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Michel Legrand: “Desprecio la música contemporánea”

Su amigo Jacques Demy, el director de cine con el que creó Los paraguas de Cherburgo y Las señoritas de Rochefort, de la que se cumple medio siglo, aseguraba que Michel Legrand no es un compositor, sino una fuente de música. Legrand trabajó para Maurice Chevalier, Yves Montand, Claude Nougaro y Henri Salvador; grabó con Miles Davis, Bill Evans y Aretha Franklin; con Boris Vian escribió los primeros temas de rock and roll en francés, y han cantado sus composiciones desde Barbra Streisand, Frank Sinatra y Ray Charles hasta Lena Horne, Tony Bennett y Liza Minnelli. Algunas de esas canciones, como The Windmills Of Your Mind o You Must Believe In Spring (La chanson de Maxence), forman ya parte de la historia de la música popular. En el cine firmó las bandas sonoras de películas de Orson Welles, Robert Altman, Joseph Losey, Sydney Pollack, Louis Malle o Jean-Luc Godard. Y tiene tres Oscar por sus músicas para El caso Thomas Crown (Norman Jewison, 1968), Verano del 42 (Robert Mulligan, 1971) y Yentl (Barbra Streisand, 1983).

“Necesito cambiar de disciplina cada 10 años. Cuando haces lo mismo todo el tiempo, pierdes interés y el resultado comienza a ser peor”.

A unos 120 kilómetros de París, en dirección sur por la A6, luego la A77 salida 18 a Montargis, carretera comarcal, y por un largo camino recto de tierra entre dos hileras de árboles, se llega al château. Son los dominios –250 hectáreas– de Michel Legrand desde hace 10 años. “Camino mucho y soñaba con tener un terreno lo bastante grande para poder hacerlo sin salir de mi casa. Además, trabajo sobre todo por la noche y no puedo vivir en un piso en París. Que yo moleste a los demás, en última instancia, me importa un carajo, pero si ponen la televisión y oigo música se acabó, ya no puedo hacer nada”. En el salón hay dos pianos, uno de cola y otro de pared, junto al que se sienta para la entrevista. Las tres estatuillas de Hollywood están en la salita contigua sobre una repisa blanca. A sus 84 años, Michel Legrand, que actuará con su trío en el Festival de Jazz de Barcelona (Palau de la música, 11 de noviembre), anda enfrascado en varios proyectos. “La música es mi razón de vivir”, dice. En Francia, monsieur Legrand tiene fama de no morderse la lengua.

¿Todavía le quedan ganas de trabajar? Nunca he producido tanto, estoy desbordado, pero me gusta lo que hago. Y adoro escuchar el resultado. Soy un artesano perezoso. Y, como todos los perezosos, trajino sin parar. Me siento culpable cuando no lo hago porque tengo un montón de cosas que contar en música y escribir lleva tiempo.

Michel Legrand con Miles Davis en Nueva York (1985).

Dice que busca sus límites en todo lo que emprende. Soy muy curioso. Y quería probarlo todo. Cuando salí del conservatorio podía ser concertista de piano o pianista de jazz, podía escribir música clásica… Podía hacer lo que quisiera. Así que decidí hacer de todo. Y he hecho de todo.

Incluso aprender a pilotar aviones. Una semana antes de subirme a un avión ya no dormía. Tenía miedo porque pensaba que debajo había un centímetro de metal y 10.000 metros de vacío. Yo era muy amigo de Danny Kaye, que pilotaba aviones, y me dijo: “Solo hay una manera de dejar de tener miedo y es que aprendas a pilotar”. Un día, años más tarde, me dije: “Voy a intentarlo”. Y no he vuelto a tener miedo. Me he dado cuenta de que el miedo es la ignorancia.

¿De verdad le cansa trabajar siempre en lo mismo? Muchas personas lo hacen toda su vida. Sí, ¡y se aburren como ostras! Los músicos en el cine, por ejemplo, son magníficos durante unos años y luego caen en picado. Yo empecé a trabajar en los cincuenta como pianista de acompañamiento y muy rápidamente me convertí en orquestador y estuve haciendo muchos discos. Hasta que me harté. Cuando haces lo mismo todo el tiempo, pierdes interés, pones menos energía y, finalmente, el resultado comienza a ser peor. Necesito cambiar de disciplina cada 10 años.

