en el instante; también nosotros somos poesía. Activamos juntos el mecanismo de la memoria con el que, abierto al vendaval del tiempo, pasamos en claro nuestros pasos para hacer presencia en el presente. Viajamos por puentes volados como Vallejo, y lo sentimos hombre. Vivimos con él y como él a través de sus versos, recorriendo juntos las oquedades de nuestra realidad, navegando por un mar de imágenes con olas que van y vienen, abrimos surcos en una tierra aparentemente baldía por esa opacidad, que termina convirtiéndose, con los ecos de su voz, en un vergel de emociones, para atravesar juntos, finalmente, el mismo cristal.

 

 Esta unión gestada en el vientre de la imaginación, estos nudos poéticos corren el peligro de deshacerse cuando intentamos analizar y distanciarnos para aguaitar y estudiar esta poesía. He aquí uno de los problemas: ¿Cómo nos acercamos a César Vallejo, a esta poesía concebida directamente del corazón sin rasgar ninguna de sus fibras?

No hemos intentando definirlo bajo un estilo concreto, porque como señala O. Paz (2004, p.18): “El poeta se alimenta de estilos. Sin ellos no habría poemas. Los estilos nacen, crecen y mueren. Los poemas permanecen y cada uno de ellos constituye una unidad autosuficiente, un ejemplar aislado, que no se repite jamás”. Así, cada poema trílcico es un llanto, la puesta en escena de una crisis del hombre. Y el lector termina siendo como César Vallejo, fuera de cualquier ejercicio exegético, porque su aparato imaginante es encendido por un voltaje emotivo que hace de sus versos temblor, vibración.

Pero si nos alejamos de una clasificación estilística: ¿Cómo lo definimos?

Podríamos decir que es un ser pesimista, por el hecho de que nuestro artista peruano borra todos los asideros de su universo: desde el mito, las construcciones mentales y creencias que sostienen los pilares culturales de la humanidad, más allá de cualquier constatación empírica, hasta las bases físicas y científicas sobre las que se asienta el conocimiento, tales como la ley de la gravedad o procesos químicos. Al caer todos estos pináculos, el hombre vallejiano se encuentra en un mundo donde sufre los golpes y las caídas del alma, pero sin la certidumbre de la fe y del progreso.

Pero no, porque a pesar de todo esto su mirada sobrepasa el melodrama y el didactismo [5] que puede desprenderse de una conciencia nostálgica. Vallejo sufría, mejor dicho sufre, de un modo universal y en ese sufrimiento cabe toda la humanidad, por ello, ese “pesimismo” se amplia y se llena de ternura y caridad.

Merced al recorrido por la geografía del alma del hombre y porque la poesía no supone, como veremos, una salvación: ¿Podemos llamarlo realista? Tampoco; como dice G. David Friedich (1994, p.53): “El arte no debe en modo alguno proponerse el engaño, y ejecuciones de tal dimensión constriñen la imaginación del espectador; la imagen sólo debe insinuar y, ante todo, excitar espiritualmente y entregar a la fantasía un espacio para su libre juego, pues el cuadro no debe pretender la representación de la naturaleza, sino sólo recordarla”. Vallejo no representa al ser, sólo puede insinuarlo porque éste nunca llega a ser, sino que es un continuo fluir de búsqueda y de reconocimiento en su realidad, un proceso inexorable de pérdida y desintegración que paradójicamente, sólo se finaliza y completa con la muerte [6] .

Este barro pensativo, que va desislándose, se yergue en su propia esencia contradictoria: entre sus anhelos de verticalidad y la impuesta horizontalidad, entre la realidad y el deseo.

César Vallejo da un primer paso para eliminar las antinomias de su realidad (ausencia-presencia, subir-bajar, eternidad-contingencia, unidad-soledad, vida-muerte…) y ese primer paso se resuelve en la imposibilidad de superación. Por ello, pasa a buscar, en un segundo paso, el punto equidistante entre ellas. Pero el punto de intersección de las mismas son “las más mudas equis” (LXXVI, p.351), no se sostienen en el espacio y en el tiempo, sólo emergen en el instante que tiene, finalmente, que dejarle huérfano.

