Progreso y Miseria
 

Henry George

 

Indagaci�n acerca de las causas de las crisis econ�micas y del aumento de la pobreza con el aumento de la riqueza. El remedio. Versi�n condensada por A. W. Madsen Traducci�n de Jes�s Paluzie-Borrell Revisi�n de Germ�n Lema Ilustraciones por Robert Clancy revisado y reeditado electr�nicamente en 2004 por � eumed●net

 CAPITULO 1 EL GRAN ENIGMA DE NUESTROS TIEMPOS

El empleo del vapor y la electricidad, la adopci�n de m�todos perfeccionados y maquinaria que ahorra trabajo, la mayor subdivisi�n y m�s amplia de la producci�n y las portentosas facilidades para los cambios, han multiplicado enormemente la eficacia del trabajo. Era natural esperar, y se esper�, que los inventos economizadores de trabajo aliviar�an la fatiga y mejorar�an la situaci�n del trabajador; que el enorme aumento del poder de producir riqueza har�a de la pobreza una cosa del pasado. Si, en una visi�n del futuro, un Franklin o un Priestley hubiese visto el buque de vapor reeemplazando al velero, el ferrocarril a la diligencia, la m�quina segadora a la guada�a, la trilladora al mayal; si hubiesen oido el trepidar de las m�quinas que, obedientes a la voluntad humana y para satisfacer el humano deseo, ejercen un poder mayor que el de todos los hombres y todas las bestias de carga de la tierra juntos; si hubiesen visto el �rbol de la selva convertido en madera acabada (en puertas, marcos, postigos, cajas o barriles) sin apenas tocarlo la mano del hombre; los grandes talleres en que botas y zapatos llegan a sus cajas con menos trabajo que el exigido al anticuado remend�n para poner una suela; las f�bricas donde, bajo la mirada de una joven, el algod�n se convierte en tela m�s aprisa que si cientos de fornidos tejedores lo hubiesen elaborado con sus telares de mano; si hubiesen visto martinetes de vapor modelando inmensos ejes y poderosas �ncoras, y delicadas maquinarias construyendo diminutos relojes; el taladro de diamante perforando las entra�as de las rocas y el aceite mineral ahorrando el de ballena; si hubiesen comprobado el enorme ahorro de trabajo que resulta del aumento de facilidades para el cambio y las comunicaciones, el carnero muerto en Australia comido fresco en Inglaterra, y la orden dada por el banquero en Londres por la tarde, cumplida en San Francisco en la ma�ana del mismo d�a; si hubiesen imaginado los cien mil progresos que estos solos ya sugieren, �qu� conclusi�n habr�an sacado respecto a la situaci�n social de la humanidad? No habr�a parecido una deducci�n. M�s que fruto de la imaginaci�n, le habr�a parecido como si �l realmente lo viera, y le habr�a palpitado el coraz�n, y los nervios se le habr�an estremecido como los de quien, desde una altura, frente a la sedienta caravana, divisa el esplendor v�vido del bosque rumoroso y el reflejo de las rientes aguas. Sencillamente, con los ojos de la imaginaci�n habr�a contemplado c�mo esas nuevas fuerzas elevaban la sociedad desde sus mismos cimientos, levantando al m�s pobre por encima de la posibilidad de la escasez, redimiendo al m�s humilde de la ansiedad por las exigencias materiales de la vida. Habr�a visto c�mo aquellos esclavos de la l�mpara del saber tomaban sobre s� mismos la carga de la maldici�n tradicional, y c�mo aquellos m�sculos de hierro y tendones de acero convert�an la vida del obrero m�s pobre en una fiesta en la que toda alta cualidad y noble impulso tendr�an motivo de desarrollo. La asociaci�n de la pobreza con el progreso es el gran enigma de nuestros tiempos. De esta generosa situaci�n material, habr�a visto surgir, como obligada consecuencia, un ambiente moral realizador de la Edad de Oro. que siempre ha so�ado la humanidad. La juventud no cohibida ni fam�lica, la vejez no acosada por la avaricia; �el m�s taca�o embriag�ndose en la magnificencia de los astros! �La corrupci�n ausente; la discordia trocada en armon�a! Porque, �c�mo podr�a haber codicia donde todos tuviesen bastante? El vicio, el crimen, la ignorancia, la brutalidad que dimanan de la pobreza y del temor a la pobreza, �c�mo podr�an existir donde �sta hubiese desaparecido? �Qui�n se rebajar�a donde todos fuesen libres? �Qui�n oprimir�a donde todos fuesen iguales? M�s o menos, vagas o claras, �stas han sido las esperanzas, �stos han sido los ensue�os nacidos de los progresos que han dado a esta prodigiosa era su preeminencia. Tan hondamente han arraigado en la mente popular, que han cambiado radicalmente las corrientes del pensamiento, refundiendo creencias y desalojando los conceptos m�s fundamentales. Verdad es que un desenga�o ha seguido a otro desenga�o. Descubrimiento tras descubrimiento e invento tras invento, ni han disminuido la fatiga de los que m�s necesitan descanso, ni han traido la abundancia al pobre. Pero han habido tantas cosas a las que, al parecer, pod�a atribuirse este fracaso, que hasta hoy apenas se ha debilitado la nueva fe. Hemos evaluado mejor las dificultades que hay que vencer, pero no hemos confiado menos en que la tendencia de los tiempos era superarlas. Ahora, no obstante, tropezamos con hechos inconfundibles. De todas partes del mundo civilizado llegan quejas de depresi�n industrial; de trabajo condenado al paro forzoso; de capital acumulado que se desperdicia; de apuros pecuniarios entre los hombres de negocios; y de escasez, sufrimiento y ansiedad entre las clases trabajadoras. Hay malestar donde se mantienen grandes ej�rcitos permanentes, pero tambi�n lo hay donde �stos son nominales; hay malestar donde se aplican tarifas protectoras, pero tambi�n lo hay donde el comercio es casi libre; hay malestar donde todav�a prevalece el gobierno autocr�tico, pero tambi�n lo hay donde el poder pol�tico est� completamente en manos del pueblo; en pa�ses donde el papel es dinero y en pa�ses donde el oro y la plata son la �nica moneda corriente. Evidentemente, hemos de colegir que, bajo todas estas cosas, hay una causa com�n. Que hay una causa com�n y que �sa es, o lo que llamamos progreso material, o algo �ntimamente ligado a �l, resulta m�s que una deducci�n al observar que los fen�menos agrupados con el nombre de crisis econ�micas no son sino intensificaciones de los que siempre acompa�an al progreso material y que se muestran con mayor claridad y fuerza a medida que �ste avanza. A los pa�ses m�s nuevos, es decir, a los pa�ses donde el progreso material est� a�n en sus fases primeras, es a donde los trabajadores emigran en busca de salarios m�s altos y el capital afluye en busca de m�s alto inter�s. Es en los pa�ses viejos, es decir, en los pa�ses donde el progreso material ha alcanzado fases m�s avanzadas, donde la pobreza habitual se halla en medio de la mayor abundancia. Id a uno de los pa�ses nuevos donde el mecanismo de la producci�n y el intercambio es todav�a rudo y poco eficaz; donde el incremento de la riqueza no basta para permitir a ninguna clase social la vida c�moda y lujosa; donde la mejor casa no es sino una caba�a de troncos o una choza de lona y cart�n y el hombre m�s rico est� obligado al trabajo diario, y, aunque no encontrar�is la opulencia y todo su acompa�amiento, no hallar�is mendigos. No hay lujo, pero tampoco hay miseria. Nadie se da una Vida regalada, ni siquiera muy buena vida; pero todos pueden ganarse la vida y nadie apto y deseoso de trabajar es oprimido por el temor a la indigencia. Pero tan pronto como uno de estos pa�ses alcanza la situaci�n por la cual se afanan todas las sociedades civilizadas y asciende en la senda del progreso material, as� que una m�s densa poblaci�n, una m�s �ntima relaci�n con el resto mundo y un mayor uso de la maquinaria que ahorra trabajo, posibilitan mayores econom�as en la producci�n y el cambio, y por consiguiente la riqueza aumenta, no s�lo en conjunto, sino en relaci�n al n�mero de habitantes, entonces la pobreza toma un aspecto m�s sombr�o. Algunos logran hacer su vida infinitamente mejor y m�s f�cil, pero a otros les es dif�cil tan siquiera gan�rsela. El vagabundo llega con la locomotora, y los hospicios y c�rceles son se�ales del progreso material tan seguras como las suntuosas viviendas, los ricos almacenes y las magn�ficas iglesias. Este hecho, el gran hecho de que la pobreza con todas sus derivaciones aparece en las sociedades precisamente cuando �stas alcanzan la situaci�n a que tiende el progreso material, demuestra que las dificultades sociales existentes dondequiera que se ha logrado un cierto grado de progreso, no provienen de circunstancias locales, sino que son engendradas, de una u otra manera, por el progreso mismo. Esta asociaci�n de la pobreza con el progreso es el gran enigma de nuestros tiempos. Es el hecho central del cual dimanan las dificultades econ�micas, sociales y pol�ticas que tienen perplejo al mundo y contra las cuales el arte de gobernar, la beneficencia y la ense�anza luchan en vano. De �l vienen las nubes que amenazan el porvenir de las `naciones m�s progresivas y seguras de s� mismas. Es el enigma que la esfinge del destino plantea a nuestra civilizaci�n, y no resolverlo es ser destruido. Mientras todo el aumento de riqueza suministrado por el progreso vaya s�lo a formar grandes fortunas, a aumentar el lujo y acentuar el contraste entre la Casa de la Opulencia y la Casa de la Privaci�n, el progreso no es real y no puede ser permanente. Esta cuesti�n, a pesar de su capital importancia y de llamar universal y dolorosamente la atenci�n, a�n no ha tenido una soluci�n que explique todos los hechos y se�ale un remedio claro y sencillo. Prueban esto los divers�simos intentos de explicar las crisis de la producci�n. No s�lo muestran una divergencia entre los pareceres populares y las teor�as cient�ficas, sino tambi�n que la coincidencia que deber�a haber entre los adeptos de las mismas teor�as generales se disgrega, ante las cuestiones pr�cticas, en una anarqu�a de opiniones. Las ideas de ser inevitable el conflicto entre el capital y el trabajo, de ser nociva la maquinaria, de haberse de restringir la competencia y abolir el inter�s, de poderse crear riqueza emitiendo dinero, de ser un deber del gobierno el proporcionar capital o trabajo, se abren r�pidamente paso entre la gran masa del pueblo que siente hondamente el da�o y tiene viva conciencia de una injusticia. Tales ideas, que ponen a las grandes multitudes, depositarias de la fuerza pol�tica definitiva, bajo la gula de charlatanes y demagogos; est�n cargadas de peligros; pero no pueden ser combatidas con �xito mientras la Econom�a Pol�tica no d� al gran problema una respuesta conforme con todas sus ense�anzas y capaz de imponerse por s� misma a las percepciones de las grandes muchedumbres. Incumbe a la Econom�a Pol�tica dar esta respuesta. Porque la Econom�a Pol�tica no es un conjunto de dogmas. Es la explicaci�n de un cierto conjunto de hechos. Es la ciencia que, en la sucesi�n de ciertos fen�menos, procura hallar sus relaciones mutuas y reconocer la causa y el efecto, del mismo modo que las ciencias f�sicas tratan de hacerlo en otro grupo de fen�menos. Pone sus cimientos sobre terreno firme. Las premisas de donde saca sus conclusiones son verdades que tienen la m�s alta sanci�n; son axiomas que todos reconocemos; sobre ellas cimentamos con certeza los razonamientos y acciones de la vida diaria y pueden ser reducidas a la expresi�n metaf�sica de la ley f�sica por la cu�l el movimiento busca la l�nea de menor resistencia, esto es, que el hombre procura satisfacer sus deseos con el m�nimo esfuerzo. Partiendo de una base asegurada de este modo, su m�todo, que consiste sencillamente en identificar y separar, tiene igual certeza. En este sentido es una ciencia tan exacta como la geometr�a, la cual, de an�logas verdades relativas al espacio, saca conclusiones por medios parecidos; y sus conclusiones, cuando sean v�lidas, han de ser igualmente claras de por si. Y aunque en el dominio de la Econom�a Pol�tica no podemos probar nuestras teor�as con combinaciones o condiciones provocadas artificialmente, como se puede hacer en algunas otras ciencias, podemos, no obstante, emplear comprobaciones no menos concluyentes, comparando sociedades en las cuales existen condiciones diferentes o separando, cambiando, adicionando o eliminando con la imaginaci�n fuerzas o factores de direcci�n conocida. Que la Econom�a Pol�tica, como ahora se ense�a, no explique de acuerdo con las m�s arraigadas percepciones humanas la persistencia de la pobreza en medio de la creciente riqueza; que las verdades indiscutibles que ense�a est�n inconexas y dispersas; que no haya logrado difundirse en el pensamiento popular, ha de ser debido, a mi juicio, no a incapacidad de la ciencia cuando se estudia como es debido, sino a alg�n paso en falso en sus premisas o alg�n factor olvidado en sus apreciaciones. Y como, por respeto a la autoridad, se suele disimular estas equivocaciones, me propongo en esta indagaci�n no hacer ninguna concesi�n. Me propongo no esquivar ning�n problema, no retroceder ante ninguna conclusi�n, sino seguir la verdad a dondequiera que nos lleve. Si las conclusiones obtenidas van contra nuestros prejuicios, no desistamos; si impugnan instituciones mucho tiempo tenidas por prudentes y naturales, no retrocedamos.