En Rien n’est grave dans les aigus [nada grave en los agudos], su autobiografía, escribió que si su infancia tuviese un color sería el gris. Tuve una infancia muy solitaria y muy, muy fea. Detestaba el mundo de los niños. Cuando eres inteligente, vas muy adelantado y, como eres pequeño de tamaño, estás con niños más estúpidos que son mucho más grandes y mucho más fuertes. Y entre los chicos lo que cuenta es la violencia. Dominar a los otros. Nunca fui al colegio. Mi pobre madre quiso llevarme a la fuerza y yo me arrastraba por el suelo y gritaba. Por suerte, mi padre, antes de abandonarla cuando yo tenía tres años, había dejado en casa un viejo piano. Y ese piano fue mi único amigo durante la infancia. Al cumplir los 10, en plena ocupación alemana, ya tocaba bien. Entré por primera vez en el Conservatorio de París, que estaba en la calle de Madrid, un edificio en el que solo se oía música: aquí la trompeta, allí los trombones, allá el arpa, los violines… Un planeta en el que solo importaba la música. Mi vida empezó ahí.

Yo exijo ver la película antes de aceptar, pero los estudios americanos quieren que se firmen todos los contratos antes del rodaje.

Con cuatro años, su abuela lo llevó al cine, y aquella pe­­lícula despertó su vocación de compositor. Tino Rossi hacía el papel de un músico del siglo XIX que pasea por el campo, levanta la cabeza y oye unas arpas celestiales. Corte. Se le ve entonces en su casa con una pluma y escribiendo tres notas en un pergamino. Corte. Aparece dirigiendo una orquesta. Todo en un minuto. Me dije: ‘Esto es formidable: levanto los ojos al cielo y la melodía desciende sobre mí, anoto algunas cosas en 20 segundos… Eso es lo que voy a hacer yo”. Y es lo que he hecho [ríe].

La música de más de 200 películas lleva su firma. ¿Cómo trabaja? Cada una tiene un destino musical particular. Yo exijo ver la película antes de aceptar, pero los estudios americanos quieren que se firmen todos los contratos antes del rodaje. Me ha pasado leer un guion que hace que se me salten las lágrimas, firmo el contrato y, terminada la película, resulta que los productores se la han dado a un director lamentable y es una mierda. Intento suplir la emoción que le falta y me sale algo tan lírico que los cineastas se asustan. Uno me soltó: “La música es tan buena que la gente ya no va a mirar mi película”. Le contesté: “Mejor, así podrán, por fin, escuchar mi música”.

Michel Legrand, en el estudio de su château. Acostumbra a trabajar de noche.

Se instaló con su familia en Hollywood en 1968, tras el éxito de Les parapluies de Cherbourg, de su amigo Jacques Demy. Una osadía hacer una película enteramente cantada. No encontramos dinero para rodarla [resopla al recordarlo]. Durante un año, casi a diario, íbamos a ver a productores parisienses para encontrar a uno que pusiera algo de dinero. Todos nos dijeron: “¡Estáis locos los dos! No creeréis que la gente va a quedarse hora y media en la oscuridad para oír cantar banalidades”. Porque le puse música a un guion destinado a ser filmado sin ella. Nadie quería la película, pero, cuando se estrenó, fue un gran éxito y todo el mundo deseaba hacer una.

Al llegar a Hollywood, Henry Mancini le recomendó para El caso Thomas Crown. Norman Jewison y su primer montador, Hal Ashby, me muestran la película. ¡Duraba cinco horas! Habían colocado todas las secuencias una a continuación de la otra. Al salir de la proyección, me dicen: “No sabemos cómo montarla”. Y me viene una idea loca. “Creo que sé cómo hay que montar su película. La música va a decidir el montaje. Váyanse seis semanas de vacaciones que yo voy a escribir hora y media de música”. Durante seis semanas, día y noche, con el recuerdo de lo que había visto, escribí la partitura. Después grabé la hora y media y montamos toda la película sobre la música. Nunca se había hecho.