Así, asimila esta realidad para declarar, en un tercer paso, la necesidad de habitar en la contradicción, vivir en ella como único modo de aceptar una vida contradictoria. En esta línea llegamos a imágenes como “boca venidera/ sin dientes. No desdentada” (XXXVIII, p.187), con la que poder asimilar un mundo igualmente opuesto desde la lógica del pensamiento, y ante el cual queda inutilizada una boca dentada, propia de los vivos, o una desdentada, propia de los muertos. Así, la voz poética declara su estado contradictorio: “Y yo que pervivo./Y yo que sé plantarme” (LXIV, p.297), “Tengo pues derecho/a estar verde y contento y peligroso, y a ser/el cincel, miedo del bloque basto y vasto;/a meter la pata y a la risa” (LXXIII, p.336), para terminar reflexionando: “¿No subimos acaso para abajo?” (LXXVII, p.356).

Pero este sendero redentor es inviable a la naturaleza del hombre y por ello, la lucha es acción continua en su vida y en su poesía. Esta conciencia le lleva a la búsqueda de una nueva armonía en la imagen poética; capaz de albergar contrarios sin suprimirlos, sin necesidad de resolverlas, y desarrollar pleno sentido en una cadena lógica propia [7] .

Por este tipo de proyecciones sobre la concepción del hombre podríamos clasificarlo como filósofo. Tampoco, porque, a pesar de lo expuesto, no busca formular una teoría sobre su visión del ser humano. Esto supondría un desarrollo argumentativo con un principio y un final cuyo hilo se asentara sobre conceptos racionales, y tampoco se ubica en una base ensayística, que alejada de toda demostración categórica, ofreciera su perspectiva.

En su poesía presenta al hombre porque él es hombre, porque como apunta Gaston de Bachelard (2005, p.9) la imagen es un producto directo del corazón, del alma, del hombre captado en su actualidad, y por ello, no se conforma con una resignación de esa fatalidad desvelada ante sus ojos (que sería lo lógico); sino que ese hombre que llora, que sufre ante su imposibilidad de ascensión al absoluto y consecución de la unidad, deja abierto un resquicio de esperanza que no desaparece de su alma (su poesía no es final) [8] .

 

Estas son algunas de las indeterminaciones con las que nos enfrentamos a la hora de comenzar a jugar con César Vallejo. No obstante, estas opacidades pueden comenzar a iluminarse si asimilamos nuestro acercamiento a una estructura retórica, esto es, comenzamos con dilucidar de qué habla (inventio): habla del hombre, pero desde la imaginación, donde la luz proviene de la novedad, de la actualidad. Por tanto, debemos penetrar en la imagen para descubrir el mundo trílcico y, a continuación, organizarlo, construir una disposición (dispositio), estructurarlo en un orden lógico sin que atente contra la propia naturaleza de la imagen. Y una vez completado, debemos plantearnos la elocución (elocutio), cómo enunciarlo, cómo dilucidar el ensamblaje trílcico sin sumergirnos en el mismo mecanismo opaco propio de la imaginación.

Entre estos dos polos nos movemos cuando comenzamos a sumergirnos en sus imágenes: esclarecer la significación de la imagen trílcica simplificándola y destruyendo su riqueza y naturaleza o conservarla intacta en su urna griega pero sin conseguir penetrar en su esencia. La resolución de este proceso pudiera ser aceptar y mantener el balanceo, este pulso de contrarios por las conexiones tanto formales como emocionales de los escenarios presentados.  Por tanto, podemos jugar con Trilce siguiendo las mismas reglas con las que César Vallejo ha alzado su poesía, como un continuo paso de la frontera que equidista los aparentes términos opuestos, esto es, partiendo de la imagen como un producto del ser individual, y que a su vez, se inserta en una tradición cultural y viceversa. Esta base nos permite observar el tratamiento de los símbolos trílcicos con sus convergencias y divergencias respecto a las estructuras antropológicas del imaginario.

Imágenes como la flecha coinciden con el esquema asignado en los estudios realizados por Gilbert Durand (2005, p.139), esta sustitución tecnológica del ala, supone un impulso mayor, una amplificación del movimiento, conteniendo en sí misma la velocidad y la derechura para ir de la mano de la iluminación; supone la idea de lo mental lanzado hacia el blanco transcendente porque toda flecha implica su objetivo. Así, esos “niños que apenas enflechan la cara” (LXXIV, p.342) apenas vislumbran, protegidos por su inocencia infantil, su esencial mortal para más tarde descubrir que “reclusos para siempre nos irán a encerrar” (LXXIV, p.342) [9] .

Por otro lado, podemos encontrar imágenes como la escalera, que sufren una mutación; pues este símbolo, como indican Chevalier y Gheerbrant (1999, p.460), alberga el drama de la verticalidad, las subidas y bajadas, es un símbolo de la elevación integrada de todo el ser, el eje del mundo y una progresión hacia el conocimiento, hacia el saber. Sin embargo, sólo es plasmada por los peldaños (“re/toñan los peldaños, pasos que suben,/pasos que baja/n”. LXIV, p.297), la parte por el todo, y así, la voz lírica elimina, con este modo de plasmar el objeto, todo absoluto y unidad de su vida.