CAPITULO 2 IMPORTANCIA DE LA DEFINICI�N DE LOS T�RMINOS

Antes de proseguir nuestra indagaci�n, aseguraremos el significado de nuestros t�rminos, porque la vaguedad en su empleo ha de causar inevitablemente ambig�edad e indeterminaci�n del razonamiento. En el razonamiento econ�mico, es indispensable dar a palabras como �riqueza�, �capital�, �renta�, �salarios� y otras afines un sentido, no s�lo mucho mas definido que el vulgar, sino m�s preciso que el usual, ya que por desgracia, a�n en Econom�a Pol�tica el consenso com�n no ha a signado un significado cierto a algunos de dichos t�rminos, pues autores diferentes dan significados distintos a un mismo t�rmino, y a menudo un autor usa el mismo vocablo con sentidos diferentes. Cuando un t�rmino revista importancia, me esforzar� en establecer claramente lo que con �l quiero significar y en usado en este sentido y no en otro. S�ame permitido rogar al lector que anote y recuerde las definiciones dadas as�, pues de otro modo no puedo tener la esperanza de hacerme entender bien. No intentar� dar significados arbitrarios a las palabras, ni inventar t�rminos, incluso cuando fuere conveniente hacerlo, sino que me adaptar� a la costumbre tan estrictamente como sea posible, procurando solamente fijar el sentido de las palabras, de modo que puedan expresar con claridad el pensamiento. Para empezar, establezcamos lo que entendemos por �salario� y por �capital�. Los economistas han dado a la primera de estas palabras un significado bastante definido, pero las ambig�edades unidas al uso de la segunda en Econom�a Pol�tica exigen un detenido examen. En el lenguaje usual, �salario� significa una compensaci�n que, por sus servicios, se paga a una persona contratada; y hablamos de uno que trabaja �a salario�, distingui�ndose de otro que �trabaja por cuenta propia�. La costumbre de aplicar este t�rmino solamente a la compensaci�n pagada por el trabajo manual, reduce a�n m�s su empleo. No hablamos de salarios de hombres de carrera, administradores u oficinistas, sino de sus honorarios, pagas o sueldos. Por esto el significado vulgar de la palabra �salario� es la compensaci�n pagada a una persona contratada por el trabajo manual. Pero en Econom�a Pol�tica la palabra salario tiene un significado mucho m�s amplio e incluye toda recompensa del esfuerzo. Pues, como explican los economistas, los tres agentes o factores de la producci�n son la tierra, el trabajo y el capital, y a la parte del producto que va el segundo de estos factores la llaman salario. Salarios en Sentido Econ�mico As�, el t�rmino trabajo abarca todo esfuerzo humano en la producci�n de riqueza; y siendo el salario la parte del producto que va al trabajo, incluye toda recompensa de aquel esfuerzo. Por consiguiente, en el sentido pol�tico-econ�mico del t�rmino salario, no se distingue la clase de trabajo ni si su recompensa se recibe de un patrono o no. Salario significa la recompensa recibida por el esfuerzo del trabajo, en cuanto se distingue de la que se recibe por el uso del capital y de la que recibe el propietario por el uso de la tierra. El hombre que cultiva el suelo por cuenta propia obtiene su salario en su producto, del mismo modo que, si emplea capital propio y es due�o de su propia tierra, puede tambi�n obtener inter�s y renta. El salario del cazador es la caza que mata; el salario del pescador es el pescado que coge. El oro extra�do por el buscador de oro es para �l su salario, como lo es el dinero que al minero de carb�n le paga el comprador de su trabajo; y, seg�n ense�a Adam Smith, los altos provechos de los tenderos al por menor son en gran parte salarios, pues son la recompensa de su trabajo y no de su capital. En resumen, todo lo recibido como resultado o recompensa del esfuerzo en la producci�n de riqueza es salario. Esto es todo lo que ahora se debe advertir sobre el salario, pero importa recordarlo. Porque, aunque las obras de Econom�a reconocen m�s o menos claramente este sentido del t�rmino salario, a menudo lo olvidan en seguida. Discordantes Definiciones del Capital M�s dif�cil es quitar al concepto de capital las ambig�edades que lo obscurecen y fijar el uso cient�fico del t�rmino. En el lenguaje general, toda clase de cosas que tienen un valor o que rinden un provecho son vagamente llamadas capital, mientras que los economistas discrepan tanto que apenas se puede decir que este t�rmino tenga un significado fijo. Comparemos entre s� las definiciones de unos pocos economistas t�picos. �Aquella parte del caudal de un hombre�, dice Adam Smith, �de la cual espera un r�dito, es llamada su capital� y el capital de una naci�n o sociedad, sigue diciendo, consiste en:

 1) m�quinas e instrumentos profesionales que facilitan y abrevian el trabajo;

2) edificios, no meras viviendas, sino que puedan ser considerados instrumentos del oficio, tales como tiendas, casas de campo, etc.;

3) mejoras de la tierra que la adaptan a la labranza o cultivo;

4) las aptitudes adquiridas y provechosas de todos los habitantes;

 5) dinero;

 6) existencias en poder de productores y negociantes, que de su venta esperan obtener un provecho;

7) materiales para las manufacturas o art�culos parcialmente elaborados, aun en manos de los productores o comerciantes;

8) mercanc�as listas, en poder de los productores o negociantes. (La Riqueza de las Naciones, libro 2, cap�tulo 1). Los cuatro primeros de estos grupos, los denomina capital fijo y los cuatro �ltimos capital circulante, distinci�n de la cual, para nuestro prop�sito, no es necesario tomar nota.

La definici�n de David Ricardo es: �Capital es aquella parte de la riqueza de un pa�s empleada en la producci�n y consiste en alimentos, vestidos, herramientas, materias primas, maquinaria, etc. necesarias para efectuar el trabajo.� (Principios de Econom�a Pol�tica, cap�tulo 5.) Esta definici�n, como se ver�, difiere mucho de la de Adam Smith, pues excluye muchas de las cosas que �ste incluye, tales como las aptitudes adquiridas, art�culos de mero placer o lujo en posesi�n de los productores o negociantes; e incluye algunas cosas que Adam Smith excluye, tales como los alimentos, vestidos, etc., en posesi�n del consumidor. La definici�n de J. R. McCulloch es: �El capital de una naci�n realmente comprende todas aquellas porciones del producto del trabajo, existentes en ella, que pueden ser directamente empleadas, ya en sostener la existencia humana, ya en facilitar la producci�n.� (�Nota� de McCulloch al libro 2, cap�tulo 1 de su edici�n de 1838 de La riqueza de las Naciones de Adam Smith.) Esta definici�n sigue la directriz de la de Ricardo, pero es m�s amplia. Mientras excluye todo lo que no puede ayudar la producci�n, incluye todo lo que es capaz de ello, sin referencia al actual uso o necesidad de uso; seg�n McCulloch expresamente afirma, el caballo que arrastra un coche de ,lujo es tan capital como el caballo que tira de un arado, porque, si es necesario, se le puede usar para este objeto. John Stuart Mill, siguiendo las mismas orientaciones de Ricardo y McCulloch, no define el capital seg�n el uso o la aptitud para el uso, sino por el uso a que se destina. Dice: �Cualquier cosa destinada a suministrar al trabajo productivo albergue, protecci�n, herramientas y materiales que aqu�l requiere y para nutrir y, en general, mantener al trabajador durante el proceso productivo, es capital.� (Principios de Econom�a Pol�tica, libro 1, cap�tulo 4.) Estas citas bastan para mostrar las discrepancias de los maestros. Las dificultades que acompa�an el uso de la palabra capital como t�rmino exacto, y de las cuales, en las discusiones pol�ticas y sociales corrientes, se ven ejemplos a�n m�s notables que en las definiciones de los economistas, surgen de dos hechos: primero, el que ciertas cosas, cuya posesi�n le resulta al individuo exactamente lo mismo que si poseyera capital, no son parte del capital de la colectividad; y segundo, el que cosas de una misma clase pueden ser o dejar de ser capital, seg�n la finalidad a que se destinen. Con alg�n cuidado respecto a estos puntos, no ha de ser dif�cil obtener una idea bien clara y fija de lo que el significado corriente del termino capital abarca propiamente; esta idea nos permitir� decir qu� cosas son capital y cu�les no lo son, y usar la palabra sin ambig�edad ni desliz. Los tres factores de producci�n son tierra, trabajo y capital. Factores de la Producci�n Tierra, trabajo y capital son los tres factores de la producci�n. Recordando que capital es, pues, un t�rmino usado a distinci�n de tierra y trabajo, vemos en seguida que ninguna cosa correctamente incluida en uno u otro de estos dos t�rminos puede ser clasificada propiamente como capital. Tierra El t�rmino tierra incluye necesariamente, no s�lo la superficie terrestre en cuanto difiere del agua y el aire, sino todo el universo material fuera del hombre mismo, pues s�lo teniendo acceso a la tierra, de la cual procede su propio cuerpo, el hombre puede estar en contacto con la naturaleza o usar de ella. El t�rmino tierra abarca, en resumen, todas las materias, fuerzas y oportunidades naturales y, por consiguiente, ninguna cosa que la naturaleza suministre de modo espont�neo, puede ser clasificada propiamente como capital. Un campo f�rtil, un fil�n abundante en minerales, un salto de agua que suministra fuerza, pueden dar a su poseedor ventajas equivalentes a la posesi�n de capital; pero clasificar estas cosas como capital ser�a suprimir la distinci�n entre tierra y capital y, en cuanto estos t�rminos se relacionan entre s�, privarles de significado. Trabajo El t�rmino trabajo incluye todo esfuerzo humano. Por lo tanto, las facultades humanas, sean naturales o adquiridas, nunca pueden ser clasificadas propiamente como capital. En el lenguaje usual hablamos a menudo del saber, destreza o actividad de un hombre, como si constituyeran su capital; pero esto es, claro est�, una expresi�n figurada que se debe evitar en razonamientos que aspiran a la exactitud. La superioridad en aquellas cualidades puede aumentar los ingresos de un individuo de igual modo como lo har�a el capital, y un aumento del saber, destreza o laboriosidad de un pueblo, puede, al aumentar la producci�n, dar el mismo resultado que un aumento de capital dar�a; pero este resultado es debido a la mayor potencia del trabajo y no al capital. Capital Hemos, pues, de excluir de la categor�a de capital todo lo que puede ser incluido en �tierra� o en �trabajo�. Haci�ndolo as�, s�lo quedan cosas que no son tierra ni trabajo, pero que han resultado de la uni�n de estos dos factores originarios de la producci�n. Ninguna cosa que no est� formada por estos dos, puede ser propiamente capital; es decir, no puede ser capital cosa alguna que no sea riqueza. Pero es de las ambig�edades en el uso de este t�rmino global �riqueza� de donde proceden muchas de las ambig�edades que acechan al t�rmino �capital�. El Termino �Riqueza� Seg�n el uso habitual, la palabra riqueza se aplica a todo lo que tiene valor de cambio. Pero, cuando se la emplea como t�rmino de la Econom�a Pol�tica, se ha delimitar a un significado mucho m�s definido, porque con ella se suele denominar muchas cosas que, al hacer la cuenta de la riqueza colectiva o general, de ning�n modo pueden ser consideradas como riqueza. Esas cosas tienen valor de cambio y vulgarmente se las llama riqueza, en tanto que representan, para los individuos o grupos de individuos, el poder de obtenerla; pero no son verdadera riqueza, puesto que el aumento o disminuci�n de las mismas no afecta a la totalidad de �sta. Tales son las acciones y obligaciones, hipotecas, pagar�s, billetes de banco y otros contratos o transferencias de riqueza. Tales son los esclavos, cuyo valor representa s�lo el poder de una clase social para apropiarse los salarios de otra clase social. Tales son las tierras y otras oportunidades naturales, cuyo valor no es m�s que el resultado de reconocer a favor de algunos individuos el derecho exclusivo a usarlas, y representa el poder dado as� a los propietarios para exigir una porci�n de la riqueza producida por los que las usan. El aumento del valor de las obligaciones, hipotecas, cheques o billetes de banco no puede aumentar la riqueza de la sociedad, ya que �sa abarca lo mismo a los que tienen derecho a recibir que a los que prometen pagar. An�logamente, la riqueza de un pueblo no aumentar�a al someter a esclavitud a algunos de sus miembros, pues lo que ganasen los due�os lo perder�an los esclavos. El aumento del valor de la tierra no representa un aumento de la riqueza conjunta, pues lo que ganen los propietarios por los precios m�s altos lo perder�n los arrendatarios o compradores. Y toda esta riqueza relativa que, en el pensamiento y lenguaje corrientes, en la legislaci�n y la ley, est� confundida con la riqueza efectiva, podr�a ser totalmente aniquilada sin destruir o consumir m�s que unas gotas de tinta y un pedazo de papel. Por consiguiente, no todas las cosas que tienen valor de cambio son riqueza en el �nico sentido que este t�rmino puede ser usado en Econom�a Pol�tica. Solo pueden ser riqueza aquellas cosas cuya producci�n aumenta el conjunto de riqueza y cuya destrucci�n lo disminuye. Considerando qu� cosas son �stas y cu�l es su naturaleza, no tendremos dificultad al definir la riqueza. Naturaleza de la Riqueza Cuando decimos que una colectividad aumenta en riqueza, queremos decir que hay en aqu�lla un aumento de ciertas cosas tangibles, como edificios, ganados, utensilios, maquinaria, productos agr�colas o minerales, art�culos manufacturados, barcos, veh�culos, muebles y otras semejantes, que tienen un valor no solamente relativo, sino efectivo. El aumento de estas cosas constituye un aumento de riqueza; su disminuci�n es una reducci�n de riqueza; y la colectividad que, en proporci�n al n�mero de sus individuos, tiene m�s cosas de �stas es la colectividad m�s rica. La cualidad com�n de dichas cosas es el ser substancias o materias naturales que el trabajo humano ha adaptado al uso o satisfacci�n del hombre, y cuyo valor depende de la suma de trabajo que, por t�rmino medio, se necesitar�a para producir cosas de la misma clase. Definici�n de la Riqueza Por lo tanto, riqueza, en el �nico sentido en que este t�rmino puede usarse en Econom�a Pol�tica, consiste en materias naturales que han sido obtenidas, trasladadas, combinadas, separadas o de otro modo modificadas por el esfuerzo del hombre para adaptarlas a la satisfacci�n de los deseos humanos. Es, en otras palabras, trabajo impreso en la materia, de modo que almacene el poder del trabajo del hombre para subvenir a los deseos humanos, como el calor del sol est� almacenado en el carb�n. La riqueza no es el �nico objeto del trabajo, pues tambi�n se emplea �ste en atender directamente al deseo; pero es el objeto y resultado de lo que llamamos trabajo productivo, esto es, trabajo que da valor a las cosas materiales. No es riqueza nada de lo que la naturaleza proporciona al hombre sin su trabajo, ni lo que resulta del trabajo, si no es un producto tangible que tiene y retiene el poder de satisfacer el deseo. Siendo el capital riqueza destinada a cierto fin, no puede ser capital lo que no queda dentro de esta definici�n de riqueza. Reconociendo y recordando esto, nos libraremos de los errores, que, falseando todo razonamiento en que se introducen, ofuscan el pensamiento popular y han conducido, incluso a sutiles pensadores, a laberintos de confusi�n. Ulterior Descripci�n del Capital Pero, aunque todo capital es riqueza, no toda riqueza es capital. El capital es solamente una parte de la riqueza, a saber, aquella parte que se dedica a ayudar a la producci�n. Todo lo que estamos tratando de hacer, todo lo que es necesario hacer, es fijar, como si dij�ramos, las medidas y l�mites de un t�rmino que, en general, se entiende bien; esto es, definir una idea corriente. Si los art�culos de riqueza efectiva que existen en un tiempo y colectividad dados, fuesen expuestos in situ a una docena de hombres inteligentes que no hubiesen le�do ni una l�nea de Econom�a Pol�tica, es dudoso que �stos desintieran en considerar capital o no uno solo de dichos art�culos. De la cosecha de un labrador, la parte destinada a la venta, a semilla o a pagar en alimentos parte de los salarios, seria estimada capital; la parte conservada para el uso de su propia familia, no lo ser�a. Una chaqueta que un sastre hubiese hecho para la venta, seria considerada capital, pero no la chaqueta que se hubiese hecho para s� mismo. Los alimentos en poder de un hotelero o fondista ser�an juzgados capital, pero no el alimento en la despensa de una madre de familia. Los lingotes de hierro en posesi�n de un fundidor, un forjador o un comerciante, ser�an considerados capital, pero no los que sirviesen de lastre en la bodega de un yate de recreo particular. Los telares de una f�brica ser�an capital, pero no la m�quina de coser de una mujer que s�lo la emplea para su propia ropa; lo ser�a un edificio alquilado o empleado en negocios o fines productivos, pero no una vivienda ocupada por el due�o de la misma. En resumen, pienso que encontrar�amos ahora, como cuando Adam Smith escrib�a, que �aquella parte del caudal de un hombre, de la cual espera un r�dito, es llamada su capital�. Y omitiendo su infortunado desliz respecto las aptitudes personales y restringiendo algo su menci�n del dinero, es dudoso que pudi�semos hacer de los diferentes art�culos de capital una lista mejor que la que Adam Smith hizo en el pasaje resumido al principio de este cap�tulo. Lo que hace que una herramienta sea un articulo de capital o solamente un art�culo de riqueza, es el que sus servicios o usos hayan de ser cambiados o no. As�, la riqueza empleada en la construcci�n de un ferrocarril, una l�nea telegr�fica p�blica, un teatro, un hotel, etc., puede decirse que est� en curso de cambio. El cambio no se efect�a de una vez, sino poco a poco, con un n�mero indefinido de gente. Sin embargo, hay cambio, y los �consumidores� del ferrocarril, la l�nea telegr�fica, el teatro o el hotel, no son sus due�os, sino las personas que de vez en cuando los usan. Cambiabilidad de la Riqueza Es demasiado estrecho un concepto de la producci�n que se limita a la tarea de hacer las cosas. La producci�n incluye no solamente el hacerlas, sino tambi�n el llevarlas al consumidor. El comerciante o almacenista es, pues, un productor tan verdadero como el fabricante o el agricultor, y sus existencias o capital est�n consagrados a la producci�n, tanto como los de �stos. Pero no vale la pena de insistir ahora en las funciones del capital, que m�s adelante podremos determinar mejor. Perm�taseme llamar la atenci�n sobre algo que a menudo se olvida, a saber, que los t�rminos �riqueza�, �capital�, �salarios� y otros an�logos, seg�n se emplean en Econom�a Pol�tica, son t�rminos generales. Nada puede afirmarse o negarse de ellos en general, que no pueda afirmarse o negarse de toda la clase de cosas que representan. El no recordar esto ha llevado a una gran confusi�n del pensamiento y permite que falsedades, de otro modo transparentes, pasen por verdades obvias. Riqueza es un t�rmino general y debe recordarse que la idea de riqueza implica la idea de cambiabilidad. As�, la posesi�n de cierta suma de riqueza es, en potencia, la posesi�n de cualquiera o de todas las clases de riqueza, seg�n su equivalencia en el cambio. Y, por consiguiente, lo mismo sucede con el capital.

