EL SOBERANO QUE COMERCIA POR SU CUENTA PERJUDICA LOS INTERESES DE SUS S�BDITOS Y ARRUINA LAS RENTAS DEL ESTADO

 

Ibn Hald�n (Abenjaldun)

Nota: Introducci�n a la historia universal.(Al Muqaddimah).
Estudio preliminar, revisi�n y ap�ndices de
Elias Trabulse, M�xico, 1977. pp. 507-509, 643-645
Alojado en "100 textos de Econom�a"
http://www.eumed.net/cursecon/textos/

Sabed que cuando los ingresos del imperio ya no bastan para cubrir las erogaciones y menesteres del gobierno, resultantes del progreso del lujo y sus exigencias, el jefe de Estado se encuentra obligado a hallar nuevos recursos y descubrir fuentes excepcionales para contar con numerarios y solventar sus compromisos. Entre tanto impone cargas sobre cuanta transacci�n mercantil efectuada por los s�bditos y establece derechos de mercado, tal como dejamos asentado en el cap�tulo precedente; o bien aumenta los impuestos de toda especie ya existentes, o bien todav�a apremia a los agentes del fisco y los receptores de renta a rendir nuevas cuentas, porque se supone que se han apropiado de una parte considerable de las recaudaciones, sin darle entrada en los asientos correspondientes.

Otras veces se procura incrementar los  ingresos mediante la creaci�n de empresas comerciales y agr�colas que operan a nombre del sult�n. Viendo que los negociantes y los agricultores recogen cuantiosos provechos de sus respectivas actividades, a pesar de la modicidad de sus recursos pecuniarios, e imaginando que la ganancia es siempre en relaci�n directa con el capital invertido, el soberano adquiere bestias, y se emprenden trabajos agr�colas con la esperanza de lograr buenas cosechas, e invertirlas en mercanc�as para especular con ellas y aprovechar las fluctuaciones del mercado, pretendiendo acrecentar as� los ingresos del Estado y alcanzar grandes utilidades. Mas eso es un grave y nocivo error, bajo varios puntos de vista, a los intereses del pueblo: desde luego coloca a los agricultores y comerciantes en situaci�n muy dif�cil para conseguir animales y mercanc�as, anul�ndoles los medios que facilitan a ello. Los hombres de estas clases, siendo m�s o menos de iguales posibilidades econ�micas, se hacen la competencia hasta los limites de sus medios; pero cuando tienen por competidor al mismo soberano, que dispone de sumas infinitamente mayores que las suyas, apenas alguno de ellos puede mantenerse en pie y seguir logrando un tanto de sus menesteres. Tal estado inunda los esp�ritus de tristeza y aflicci�n.

Adem�s, ocurre con frecuencia que el sult�n se apropia de productos y mercanc�as por la fuerza, o a un precio irrisorio, puesto que nadie osa discutirle, lo cual redunda en fuerte p�rdida para los vendedores. Por otra parte, cuando cosecha los frutos de sus cultivos, tales como granos, seda, miel, az�car y otros productos de esta �ndole, o que ya se encuentre en posesi�n de una grande cantidad de diversas mercanc�as, al estar obligado a subvenir inmediatamente las necesidades del Estado, no puede esperar la temporada de los mercados, ni la demanda regular de esos art�culos; por tanto, compele a los comerciantes de los respectivos ramos a compr�rselos, y a un precio que excede regularmente el valor real de dichos art�culos. De tal suerte se ven privados de su dinero contante, sobrecargados de mercanc�as que quedar�n en su poder largo tiempo inactivas, y forzados a suspender las operaciones que les produc�an para vivir. Por esta raz�n, cuando la necesidad de dinero los apremia a vender una parte de esas mercanc�as, apenas le sacan un exiguo precio, debido al estado siempre languidecente del comercio.

Quiz� suceda a menudo que un negociante o un agricultor se deshaga as� de sus fondos gradualmente, hasta agotar su capital, y verse obligado a cruzarse de brazos. Casos semejantes se reproducen frecuentemente, con gran perjuicio para el p�blico: en consecuencia concluyen en no alcanzar ganancia alguna, en sentirse agobiados por una dura estrechez, y carentes de todo aliento para seguir bregando en sus ocupaciones. Los ingresos del pa�s se resienten, puesto que consisten casi enteramente en contribuciones pagadas por los agricultores y los comerciantes. Sobre todo despu�s del establecimiento de derechos de mercado para incrementar la renta del gobierno que ello se hace m�s sensible. Si los agricultores y los comerciantes renuncian a sus actividades, la renta deja de existir, o cuando menos sufrir�a una merma enorme. Si el soberano comparara las d�biles utilidades (que derivan de sus empresas comerciales y agr�colas) con las sumas provenientes de los impuestos, las encontrar�a menos que insignificantes. Aun cuando estas operaciones le rindieran considerablemente, le causar�an mucho mayor p�rdida del lado de la renta, porque ordinariamente no se le obliga a pagar los derechos de entrada ni de venta, mientras que a los dem�s comerciantes se les exige siempre la cuenta del erario. A��dase a ello que esas empresas gubernamentales implican una vulneraci�n a los intereses de los s�bditos, cuyo quebranto se traduce en menoscabo del reino. En efecto, si los s�bditos del Estado carecen de oportunidad para incrementar su dinero en el comercio y la agricultura, dicho dinero se va disminuyendo d�a con d�a, y, una vez consumido por los gastos, quedar�n en la ruina. Eso es un hecho que debe considerarse detenidamente.

