Un gran maestro de la pintura ecuatoriana nace un 21 de febrero en la ciudad de Guayaquil. Desde chica pude observar sus obras, siempre ubicadas en un espacio preferencial en la mayoría de hogares que visitaba.

Mis abuelos, quienes tenían una particular afición al arte en general, fueron quienes, con mucho entusiasmo y paciencia, contestaban todas mis preguntas e inquietudes desde que era una niña. Siempre me deslumbraron todas esas formas y colores que ocupaban esas paredes.

Quien más me intrigaba fue Enrique Tábara, de quien tenían una obra con una dedicatoria a ellos y también una paleta con una gama de colores vibrante y atrevida. Pero ¿quién era él? Este maestro que estudió en la época dorada de la Escuela de Bellas Artes de Guayaquil, que en ese entonces contaba con talentosos maestros como Hans Michaelson y Luis Martínez Serrano.

En la década de los 50, la obra de Tábara tuvo excelentes críticos en la Primera Bienal Hispanoamericana de Arte en la ciudad de Barcelona, España, luego vino una racha de premios internacionales, a tal grado que el famoso pintor catalán Joan Miró le obsequió al talentoso Enrique Tábara una de sus obras.

Conocer la trayectoria de este virtuoso pintor me motivó a conocer la obra de otros artistas ecuatorianos. Fue por él que nació esa inquietud y apreciación por la pintura. En esa época, lo que más me llamaba la atención eran estas piernas colgadas, algunas descalzas y otras que tenían puestos unos grandes zapatos, que, según mi apreciación, desafiaban la ley de la gravedad, mostrándose también como frutos de un árbol. ¿De dónde venían estas piernas? o ¿A dónde iban? ¿Era esa la meta o un punto de partida? Siendo esta la parte de nuestro cuerpo que nos conduce a distintos sitios o quizás retrocede cuando se siente amenazada, la que corre, salta y patea. Qué raro era para mí y a la vez qué divergente se sentía todo esto en mi curiosa cabeza.

Fue en la década de los 80 y los 90 que vi distintas versiones de las ya famosas piernas y patas, luego empecé a ver insectos, muchos de ellos ubicados en una cuadrícula, esbozos de un tablero de juegos que desarrollaban destrezas de estrategia como el ajedrez. Nuevamente mi pregunta era ¿cuál es el juego? ¿Es algo en lo que participan únicamente las figuras o están invitando al espectador a hacer una movida?

Todo esto y mucho más me pregunté mientras crecía. Muchos años después tuve la suerte de conocer la colección privada de Horst Moeller, la cual me dejó impresionada, había algo de la iconografía de Tábara con la que estaba familiarizada y a su vez pude apreciar otras versiones y formatos de la obra de este genial artista en sus distintas etapas.

En el año 2004 tuve la suerte de conocer a Enrique Tábara cuando yo trabajaba en un museo de Guayaquil, el hombre de los vibrantes colores tenía ya la cabeza blanca. Un saludo me bastó para sentirme afortunada, todos querían tener su minuto con el maestro, yo le agradezco por despertar en mí esa pasión hacia las artes. Me quedo con la satisfacción de que su legado artístico nunca perecerá. (O)