¿El jazz lo descubrió nada más terminar la Segunda Guerra Mundial? Sí, en 1947 llega a París Dizzy Gillespie. Lo que es el destino: el día del concierto, por la tarde, me encuentro con un colega que me dice: “Tengo una entrada para una orquesta americana desconocida y no voy a poder ir, así que te la doy”. Era la primera vez que yo oía bebop. Fue impactante.

Nadia Boulanger era tan exigente que había días que quería estrangularla.

Diez años después, viaja por primera vez a Nueva York y graba Legrand Jazz. Ya había grabado para la gente de Columbia I Love Paris, un disco instrumental ambientado en París. Me lo ofrecieron porque nadie quería hacerlo. No había royalties y solo pagaban 200 dólares. Eran los inicios del 33 rpm y vendieron millones. Como se sentían un poco avergonzados, me dijeron: “Díganos el disco que le gustaría hacer que se lo regalamos”. Al instante les contesté que uno con Miles Davis, John Coltrane, Bill Evans…

Gigantes del jazz a las órdenes de un francés de 22 años. ¿Cómo le recibieron? Yo estaba nerviosísimo. Me habían dicho: “Miles llega con un cuarto de hora de retraso a propósito. Abre la puerta del estudio de grabación y desde ahí escucha a la orquesta ensayando. Si le gusta, entra y va a tocar. Si no le gusta, se larga y no lo vuelves a ver”. Y así fue. Llegó un cuarto de hora tarde y vi que se quedaba un rato en la puerta con la trompeta. Entró, se sentó y se puso a tocar.

Miles Davis tocó en Legrand Jazz y usted trabajó con él en Dingo, su disco póstumo. Empecé y terminé con él. Era un gran amigo y un solista genial. Recuerdo que la orquesta ya está tocando y él a punto de comenzar. Tengo mucha imaginación y me digo que quizá vaya a empezar de esta manera o de aquella otra. Y encuentro 10, 20, 30, 40, 50 posibilidades, pero cuando ataca las notas hace algo en lo que yo jamás habría pensado.

De izquierda a derecha, Serge Gainsbourg, Alain Goraguer, Jacques Brel y Legrand.

Estudió con Nadia Boulanger, discípula de Fauré, por cuyo piso en París pasaron alumnos como Aaron Copland, Astor Piazzolla, John Eliot Gardiner… Fue una historia de amor y odio. Era tan exigente que había días que quería estrangularla. Aquello era demasiado duro para un niño de 14 años. En su clase, los malos alumnos, los que ella no quería tener, recibían el primer premio en su primer año y se iban. Los buenos alumnos nunca tenían recompensa porque así se quedaban. Yo estuve siete años. Y nunca tuve el primer premio.

¿Qué aprendió de mademoiselle Boulanger? Aprendí la vida. En realidad era una clase de cultura. Se aprendía filosofía, poesía… Yo la admiraba.

En su casa conoció a Jean Cocteau, Paul Valéry, André Malraux… Todos los domingos organizaba una cena. Y yo, jovencito, estaba allí, en un rincón, escuchando. Oí cosas y conocí a personas extraordinarias. Un día, Cocteau, que hablaba sin parar, con frases geniales, dijo: “Un verdadero artista no puede imitar. ¿Qué tiene que hacer entonces? Imitar”. Así parte de algo. Cuando la página está en blanco y hay que llenarla es duro, pero si tienes talento nunca será una imitación porque aportarás tus ideas.