Los persas escog�an siempre para rey a un miembro de la familia real distinguido por su piedad, su bondad, su instrucci�n, su liberalidad, su valent�a y generosidad, y, adem�s, le hac�an tomar el compromiso de gobernar con justicia, de no ejercer ninguna profesi�n, que pudiera perjudicar los intereses de sus vecinos, no practicar el comercio, a efecto de no interesarse en el alza de los precios, y no tener esclavos a su servicio, porque jam�s dan buenos ni �tiles consejos. En conclusi�n, �nicamente las rentas del Estado pueden acrecentar la fortuna del soberano y aumentar sus medios. Nada fomenta mejor las rentas que el trato equitativo a los contribuyentes y su administraci�n con justicia; de esta manera se sienten alentados y con disposici�n para trabajar tesoneramente a efecto de hacer fructificar sus dineros; de aqu� el incremento de los ingresos del sult�n. Toda otra fuente que un soberano pretendiera, la del comercio, por ejemplo, y la agricultura, perjudica de inmediato a los intereses del pueblo, a las rentas del Estado y al desarrollo del pa�s.

Sucede a veces que un emir o el gobernador de un pa�s conquistado se dedican al comercio, y obligan a los negociantes que llegan a su comarca a cederles sus mercanc�as, de productos agr�colas y otros art�culos, a precios que ellos mismos fijan. Mercanc�as que almacenan hasta la temporada conveniente y las venden a precios bien altos a sus gobernados. Esto es peor todav�a que el sistema adoptado por el sult�n, y da�a m�s gravemente los intereses de la comunidad. El soberano acoge en ocasiones los consejos de algunas de esas personas que manejan dichos ramos de comercio, es decir los negociantes o agricultores, porque cree que esas gentes, habiendo sido creadas en la profesi�n, la entienden bien. De acuerdo con el parecer de ese individuo, se compromete en el negocio y lo asocia a la empresa. Piensa que de este modo alcanzar�a grandes ganancias r�pidamente, sobre todo operando con exenci�n de derechos y contribuciones. Esto es, seguramente, el medio m�s acertado e inmediato de acrecentar el dinero: pero semejantes personas parecen no sospechar del da�o que sus ideas acarrean al sult�n disminuy�ndole sus ingresos. Los soberanos deben precaverse contra esos hombres y rechazar todas sus proposiciones, porque tienden a arruinar por igual la renta del pr�ncipe y su autoridad. �Que Dios nos inspire para nuestra propia direcci�n, y nos beneficie con las buenas acciones! �El es omnisapiente!.


SOBRE LOS PRECIOS (DE ART�CULOS Y MERCANC�AS) EN LAS CIUDADES

En los mercados se encuentran las cosas que son necesarias para los hombres; en primer lugar, las que les son indispensables y que sirven para la alimentaci�n, como el trigo y los dem�s productos an�logos, tales como legumbres, garbanzo, guisantes verdes y otros granos alimenticios, as� como las plantas empleadas como sazonamiento, tales como la cebolla, el ajo y otras hierbas del mismo g�nero. Asimismo se encuentran las cosas de necesidad secundaria y superfluas, tales como los condimentos, las frutas, las vestimentas, los utensilios de menaje, los arneses, los productos de diversas artes y los materiales de construcci�n.

Si la ciudad es grande y encierra numerosa poblaci�n, los art�culos alimenticios de primera necesidad, y todo lo que se entiende dentro de esta categor�a, son baratos; pero los superfluos, tales como los condimentos, las frutas y dem�s cosas similares, son caros. Lo contrario ocurre en las ciudades de pocos habitantes y de escaso progreso. He aqu� la raz�n: los cereales son indispensables para la alimentaci�n del hombre: por tanto sobran los motivos para que cada quien trate de abastecerse de ellos; nadie dejar�a su casa sin un aprovisionamiento suficiente para un mes o un a�o, pues la mayor parte de las gentes, si no la totalidad, se ocupan de la provisi�n de cereales, tanto los citadinos como los que residen en las cercan�as. Norma invariable. Adem�s, cada jefe de familia se hace de provisiones que exceden generalmente de sus necesidades, excedente que bastar�a a un buen n�mero de habitantes de esa ciudad. De tal suerte la existencia en dichos granos alimenticios supera a la exigencia de la poblaci�n; y por consiguiente baja su precio en el mercado, excepto en algunos a�os en que las influencias atmosf�ricas perjudican a su producci�n. Ahora si los habitantes, con el temor de una tal desdicha, no acaparan a tiempo esos cereales, se brindar�an graciosamente y sin compensaci�n, debido a su gran abundancia por el crecido n�mero de la poblaci�n.