CAPITULO 3 SALARIOS Y CAPITAL

La causa que origina la pobreza en medio de la creciente riqueza es, evidentemente, la causa que se manifiesta en la tendencia, reconocida en todas partes, de los salarios hacia un m�nimo. Planteemos, pues, nuestra indagaci�n en esta forma condensada: �Por qu�, a pesar del aumento del poder productivo, los salarios tienden a un m�nimo que s�lo permite una m�sera existencia? La contestaci�n cl�sica ha sido que los salarios dependen de la relaci�n entre el n�mero de trabajadores y la suma de capital dedicada a dar empleo al trabajo; y como el aumento del n�mero de trabajadores tiende naturalmente a seguir y sobrepasar todo aumento de capital, los salarios tienden constantemente a la cantidad m�s baja con la cual aqu�llos pueden vivir. La afirmaci�n que tratar� de demostrar es: Que los salarios, en vez de proceder del capital, en realidad proceden del producto del trabajo por el cual son pagados.(Nota) (Nota) Hablamos del trabajo aplicado a la producci�n, al cual es preferible, para mayor sencillez, limitar la indagaci�n. Mejor ser�, pues, aplazar cualquier duda que se presente al lector respecto a los salarios por servicios. Como la teor�a de que el capital suministra los salarios tambi�n afirma que el capital los recupera de la producci�n, a primera vista todo ello parece un distingo y no una diferencia. Pero, que es mucho m�s que una distinci�n formulista, se ve claramente al considerar que de la diferencia entre ambas afirmaciones se deducen doctrinas que, tenidas por axiom�ticas, atan, dirigen y gobiernan las m�s capaces inteligencias, al discutir las cuestiones m�s importantes. Pues, sobre el supuesto de que los salarios salen del capital y no del producto del trabajo, se fundan, no s�lo la doctrina de que los salarios dependen de la proporci�n entre el capital y el trabajo; sino tambi�n la doctrina de que la actividad productora est� limitada por el capital, esto es, que se ha de acumular capital antes de emplear trabajo, y que no se puede emplear trabajo sino habi�ndose acumulado capital; la doctrina de que todo aumento de capital da o puede dar m�s ocupaci�n a la actividad productora; la doctrina de que la conversi�n del capital circulante en capital fijo disminuye el fondo aplicable a mantener el trabajo; la doctrina de que se puede emplear m�s obreros con salarios bajos que con salarios altos; la doctrina de que el capital aplicado a la agricultura mantendr�a m�s trabajadores que si se aplica a la industria; la doctrina de que los provechos son altos o bajos seg�n que los salarios sean bajos o altos o de que aqu�llos dependen del costo de la subsistencia de los trabajadores -- en suma, todas las ense�anzas que, m�s o menos directamente, se fundan en el supuesto de que el trabajo es mantenido y pagado a expensas del capital existente, antes de obtenerse el producto que constituye la �ltima finalidad. Si se demuestra que esto es un error y que, por el contrario, el sustento y pago del trabajo no merma, ni de momento, el capital, sino que sale directamente del producto del trabajo, toda esta vasta superestructura queda sin apoyo y ha de caer. Del mismo modo han de caer las teor�as populares que se fundan tambi�n en que, siendo fija la suma distribu�ble en salarios, la participaci�n individual en �stos ha de disminuir forzosamente al aumentar el n�mero de trabajadores. Principios Comunes a Todas las Sociedades La verdad fundamental, que en todo razonamiento de Econom�a se debe retener firmemente y nunca abandonar, es que la sociedad m�s desarrollada no es sino una ampliaci�n de la sociedad en sus rudos comienzos. Los principios que, en las relaciones humanas m�s sencillas son evidentes, est�n solamente encubiertos, pero no abolidos o tergiversados por las relaciones m�s intrincadas que resultan de la divisi�n del trabajo y del uso de instrumentos y m�todos m�s complejos. El molino de vapor con su complicada maquinaria dotada de los movimientos m�s diversos es sencillamente lo que en su d�a fue el tosco mortero de piedra excavada del antiguo lecho de un r�o: un instrumento para moler grano. Y todos los hombres empleados en aqu�l, ya sea que echen le�a al hogar, dirijan la m�quina, labren muelas, rotulen sacos, o lleven las cuentas, realmente est�n dedicando su trabajo al mismo prop�sito que el salvaje prehist�rico ten�a al utilizar su mortero: la preparaci�n del grano para sustento del hombre. Y as�, si reducimos a sus t�rminos m�s sencillos todas las complejas operaciones de la moderna producci�n, vemos que cada individuo que toma parte en esta red, infinitamente subdividida e intrincada, de la producci�n y el cambio, est� realmente haciendo lo que hac�a el hombre primitivo al trepar a los �rboles para tomar su fruta o al seguir la marea baja en busca de mariscos: ejercer sus facultades para obtener de la naturaleza la satisfacci�n de sus deseos. Si recordamos esto con firmeza, si consideramos toda la producci�n de la sociedad como la colaboraci�n de todos para satisfacer los deseos de cada uno, se ve claro que la recompensa que cada uno obtiene por su esfuerzo, en cuanto resulta de este esfuerzo, procede tan real y verdaderamente de la naturaleza como proced�a la recompensa del primer hombre. Por ejemplo: en el estado m�s sencillo que podemos concebir, cada hombre busca su propio cebo y atrapa su propio pescado. Pronto se ven claras las ventajas de la divisi�n del trabajo y uno busca cebo mientras otros pescan. Pero, evidentemente el que recoge cebo, en realidad hace tanto por la pesca como los que de hecho atrapan el pescado. De igual modo, cuando se ha descubierto cu�n ventajosas son las canoas y en vez de ir todos a pescar, uno se queda en tierra haci�ndolas y repar�ndolas, este constructor, en realidad, consagra su trabajo a la pesca tanto como los verdaderos pescadores, y el pescado con que �l cena al regresar aqu�llos es tan ciertamente el producto de su propio trabajo como el de ellos. Y as�, cuando la divisi�n del trabajo est� bien establecida y en vez de intentar cada uno satisfacer todas sus necesidades recurriendo directamente a la naturaleza, uno pesca, otro caza, un tercero coge bayas, un cuarto recoge fruta, un quinto hace herramientas, un sexto construye chozas y un s�ptimo confecciona vestidos, cada uno, en la medida en que cambia el producto directo de su propio trabajo por el producto directo del trabajo de los dem�s, est� realmente aplicando su propio trabajo a la producci�n de las cosas que usa. Est�, en efecto, satisfaciendo sus deseos particulares por el ejercicio de sus facultades particulares; es decir, lo que �l recibe, en realidad lo produce �l. Lo que el Salario Realmente Representa Siguiendo estos principios, bien claros en un estado social sencillo, a trav�s de las complejidades del estado que llamamos civilizado, veremos claramente que en todos los casos en que se cambia trabajo por mercanc�as, la producci�n es realmente anterior al disfrute. Veremos que los salarios son realmente las ganancias, esto es, las creaciones del trabajo, no los anticipos del capital, y que el trabajador que cobra su salario en dinero (acu�ado o impreso, quiz�s, antes de que su trabajo comenzase) realmente cobra, a cambio de su trabajo ha a�adido al acopio total de riqueza, una libranza contra este acopio, la cual puede �l utilizar en cualquier clase especial de riqueza que mejor satisfaga sus deseos. Ni el dinero, que no es sino la libranza, ni la clase especial de riqueza que �l pida por aqu�lla, representan anticipos del capital para su sustento; por el contrario, representa la riqueza o una porci�n de ella, que su trabajo ya ha a�adido al acopio total. Teniendo presentes estos principios, vemos que el delineante que en una oscura oficina de las riberas del T�mesis, dibuja los planos de una gran m�quina marina, est� en realidad consagrando su, trabajo a la producci�n de pan y carne tan ciertamente como si estuviera entrojando el trigo en California o esgrimiendo el lazo en las pampas del Plata. Est� haciendo tan de veras sus propios vestidos como si estuviese trasquilando ovejas en Australia o tejiendo pa�o en Paisley. El minero que en el coraz�n del alto Comstock excava mineral de plata, realmente est�, en virtud de miles de cambios, segando mieses abajo en los valles; pescando la ballena entre los hielos del �rtico; arrancando hojas de tabaco en Virginia; recolectando granos de caf� en Honduras; cortando ca�a de az�car en las islas Hawaii; cosechando algod�n en Georgia o teji�ndolo en Manchester o Lowell; o haciendo para sus hijos curiosos juguetes de madera en los montes Harz. Los salarios que cobra a fin de semana �qu� son sino el certificado ante todo el mundo, de haber hecho �l todas estas cosas; el primer cambio de una larga serie que transmuta su trabajo en las cosas por las cuales, en realidad, �l ha estado trabajando?