Los símbolos en Trilce no sólo configuran los pilares de la imagen poética, sino que además tejen el alma vallejiana, habitando en sus rincones más íntimos, desplegándose en el mundo de la infancia, como escenario principal de ese teatro del pasado que es la memoria, para pasar a continuación al espacio, a los diferentes lugares de búsqueda de la figura del “yo”. El espacio se convierte así, en uno de los mejores trampolines que posee Vallejo para volcar su mirada encharcada, porque el ser humano se desarrolla y se conoce en “una serie de fijaciones en espacios de estabilidad del ser” (Bachelard, 2005, p.38) y por ello necesita la espacialización del tiempo.

En esta necesidad ancestral de ordenar y jerarquizar, no sólo su temporalidad, sino toda su realidad, para poder conocerla, nombrarla, es donde intenta insertar la dualidad, el mundo de la pareja que termina sucumbiendo a su “ser así”(LVII, p.266) sin causa, aunque siempre con “buena voluntad”(LVII, p.266). Finalmente este universo queda sellado por el guarismo, pilar y vientre de la condena, como expresa Vallejo: “acaba por ser todos los guarismos/la vida entera” (XLVIII, p.226).

 

No podemos olvidar que  todo análisis y estudio de la imaginación supone someter  la naturaleza libre de la imagen a las cadenas de una clasificación artificial, por esa necesidad de ordenar y jerarquizar (paso del caos al cosmos). Aunque parezca paradójico (porque sus naturalezas son opuestas) se puede realizar una clasificación cuyas relaciones obedezcan o sean demandadas por la propia imagen, y, de este modo, los setenta y siete poemas, que configuran Trilce, sean enlazados en el edificio imaginativo de la conciencia del lector, o bien tratadas en sí mismos, o bien por sus relaciones tejidas con los demás.

Con esta serie de mecanismos y estructuras intentamos evitar una posible alienación del lector de Trilce, sin dejar en ningún momento de lado la concepción de la poesía para Vallejo; un acto, ante todo, de libertad, en el que la poesía no es el espejo que refleja el ser, sino el sendero que penetra en él.

Para nuestro artista (1978, p.101-102) hay que liberar al poeta de las cadenas formales y estilísticas para que pueda realizarse lo que él denomina una “taumaturgia del espíritu”, romper una literatura aburguesada, “de pijama”; no llegar a ser un escritor que “a puerta cerrada” nada sabe de la vida y se convierte en una momia que pesa, pero no sostiene, como esa “brisa sin sal” (XLV, p.215), sin esencia, que pasa pero no se posa.

Empero, esta concepción de poesía como libertad de Vallejo también posee sus límites, como sucede en la realidad, sus propias palabras señalan cuánto miedo despertaba en el proceso de la creación poética asomarse a espeluznantes abismos de la libertad sin caer en el libertinaje [10] . Porque la verdadera libertad, y bien entendida, implica el derecho a renunciar a ella.

Estos límites nacen de la fusión de experiencia y poesía en nuestro autor, exprime el lenguaje hasta límites insospechados, pero para Vallejo la poesía no supera la vida, es decir, con ella no encuentra la salvación, porque si el hombre es el eterno recluso, un desterrado; la poesía también lo es.

No encontramos en sus versos la creación de absolutos, paraísos que sólo con la palabra poética puedan alcanzarse, con ella no amplia los límites de la realidad porque si la poesía nos sitúa en el umbral del ser, no puede superarlo, pues hombre y poesía son uno.

Esta forma de entender la poesía y al hombre es lo que permite una posible identificación con el lector. Cuando nos perdemos en sus versos se produce un acto de solidaridad, de conmiseración por el cual siente el dolor del hombre como su propio dolor y se convierte en el primer ejemplar de sujeto doliente.

Así, la verdadera poética de la solidaridad, tan acuñada a este autor, se produce en la lectura de sus versos y en la vivencia de sus imágenes. Y así creamos nuestro anillo de fraternidad: si César Vallejo sospechaba la vida, nosotros sospechamos su poesía.