Pudo conversar con Stravinski. Había venido a París para dirigir sus obras en el teatro de los Campos Elíseos. En lugar de dar la clase en el conservatorio, íbamos a los ensayos. Verle trabajar era maravilloso. Un día, Nadia Boulanger me lleva a un restaurante y acabo sentado entra ella e Ígor Stravinski. Yo tenía 17 o 18 años. Le dije: “Maestro, ¿ha leído usted el libro del compositor Pierre Boulez sobre La consagración de la primavera?”. “Bueno”, dijo, “lo he ojeado. El hombre ha encontrado razones para cada nota y que la línea de clarinete de la página tres es el contrapunto invertido de la trompa de la 19. Yo nunca he pensado en eso. Te voy a hacer una confidencia: cuando eres un verdadero creador, no sabes muy bien lo que haces”.

Afirma que cuantas más obligaciones tiene un creador, más libre es… Aunque parezca paradójico, es la verdad. Boulez y su gente quisieron hacer tabla rasa con toda la música escrita. “Vamos a hacer algo libre…”. ¿Y qué han hecho? No hay una sola obra de música contemporánea. Ni una. Que hagan sus búsquedas está muy bien, pero que no nos jodan. Porque durante 40 años fue la única música que hubo en París. Yo no habría podido vivir de la música sinfónica en aquella época. Había que hacer música contemporánea. La desprecio porque cualquier cosa vale. Cuando más difícil es, ahí es donde, de repente, la música empieza a nacer.

Se habla del Legrand compositor, orquestador, pianista, pero no tanto del cantante. Canté durante 15 años porque me hacía feliz. A Jacques Brel le gustaba mucho cómo entonaba. Éramos muy amigos y un día me dijo: “Tengo el Olympia dentro de tres semanas y quiero que interpretes en la primera parte del recital”. Le dije que nunca había cantado en público. Y me contestó: “No te pregunto si quieres hacerlo, te digo que vas a hacer mi primera parte”.

A los 17 años, Ígor stravinski le dijo: “te voy a hacer una confidencia. Cuando eres un verdadero creador, no sabes muy bien lo que haces”.

Sabe que varias de sus canciones forman ya parte del patrimonio colectivo… Pues todavía tengo un centenar inéditas. Acabo de grabar en Londres, con Natalie Dessay y la London Symphony Orchestra, Between Yesterday And Tomorrow, un oratorio sobre el ciclo vital de una mujer. Lo tenía que haber grabado hace 40 años Barbra Streisand, pero decía que esa mujer que muere en el escenario era demasiado duro. Que, si quitaba el nacimiento y la muerte, lo hacía. Le dije: “Barbra, piensa un poco, si eliminamos eso ya no tiene sentido contar la historia de una mujer”. Le dije que todo o nada. Y no lo hizo.

Sostiene que una canción como Avec le temps, de Léo Ferré, vale por todas las óperas italianas… ¡Ah, la ópera italiana! Los alumnos de la clase de composición del conservatorio teníamos un palco en la ópera. Íbamos con las partituras. De repente, se saltaban una repetición. Y uno de nosotros gritaba: “¿Y la repetición? ¡Asesinos!”. Toda la sala se giraba. Los cantantes desafinaban a menudo porque está escrito muy agudo. Al terminar el aria, en la fracción de segundo antes de los aplausos, gritábamos: “¡Está desafinado!”. Naturalmente, llegaban los acomodadores y nos echaban a la calle [ríe].

Creo que tampoco siente demasiado aprecio por Parsifal. ¡Ah, no! Hay páginas muy hermosas en Wagner, pero tantas malas que habría que eliminar todo eso.

¿Cuáles son sus proyectos? Ahora escribo música sinfónica. Acabo de grabar un concierto para piano y orquesta, en el que toco la parte pianística, y me he escrito cosas tan difíciles [ríe] que quería degollar al autor. También uno para chelo con Henri Demarquette. Tengo un encargo de la Orquesta de Filadelfia para escribir un concierto. Y estoy preparando una película como director.

Se ha casado no hace mucho con la actriz y escritora Macha Méril, a la que conoció en 1964 y con la que vivió entonces un pequeño romance. Cuando eres joven, no sabes que eres joven y lo desperdicias. Cuando eres viejo pero sabes cómo ser joven puesto que has vivido, eres joven con la cultura y la reflexión. Para mí, esa es la auténtica juventud.

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