CAPITULO 4 ORIGEN DEL SALARIO

Cuando se afirma que los salarios se sacan del capital, es evidente que se ha perdido de vista el significado econ�mico del t�rmino salario, y se ha prestado atenci�n al sentido restringido y vulgar de la palabra. Porque en todos aquellos casos en que el trabajador trabaja por cuenta propia y toma directamente como recompensa el producto de su trabajo, est� bien claro que los salarios no salen del capital, sino que resultan directamente como producto del trabajo. Si, por ejemplo, dedico mi trabajo a buscar huevos de p�jaros o a recoger bayas silvestres, los huevos o bayas que as� obtengo son mi salario. Seguramente nadie sostendr� que en este caso el salario sale del capital. O si tomo un pedazo de cuero y hago con �l un par de zapatos, voy a�adiendo continuamente valor a medida que mi trabajo avanza, hasta que, al resultar de mi trabajo los zapatos terminados, tengo mi capital (el pedazo de cuero) m�s la diferencia de valor entre este material y los zapatos concluidos. Al obtener este valor adicional, mi salario, �c�mo y en qu� momento se quita algo del capital? Adam Smith reconoci� el hecho de que, en estos casos sencillos que he puesto por ejemplo, el salario es el producto del trabajo y, as�, comienza su cap�tulo sobre los salarios (La Riqueza de las Naciones, libro 1, capitulo 8): �El producto del trabajo constituye la natural recompensa o salario del trabajo. En aquel primitivo estado de cosas que precede a la apropiaci�n de la tierra, as� como a la acumulaci�n de mercanc�as, todo el producto del trabajo pertenece al trabajador. Este no tiene propietario ni amo que participen con �l.� Pero en vez de seguir la verdad, evidente en los modos sencillos de producci�n, como gu�a a trav�s de los embrollos de las formas m�s complicadas, Adam Smith la reconoce, s�lo de momento, para abandonarla enseguida; y afirmando que �en todas partes de Europa por cada obrero independiente hay veinte que sirven a un amo�, reemprende la indagaci�n desde un punto de vista que considera que el amo suministra el salario de sus obreros, sac�ndolo de su propio capital. Salarios en Especie Recojamos el hilo donde Adam Smith lo perdi�, y, avanzando paso a paso, veamos si la conexi�n de los hechos, evidente en las formas de producci�n m�s sencillas, contin�a a trav�s de las m�s complejas. Inmediato en sencillez a �aquel primitivo estado de cosas�, del cual a�n se pueden hallar muchos ejemplos, en que todo el producto del trabajo pertenece al trabajador, est� el arreglo por el cual �ste, aunque trabajando para otra persona o con el capital de otra persona, cobra su salario en especie, es decir, en cosas que su trabajo produce. En este caso, es tan claro como en el caso del trabajador por cuenta propia, que los salarios se sacan del producto del trabajo y de ninguna manera del capital. Si yo contrato un hombre para recoger huevos o bayas o hacer zapatos, pag�ndole con huevos, bayas o zapatos de los que su trabajo obtiene, no cabe duda de que la fuente de los saldos es el trabajo por el cual se pagan. Salarios por Participaci�n en el Producto El arriendo de tierras por participaci�n, que se practica en gran escala en los Estados del Sur de la Uni�n y en California, el sistema de aparcer�a de Europa, lo mismo que los muchos casos en que se paga a administradores, corredores, etc., con un tanto por ciento de los beneficios, �qu� son sino el empleo del trabajo por salarios que consisten en una parte del producto? Adelantando de lo sencillo a lo complejo, el paso siguiente consiste en que los salarios, aunque estimados en especie, se paguen con su equivalente en otra cosa. Por ejemplo, en los buques balleneros americanos no se acostumbra a pagar salarios fijos, sino una �puesta� o proporci�n del bot�n, la cual var�a desde una decimosexta a una duod�cima parte para el capit�n hasta una tricent�sima para el grumete. De este modo, cuando, despu�s de una pesca afortunada, llega a New Bedford o San Francisco un barco ballenero, trae en su bodega los salarios de su tripulaci�n, lo mismo que los beneficios de sus propietarios y un equivalente que compensar� por todas las provisiones gastadas durante el viaje. �No es evidente que estos salarios (el aceite y barbas de ballena que la tripulaci�n ha recogido) no han sido sacados del capital, sino que son realmente una parte del producto del trabajo? Tampoco este hecho se altera u oscurece en lo m�s m�nimo, cuando, por razones de conveniencia, en vez de distribuir entre la tripulaci�n su parte de aceite y barbas, se valora al precio del mercado la parte de cada hombre y se le paga en dinero. Este dinero no es sino el equivalente del salario real, que es el aceite y las barbas. En ese pago no hay en modo alguno un anticipo del capital. Salarios Pagados por el Patrono Sin producci�n no habr�a ni podr�a haber salarios. La producci�n es siempre la madre de los salarios. Sin producci�n no habr�a ni podr�a haber salarios. Es del producto del trabajo, no de los anticipos del capital, de donde vienen los salarios. Donde quiera que analicemos los hechos, se ver� que esto es verdad. Porque el trabajo siempre precede al salario. Esto es tan universalmente cierto para el salario que el trabajador cobra de un patrono, como para el salario directamente obtenido del trabajo por cuenta propia. En uno y otro caso, la recompensa est� condicionada por el esfuerzo. Pagados a veces por d�as, m�s habitualmente por semanas o meses, en ocasiones por a�os, y, en ciertas ramas de la producci�n, a destajo, el pago de salarios por un patrono a un empleado implica siempre la previa aportaci�n del trabajo por el empleado, en beneficio del patrono. Los pocos casos en que se anticipa el pago de servicios personales, se pueden atribuir evidentemente o bien a caridad o a garant�a y compra. Uso Ambiguo del T�rmino Capital El admitir la teor�a seg�n la cual los salarios salen del capital, viene en primer lugar, de afirmar que el trabajo no puede ejercer su poder productivo, si el capital no le proporciona el sustento. Esta afirmaci�n ignora y oculta la verdad de que el trabajo siempre precede al salario. Se ve en seguida que el trabajador ha de tener comida, ropa, etc., que le permitan ejecutar el trabajo; y el lector incauto, al cual han dicho que los alimentos, los vestidos, etc., que usan los trabajadores productivos, son capital, acepta la conclusi�n de que para aplicar el trabajo es necesario consumir capital. Es s�lo una obvia deducci�n de eso, el que la actividad productora queda limitada por el capital, que la demanda de trabajo depende de la oferta de capital y, por consiguiente, que los salarios dependen de la relaci�n entre el n�mero de trabajadores que se han de emplear y la suma del capital destinado a contratarlos. La falsedad de este razonamiento estriba en emplear el t�rmino capital en dos sentidos. En la proposici�n primaria, que para ejercer el trabajo productivo se necesita capital, se incluye en ese t�rmino capital todos los alimentos, vestidos, albergue, etc., mientras que en la deducci�n final sacada de aqu�lla, se emplea el t�rmino en su leg�timo significado de riqueza (en manos de los patronos como tales) consagrada, no a la inmediata satisfacci�n del deseo, sino a producir m�s riqueza. La conclusi�n no es m�s v�lida que lo ser�a el inferir, del hecho de que un obrero no puede ir al trabajo sin desayuno ni ropa, que no pueden ir al trabajo m�s obreros que los que sus patronos provean previamente de desayuno y vestidos. Lo cierto es que los trabajadores suministran sus propios desayunos y los vestidos con que van a su labor; y adem�s, que los patronos nunca se ven obligados a hacer anticipos al trabajo antes de comenzarla, aunque en casos excepcionales puedan hacerlos. El Trabajo Siempre Precede al Salario De todos los trabajadores parados del actual mundo civilizado, probablemente no hay ninguno que, deseando trabajar, no pudiese emplearse sin un anticipo de salario. Sin duda, gran parte de ellos ir�a de buena gana a trabajar en condiciones que no requiriesen el pago de salarios