 

La poesía por tanto, nace e ingresa a la vida como semillas que son promesas de más poesía. Por eso, no pocos poetas han hecho florecer versos a partir de semillas vallejianas, poemas como éste con el que buscamos rendirle nuestro pequeño homenaje con un poema que recoge y siembra a su vez a Vallejo:

 Por Vallejo  de Gonzalo Rojas (2004, p.42)

Ya todo estaba escrito cuando Vallejo dijo: Todavía.
Y le arrancó esta pluma al viejo cóndor
del énfasis. El tiempo es todavía,
la rosa es todavía y aunque pase el verano, y las estrellas
de todos los veranos, el hombre es todavía.

Nada pasó. Pero alguien que se llamaba César en peruano
y en piedra más que piedra, dio en la cumbre
del oxígeno hermoso. Las raíces
lo siguieron sangrientas cada día más lúcido. Lo fueron
secando, y ni París pudo salvarle el hueso ni el martirio.

Ninguno fue tan hondo por las médulas vivas del origen
ni nos habló en la música que decimos América
porque éste únicamente sacó el ser de la piedra más oscura
cuando nos vio la suerte debajo de las olas
en el vacío de la mano.

Cada cual su Vallejo doloroso y gozoso.
No en París
donde lloré por su alma, no en la nube violenta
que me dio a diez mil metros la certeza terrestre de su rostro
sobre la nieve libre, sino en esto
de respirar la espina mortal, estoy seguro
del que baja y me dice: Todavía.



De nuestro viaje por el imaginario de Trilce de deslinda una verdadera poética de la solidaridad, un espacio común en el que todo lector termina reconociéndose y dejándose arrastrar por una fuerza poética, nacida en el corazón y en el alma de César Vallejo. De esta manera, ese niño, extranjero en Trilce, temeroso como el primer día de colegio, consigue habitar en sus imágenes y llegar a la orilla de un mar ahíto de posibles e infinitos para que su/nuestro paso por los versos, no haya sido su/nuestro crisol de pérdida, sino el tesoro de haber logrado un ágape poético.

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

-        Obras de César Vallejo:

Vallejo, C. (1978) “Literatura a puerta cerrada” en Revista Litoral. Málaga, pgs.102-102.

Vallejo, C. (1996) Narrativa completa. Madrid, ed: Akal,  coordinada por A. Merino.

Vallejo, C. (2002) Los heraldos negros. Madrid, ed: Cátedra, edición de René de Costa.

Vallejo, C. (2003) Trilce. Madrid, ed:Cátedra, edición de Julio Ortega.

 

-        Bibliografía sobre César Vallejo:

Alegría, F. (1974) “Las máscaras mestizas” en César Vallejo. Madrid, ed: Taurus, col: El escritor y la crítica, coordinado por J. Ortega, pgs.75-93.

Debicki, A. (1976) “El hablante y la poetización de la tragedia humana en la obra lírica de César Vallejo” en Poetas hispanoamericanos contemporáneos. Madrid, ed: Gredos, pgs. 38-56.

Ferrari, A. (2003) “César Vallejo entre la angustia y la esperanza”, Introducción en César Vallejo. Obra poética completa. Madrid, ed:Alianza, pgs.9-55.

Franco, J. (1997) “La temática de Los heraldos negros a Poemas humanos” en César Vallejo. Obra poética. Francia, col: Archivos, pgs. 575-605.

Ortega, J. (1970) “Lectura de Trilce” en Revista Iberoamericana, nº 17, vol: XXXVIII, pgs.165-190.

Ortega, J. (1997) “La hermenéutica vallejiana y el hablar materno” en César Vallejo. Obra poética. Francia, colección Archivos. Pgs.606-620.

 

-        Bibliografía general:

Arnaldo, J. (1994) Fragmentos para una teoría romántica del arte. Madrid, ed: Tecnos.

Bachelard, G. (2005) La poética del espacio. México, ed: Fondo de cultura económica, traducción de Ernestina de Champourcin.

Carreter, L. (1990) De poética y poéticas. Madrid, ed: Cátedra.

Chevalier,J. y Gheerbrant, A. (1999) Diccionario de los símbolos. Barcelona, ed: Herder, versión castellana de M. Silvar y A. Rodríguez.

Durand, G. (2005) Las estructuras antropológicas del imaginario. Madrid, ed: Fondo de cultura económica de España, traducción de V. Goldstein.

Paz, O. (2004) El arco y la lira. Madrid, ed: Fondo de cultura económica.

Rojas, G. (2004) Antología poética. Madrid, ed: Fondo de cultura económica, col: biblioteca premios cervantes.