En cuanto a los dem�s art�culos, como condimentos, frutas y otras cosas por el estilo, cuya necesidad no es tan com�n y cuya producci�n no requiere el trabajo de toda la poblaci�n, ni siquiera de la mayor parte. Sin embargo en una ciudad de considerable desarrollo social, de bastantes exigencias del lujo, habr� suficientes motivos para que estos art�culos tengan mucha demanda y cada quien procure proveerse de ellos tanto como sus medios le permitieran. La cantidad que de  ellos exista en la ciudad se vuelve completamente insuficiente; los compradores se hacen numerosos y esas cosas, de por s� limitadas, se escasean totalmente. Entonces los interesados se aglomeran, luchan porfiadamente por lograrlas, y los opulentos, teniendo m�s menester de ellas que el resto de la poblaci�n, las pagan a excesivos precios. De ah� la causa de su encarecimiento.

Por cuanto respecta a las artes, el encarecimiento de sus productos en las ciudades muy pobladas, estriba en tres razones:

1�. la crecida demanda, a consecuencia del lujo que all� prevalece y que es siempre en relaci�n con la importancia del desarrollo social;

2�. las altas pretensiones de los obreros, que no quieren trabajar ni fatigarse mientras que la abundancia de los art�culos alimenticios que existen en la ciudad les permite mantenerse con poco costo;

3�. el gran n�mero de individuos que viven en la abundancia y que, teniendo menester de que otros trabajen para ellos, toman a sus servicios a gentes de diversos oficios.

Por estos motivos, los artesanos reciben mayores salarios que el valor real de sus labores; se lucha a porf�a con los competidores, a fin de apropiarse de los productos del trabajo, y de ah� resulta que los obreros y los artesanos se vuelven muy exigentes y ponen un alto precio a sus servicios. Esto absorbe una gran parte de los recursos que poseen los habitantes de la ciudad.

En las peque�as ciudades, de poca poblaci�n, los art�culos alimenticios son escasos, debido al poco trabajo y al temor a la carest�a, cosa que induce a los habitantes a acaparar todos los granos que puedan alcanzar. Lo cual conduce a la carencia de los granos (en el mercado) y a la subida de su precio para los que desean comprarlos. En cuanto a los art�culos de necesidad secundaria, su demanda es bien exigua, dado el corto n�mero de los habitantes y sus raqu�ticos medios; por eso dichos art�culos son muy poco buscados entre ellos y se venden bien baratos.

Por otra parte, los comerciantes, al fijar los precios a los granos, toman en cuenta los derechos e impuestos que se les asigna en los mercados y en las puertas de la localidad, a nombre del sult�n; tampoco olvidan la contribuci�n impuesta por los receptores sobre todos los efectos vendibles. Por ello los precios son m�s elevados en las ciudades que en los campos, donde los impuestos y dem�s derechos son insignificantes o no existen. Todo lo contrario en las ciudades (los impuestos son numerosos y pesados), particularmente en la �poca en que la dinast�a reinante se inclina hacia su ocaso.

Adem�s, al establecer los precios de los art�culos alimenticios, se incluyen inevitablemente los cuidados especiales que pueda exigir la labranza: tal ocurre actualmente en Espa�a. La poblaci�n musulmana de ese pa�s, al dejarse arrebatar sus buenas tierras y sus f�rtiles provincias por los cristianos, se vio empujada al litoral y reducida a las comarcas m�s accidentadas, impropias para la agricultura y poco favorables a la vegetaci�n. De ese modo se encuentra obligada a preparar minuciosamente estas tierras para el cultivo, a fin de obtener algunas cosechas regulares. Los trabajos de esta �ndole ocasionan fuertes gastos y requieren el empleo de diversos accesorios de los cuales algunos, como el abono, por ejemplo, son bastante costosos. Por tanto los gastos de labranza son muy elevados entre los musulmanes de Espa�a y cuentan necesariamente en el precio de venta. De ah� la carest�a que reina en esa parte del territorio espa�ol, desde que los cristianos forzaron a dicha poblaci�n a retroceder hacia el litoral.

Cuando los hombres hablan de la elevaci�n de precios en Espa�a, la atribuyen a la escasez de v�veres y cereales; pero se equivocan, porque, de todos los pueblos del mundo, los espa�oles son los m�s industriosos y los m�s h�biles. Toda la gente entre ellos, desde el sult�n hasta el hombre del pueblo, poseen una finca r�stica o una fanega que explotan. Las �nicas excepciones son los artesanos, los profesionales y los hombres venidos al pa�s con la intenci�n de hacer la guerra santa. El sult�n asigna incluso a estos voluntarios, a t�tulo de sueldo y manutenci�n, unas tierras que pudieran proporcionarles la subsistencia, a ellos y a sus caballos. Pero la verdadera causa de la carest�a de los granos en el medio ambiente de los muslimes espa�oles es aquella que acabamos de se�alar. Todo lo opuesto son las circunstancias en el pa�s de los bereberes: la vegetaci�n bien frondosa, el suelo f�rtil y no exige ning�n apresto dispendioso; las tierras cultivadas muy extensas y toda la gente posee su porci�n. De ah� resulta que los v�veres son baratos en esta regi�n. Y Dios determina las noches y los d�as.

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