antes del fin del mes. Es dudoso que haya bastantes para llamarlos �clase�, que no fuesen a trabajar para cobrar sus salarios al final de la semana, como suelen hacer la mayor�a de los trabajadores; mientras que ciertamente no hay ninguno que no aguarde a cobrar su salario hasta el fin de la jornada o, si quer�is, hasta la hora de la pr�xima comida. El momento preciso del pago de salarios es secundario; el punto esencial, el punto en que insisto, es que tiene lugar despu�s de la realizaci�n del trabajo. El pago de salarios, por consiguiente, implica siempre la previa ejecuci�n del trabajo. Pues bien, la previa ejecuci�n del trabajo, �qu� implica siempre? Evidentemente, la producci�n de riqueza, la cual, si se ha de cambiar o usar en la producci�n, es capital. Por esto el pago de salarios presupone producci�n hecha por el trabajo por el cual se pagan. Y como el patrono generalmente obtiene un provecho, pagar el salario al trabajador es, por lo que concierne a aqu�l, devolver al trabajador una parte de la riqueza previamente producida por su trabajo. Respecto al trabajador, es recibir una parte de la riqueza previamente producida por su trabajo. Puesto que el valor pagado en salarios es, de este modo, cambiado por un valor creado por el trabajo, �c�mo puede decirse que el salario es adelantado por el capital? Puesto que, en el cambio de salario por trabajo, el patrono siempre obtiene el capital creado por el trabajo, antes de pagar el salario, �en qu� momento ha disminuido su capital, ni siquiera temporalmente? (Nota) (Nota) Hablo de trabajo que produce capital, para mayor claridad. Lo que el trabajo produce siempre es riqueza (que puede ser o no ser capital) o servicios, siendo casos de desgracia excepcionales casos en que nada se obtiene, Cuando el objeto del trabajo es simplemente la satisfacci�n del que le da empleo, como cuando me hago limpiar los zapatos, no pago el salario sac�ndolo del capital, sino de riqueza que he dedicado, no a empleos reproductivos, sino al consumo para satisfacci�n propia. Aun si los salarios as� pagados fuesen considerados procedentes del capital, por este acto pasan de la categor�a de capital a la de riqueza destinada a la satisfacci�n del poseedor, como cuando un vendedor de tabaco toma una docena de cigarros de sus existencias en venta y se los mete en el bolsillo pera su propio consumo. El Fabricante y su Capital Suponed, por ejemplo, un patrono dedicado a convertir materias primas en productos acabados, algod�n en tela, hierro en ferreter�a, cuero en zapatos o algo semejante y que, como es costumbre, paga a sus obreros una vez por semana. Haced un inventario exacto de su capital el lunes por la ma�ana, antes de empezar el trabajo; constar� de los edificios, maquinaria, materias primas, dinero disponible y productos acabados en almac�n. Suponed, para mayor sencillez, que el fabricante no compra ni vende nada durante la semana y que el s�bado, una vez parado el trabajo y pagada la mano de obra, se vuelve a tomar inventario del capital. Habr� menos dinero en efectivo, porque se ha gastado en pagar salarios; habr� menos materias primas, menos carb�n, etc. y del valor de los edificios y maquinaria habr� que descontar el del desgaste y deterioro habidos en la semana. Pero, si hace un negocio provechoso, como en promedio ha de ser, la cuenta de los productos listos ha de ser tanto mayor que compense todas aquellas disminuciones y d�, en la suma total, un aumento de capital. Evidentemente, el valor que pag� en salarios a sus obreros no ha sido sacado del capital propio ni de ning�n otro. Sali�, no del capital, sino del valor creado por el trabajo mismo. Fases del Proceso de la Producci�n Donde se paga el salario antes de obtener o acabar el objeto del trabajo (vgr. en la agricultura, en que la labranza y la siembra han de preceder varios meses a la recolecci�n de la cosecha, o en la construcci�n de edificios, buques, ferrocarriles, canales, etc.), est� claro que los due�os del capital as� pagado en salarios, no pueden esperar su inmediata recuperaci�n, sino que, como se dice, han de �desembolsarlo� durante alg�n tiempo, a veces muchos a�os. En tales casos, si no en otros, �se dir�, seguramente, que en efecto los salarios vienen del capital, son realmente anticipados por �ste, y deben disminuirlo cuando se pagan? �Que, seguramente, aqu� por lo menos, la actividad productora queda limitada por el capital, ya que sin capital estas obras no podr�an ser llevadas a cabo? Veamos: puesto que la aportaci�n de trabajo precede al pago de los salarios y la aportaci�n de trabajo implica la creaci�n de valor, el patrono obtiene valor antes de pagar valor. Porque la creaci�n de valor tiene lugar en todas las fases del proceso de la producci�n, como resultado inmediato de la aplicaci�n del trabajo y por consiguiente, por mucho que dure el proceso en que se ocupa, el trabajo que se ejerce aumenta siempre la riqueza antes de cobrar los salarios. El Ejemplo de la Construcci�n de Nav�os Supongamos un buque, un edificio. Son productos acabados. Pero no fueron producido por una sola operaci�n o por una sola clase de productores. Siendo as�, f�cilmente distinguimos diferentes etapas o fases en la creaci�n del valor que, como art�culos acabados, representan. Cuando no distinguimos diferentes partes en el proceso final de la producci�n, distinguimos el valor de los materiales. A menudo el valor de estos materiales se puede descomponer varias veces, mostrando otras tantas etapas, claramente definidas, en la creaci�n del valor final. En cada una de estas etapas estimamos habitualmente una creaci�n de valor, un aumento de capital. Puede tardarse un a�o y a�n a�os en construir un buque, pero la creaci�n del valor, cuya suma ser� el barco terminado, adelanta de d�a en d�a y de hora en hora, desde que se puso la quilla o a�n desde que se despej� el terreno. Al pagar salarios antes de terminarse el buque, el amo constructor no disminuye su capital ni el de toda la colectividad, pues el valor del buque parcialmente construido substituye el valor desembolsado en salarios. En este pago de salarios no hay anticipo de capital, como lo prueba el que, si en cualquier fase incompleta de la construcci�n se propusiera al constructor venderla, �ste esperar�a un provecho. El Ejemplo de la Agricultura Es evidente que en la agricultura el valor no se crea de repente al recolectar la cosecha, sino paso a paso durante todo el proceso, en el cual se incluye la recolecci�n. Entretanto, el capital del labrador no queda disminuido por el pago de salarios. Esto es evidente cuando, durante el proceso de la producci�n, se vende o arrienda la tierra; un campo labrado vale m�s que sin labrar, y un campo sembrado m�s que otro solamente arado. La creaci�n de valor es bien tangible cuando se venden cosechas en perspectiva, como se hace a veces, o cuando el labrador mismo no siega, sino que hace un contrato con el due�o de la m�quina segadora. Es tangible en el caso de huertas y vi�edos que, aunque todav�a no den fruto, tienen precios proporcionados a su edad. Es tangible trat�ndose de caballos, vacas y ovejas, que aumentan de valor a medida que se acercan a su edad madura. Y aunque no siempre es tangible entre los que se podr�an llamar los habituales momentos de cambio en la producci�n, este aumento de valor tiene lugar con igual seguridad a cada actuaci�n del trabajo. Por consiguiente, cuando se ejecuta trabajo antes de recibir salario, el anticipo de capital lo hace el trabajo; el pr�stamo lo hace el asalariado al patrono, no al contrario. Consumo Presente y Producci�n Pasada Pero todav�a puede quedar o surgir una duda en el �nimo del lector. As� como el labrador no puede comer surcos o una m�quina de vapor a medio construir no ayuda en modo alguno a producir la ropa que el maquinista lleva, �no habr� �olvidado -- seg�n la frase de John Stuart Mill -- la gente de un pa�s se mantiene y subviene a sus necesidades con el producto, no de su producci�n actual, sino de la pasada�? O, como pregunta Mrs. Fawcett (Econom�a pol�tica para principiantes, cap�tulo 