[1] Esta idea de dificultad que encuentra el lector para adentrarse en el sentido de la imagen poética es señalado por Lázaro Carreter (1990, p.70): “Que el poeta piense, pues, con imágenes, constituye una obvia dificultad por extender su mensaje. […] cuando la imaginación actúa irracionalmente, mediante connotaciones de fondo más o menos subconsciente, las figuras se hacen enigmáticas, y su desciframiento tiende a ser imposible”. A pesar de esta compleja hermenéutica, la comunicación poética implica un desdoblamiento en el que todo lector se halla sumergido: “…hay, pues, dos personas tú: la que funciona en el poema; y el lector, a quien el lírico se dirige, a veces explícitamente, pero que no suele nombrar, y que es, el destinatario real del mensaje” (1990, p.45).

 

[2] “Paco Yunque” es un relato de nuestro artista peruano, donde nos presenta en tercera persona la íntima experiencia de este niño en su primer día de colegio, que, en ocasiones, sus palabras y las del narrador se confunden en el intersticio de su mundo interior.

[3] En este artículo hemos marcado de este modo los versos de César Vallejo: los versos extraídos de Los heraldos negros, como éste, siguen la paginación de la edición elaborada por René de Costa en la editorial Cátedra; así como los versos de Trilce los señalamos con referencia a la edición elaborada por Julio Ortega en la misma editorial.

 

[4] En este sentido, Julio Ortega nos advierte (1997, p.620): “Muchos poemas de Vallejo nos conmueven antes de que podamos entenderlos del todo, y no podemos estar siempre seguros de lo segundo”.

[5] A.P.Debicki (1976, p.39) señala la magistral cabriola poética mediante la cual evita todo sentimentalismo: “El tema del sufrimiento humano pudiera haber motivado una poesía sentimental, una expresión de emociones que el lector rechazaría. La índole trágica de la vida es un asunto tratado ya muchas veces, y por lo tanto difícil de expresar con originalidad; su presentación puede además parecer confesional. Y un esfuerzo de justificar la solidaridad como solución a los problemas del hombre pudiera fácilmente producir un mensaje didáctico, no una experiencia poética. Sin embargo, Vallejo, habiendo escogido un tema y una actitud muy difíciles de expresar poéticamente, logra evitar el sentimentalismo por una parte, y el didactismo por otra”.

 

[6] Jean Franco (1997, p.585) define este hombre vallejiano como un ser involuntario ante su propio destino, como “imperfecto e inseparable del tiempo y del proceso de reproducción de la especie que inevitablemente tiene que dejarle huérfano”, porque, como señala Fernando Alegría (1974, p.275): “El hombre es ente capaz de desear lo absoluto –dice Vallejo- pero ha de vivir entre relatividades, en una agonía espiritual, motivada por su propia naturaleza. Esta agonía no es el miedo de un Rubén Darío ante lo ignoto, ni la trémula expectación de un Nervo, sino una dolorida certeza de la finitud del hombre”.

[7] La búsqueda de esta nueva armonía es vista por Saúl Yurkievich (citado por Ortega, 2003, p.179) como una resignación, como una invitación a que nos adentremos en nuestros conflictos, en el hombre agónico de nuestro siglo para quien los viejos andadores de armonía tradicional y simetría clásica ya no sirven. Esta idea es remarcada por Neale-Silva (citado por Ortega, 2003, p.180): “la vida es una trama de engañosos alicientes e irremediables imperfecciones, el hombre no debe ir en busca de seguridades y armonías sino hacer frente a la realidad conflictiva e imperfecta que le rodea”.

 

[8] En esta línea, voces como la de J. Ortega (1970, p.166) defienden el carácter de apertura de Trilce: “Trilce no es un libro cerrado como se afirma comúnmente; la crítica parece haber llegado a esa conclusión al suponer, ante el hermetismo de los poemas, que la persona poética se debate en un enrarecimiento sin solución […]. Trilce es también un tránsito y una apertura, e incluso creemos que el mismo poeta lo proponía así, según se deduce al analizar la poética central al libro, el poema LXXVII”.

[9] Este sentido de iluminación del símbolo de la flecha es defendido por otros autores como Chevalier y Gheerbrant (1999, p.502), quienes ven la flecha como el objeto apuntador de nuestra identidad, individualidad y personalidad, y relacionan etimológicamente la palabra sagita (saeta) con el verbo sagire que significa “percibir rápidamente”.

[10] La imagen para Vallejo va unida a la libertad y, por ello, defiende en una carta a su amigo Antenor Orrego su libertad estética y de pensamiento: “El libro [Trilce] ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética […]. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad!¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje!¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para mi pobre ánima viva!” (citado por Américo Ferrari, 2003, p.20).

 

                   
 




 

 
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