3), �no habr� �olvidado que han de transcurrir muchos meses entre la siembra de la semilla y el momento en que el producto de esta semilla se convierte en un pan� y que, �por lo tanto, es evidente que los trabajadores no pueden vivir de lo que su trabajo ayuda a producir, sino que se mantienen de la riqueza que su trabajo o el ajeno ha producido antes, la cual riqueza es capital�? Analiz�ndolas, se ve que estas afirmaciones son, no evidentes, sino absurdas. Implican la idea de que no se puede ejercer el trabajo, hasta haber ahorrado los productos del trabajo, poniendo as� el producto antes que el productor. Y, examin�ndolas, se ver� que su apariencia plausible nace de una confusi�n de ideas. Me parece que, analizando la afirmaci�n de que el trabajo actual se ha de sustentar del producto del trabajo pasado, se ver� que s�lo es verdad en el sentido de que el trabajo de la tarde se ha de hacer con ayuda de la comida del mediod�a o de que se ha de cazar y guisar la liebre antes de comerla. Y est� claro que no es �se el sentido en que aquella afirmaci�n se emplea para apoyar el importante razonamiento que en ella se funde. Este sentido es que antes de poder llevar a cabo una obra que no produce inmediatamente riqueza �til como subsistencia, ha de haber un acopio de �sta, capaz de mantener a los trabajadores durante su realizaci�n. Veamos si esto es verdad: Supongamos que un centenar de hombres, sin ning�n acopio de provisiones, desembarcan en un pa�s nuevo, �necesitar�n acumular provisiones para toda una temporada, antes de emprender el cultivo del suelo? De ninguna manera. Solamente ser� necesario que la pesca, caza, fruta, etc. abunden tanto que el trabajo de algunos alcance a proveer cada d�a bastante de aqu�llas para sustento de todos y que haya un sentimiento de mutuo inter�s o una correlaci�n de deseos que impulse a los que ahora obtienen el alimento a compartirlo (cambio) con aquellos cuyo esfuerzo se encamina a obtener una recompensa futura. C�mo se Mantiene la Sociedad Lo que es verdad en este caso, lo es en todos. Para producir cosas que no sirven de sustento o no puedan ser utilizadas en seguida, no es necesario que previamente se haya producido la riqueza requerida para mantener a los trabajadores mientras la producci�n prosigue. Basta que en alg�n lugar, dentro del c�rculo del cambio, haya al mismo tiempo una suficiente producci�n de subsistencias para los trabajadores y el deseo de cambiar estas subsistencias por las cosas a que el trabajo se dedica. De hecho, �no es verdad que, en condiciones normales, el consumo es mantenido por la producci�n contempor�nea? He aqu� un rico ocioso que no hace trabajo productivo ni con el cerebro ni con las manos, sino que, decimos, vive de la riqueza que su padre le leg�, solidamente invertida en valores del Estado. Su sustento, �viene realmente de la riqueza acumulada en el pasado, o del trabajo productivo efectuado a su alrededor? En su mesa hay huevos acabados de poner, mantequilla batida pocos d�as antes, leche reci�n orde�ada, pescado que la v�spera nadaba en el mar, carne que el chico del carnicero ha tra�do justo a tiempo para cocerla, y legumbres tiernas y frutas de la huerta - en resumen, apenas cosa alguna que no acabe de dejar las manos del trabajador productivo (pues en esta categor�a se han de incluir los transportistas y distribuidores lo mismo que los que se ocupan en las primeras fases de la producci�n) y nada que haya sido producido en tiempos lejanos, a no ser, quiz�s, algunas botellas de vino a�ejo-. Lo que este hombre hered� de su padre y de lo cual decimos que �l vive, no es, en realidad, riqueza alguna, sino solamente el poder de disponer de riqueza a medida que otros la producen. Es de esta producci�n contempor�nea, de donde saca su subsistencia. Sin duda, hay m�s riqueza en Londres que en cualquier otra extensi�n igual. No obstante, si en Londres el trabajo productivo cesase por completo, al cabo de pocas horas la gente empezar�a a morir y en pocas semanas o a lo sumo a los pocos meses apenas quedar�a alguien con vida. Pues una suspensi�n total del trabajo productivo ser�a un espantoso desastre cual nunca afligi� una ciudad sitiada. Ser�a, no s�lo una muralla de cerco, como la que Tito erigi� en torno a Jerusal�n, que impedir�a el continuo ingreso de las provisiones que sustentan una gran ciudad, sino la erecci�n de un muro parecido en torno a cada hogar. Imaginad semejante paro del trabajo en cualquier pa�s y ver�is cu�n cierto es que la humanidad vive de la mano a la boca; que es el trabajo diario de la sociedad lo que la abastece con el pan cotidiano. Siguiendo los rodeos del cambio, por los que el trabajo de construir una gran m�quina de vapor procura al mec�nico pan, carne, ropa, y albergue, hallaremos que, aunque entre el productor de la m�quina y los productores de pan, carne, etc. pueda haber un millar de cambios intermedios, la transacci�n, reducida a sus t�rminos m�s sencillos, realmente equivale a un cambio de trabajo entre el uno y los otros. Evidentemente, la causa que induce a emplear trabajo en hacer la m�quina es que existe la demanda de una m�quina por parte de los productores de pan, carne, etc. o por parte de quienes producen cosas deseadas por estos productores. Es esta demanda, que dirige el trabajo del mec�nico hacia la producci�n de la m�quina y por lo tanto, a su vez, la demanda de pan, carne, etc. por parte del mec�nico, la que realmente dirige una suma equivalente de trabajo hacia la producci�n de estas cosas, y de esta manera el resultado de su trabajo efectivamente ejercido en producir la m�quina, es la producci�n de las cosas en que gasta sus salarios. O sea, formulando este principio: La demanda para el consumo determina la direcci�n en la cual el trabajo se emplear� en la producci�n. Ese principio es tan sencillo y evidente que no necesita m�s aclaraci�n; y, sin embargo, a la luz del mismo desaparecen todas las complicaciones de nuestro asunto, y as�, en medio de la mara�a de la producci�n moderna, nos formamos, acerca de los verdaderos objetos y recompensas del trabajo, el mismo concepto formado al observar las formas sencillas de la producci�n y cambio, propias de los primeros comienzos de la sociedad. Vemos que hoy, como entonces, cada trabajador procura obtener con su esfuerzo la satisfacci�n de sus propios deseos; vemos que, aunque la minuciosa divisi�n del trabajo asigna a cada productor solamente la producci�n de una peque�a parte o quiz� ninguna, de las cosas especiales por cuyo logro �l trabaja, no obstante, al ayudar a la producci�n de lo que otros productores desean, �l est� dirigiendo otro trabajo a la producci�n de las cosas que �l desea; de hecho, �l mismo est� produci�ndolos. Y as�, el hombre que sigue al arado, aunque la cosecha para la cual labra se ha de sembrar todav�a y una vez sembrada tardara meses en madurar, no obstante, con el ejercicio de su trabajo en la labranza, est� produciendo, en definitiva, los manjares que come y el salario que cobra. Pues la labranza, aunque no es m�s que una parte de la operaci�n de producir una cosecha, es una parte, y tan necesaria como la recolecci�n. La labranza es un paso hacia la obtenci�n de la futura cosecha, y al asegurar �sta, saca, de la provisi�n constantemente mantenida, la subsistencia y el salario del labrador. Esto es verdad, no solamente en teor�a, sino tambi�n en la pr�ctica y literalmente. En el tiempo oportuno para arar, suspended la labranza. �No se manifestar�n inmediatamente los s�ntomas de escasez, sin aguardar el momento de la siega? Detened la labranza y �no se sentir� en seguida el efecto en el despacho del negociante, en el almac�n de maquinaria y en la f�brica? �No quedar�n pronto tan parados el telar y el uso como el arado? Que ha de ser as�, lo vemos en las consecuencias inmediatas de un per�odo de tiempo malo. Y siendo as�, el hombre que ara, �no est� realmente produciendo su propio sustento y salario, como si, durante el d�a o la semana, su trabajo produjese realmente las cosas por las que se cambia este trabajo?

CAPITULO 5 FUNCIONES DEL CAPITAL

El capital aumenta el poder productivo del trabajo:

1) Al permitir que el trabajo se aplique de un modo m�s eficaz; vgr. arrancando almejas con una azadilla, en vez de hacerlo con la mano, o propulsando un buque con el carb�n traspalado al hogar, en vez de bogar con remos.

2) Al permitir que el trabajo se aproveche de las fuerzas reproductivas de la naturaleza; vgr. al obtener grano sembr�ndolo o animales cri�ndolos.

3) Al permitir la divisi�n del trabajo y de este modo, por una parte aumentar la eficacia del factor humano, con la utilizaci�n de aptitudes especiales, la adquisici�n de habilidad y la reducci�n de gastos; y por otra parte, llevar al m�ximo el poder del factor natural, al sacar partido de las diferencias de suelo, clima y situaci�n, para obtener cada clase especial de riqueza, donde la naturaleza es m�s favorable a su producci�n. El capital no limita la actividad productora, cuyo �nico limite es el acceso a los materiales naturales. Pero el capital puede limitar la forma y productividad de aqu�lla, al limitar el uso de los instrumentos y la divisi�n del trabajo. Que el capital puede limitar la forma de la actividad productora es evidente. Sin la f�brica no habr�a obreros fabriles; sin la m�quina de coser no habr�a costura a m�quina; ni, sin arado, arador; y sin un gran capital destinado al cambio, la actividad productora no tomar�a las m�ltiples formas especiales propias del cambio. Tambi�n est� claro que la falta de instrumentos ha de limitar mucho la productividad del trabajo. Si el labrador ha de emplear la pala, por no tener un arado, la hoz en vez de la. m�quina segadora, el mayal en vez de la trilladora; si el mec�nico se ha de limitar al cortafr�os para cortar hierro, el tejedor al telar a mano y as� los dem�s, la productividad del trabajo no puede ser una d�cima parte de lo que es cuando es auxiliado por el capital en forma de los mejores instrumentos modernos. La divisi�n del trabajo no pasar�a m�s all� de los m�s rudimentarios y casi imperceptibles comienzos; ni los cambios que hacen posible la divisi�n del trabajo, alcanzar�an m�s all� de los vecinos m�s pr�ximos, si no se mantuviese constantemente en dep�sito o circulaci�n una porci�n de las cosas producidas. Para que el habitante de una colectividad civilizada pueda cambiar a su gusto su propio trabajo con el de sus vecinos o con el de los hombres de los m�s remotos pa�ses del globo, han de haber dep�sitos de mercanc�as en almacenes, tiendas, bodegas de los barcos y vagones de ferrocarril. Para que los ciudadanos de una gran urbe puedan tomar un vaso de agua cuando quieran, ha de haber miles de millones de litros almacenados en los dep�sitos y circulando por kil�metros de tuber�as Podemos naturalmente, imaginar una colectividad en la que la falta de capital sea lo �nico que impide un aumento de la productividad del trabajo; pero s�lo imaginando un conjunto de condiciones que nunca o raras veces ocurre, a no ser por accidente o de un modo pasajero. Una poblaci�n cuyo capital ha sido aniquilado por una guerra, un incendio o una convulsi�n de la naturaleza y quiz�s una poblaci�n, compuesta de gente civilizada reci�n establecida en un pa�s nuevo, parecen proporcionar los �nicos ejemplos. Sin embargo, hace mucho tiempo que se sabe cu�n aprisa acostumbra a reproducirse, en una poblaci�n asolada por la guerra, el capital que habitualmente se usa en aqu�lla, mientras que en el caso de una nueva colectividad, se observa tambi�n la r�pida producci�n del capital que puede usar o est� dispuesta a usar. Ser�a un error atribuir solamente a la falta de capital las formas sencillas de producci�n y cambio a que se recurre en las sociedades nuevas. Estos m�todos, que requieren poco capital, son en s� mismos rudimentarios y poco productivos, pero teniendo en cuenta las circunstancias de estas poblaciones, se advierte que son los m�s eficaces. Una gran f�brica con los �ltimos adelantos es el instrumento m�s eficaz ideado hasta hoy para convertir lana o algod�n en tela, pero s�lo es as� donde se han de hacer grandes cantidades. La tela que se necesita solamente para una peque�a aldea, puede hacerse con mucho menos trabajo mediante la rueca y el telar de mano. Para transportar de vez en cuando dos o tres pasajeros, un bote es mejor instrumento que un buque de vapor; unos pocos sacos de harina se pueden transportar con menos trabajo a lomos de un mulo que con un ferrocarril; poner un gran almac�n de mercanc�as en una encrucijada de la selva no ser�a sino despilfarrar capital. Hablando en general, no se emplear� una cantidad de capital mayor que la requerida por el mecanismo de producci�n y cambio que, en las condiciones existentes tales como inteligencia, costumbres, seguridad y densidad de poblaci�n, convenga mejor a los pueblos. Salario y Capital. Conclusiones Generales En esta indagaci�n, nuestro prop�sito es resolver el problema al cual se han dado tantas respuestas incongruentes. Al averiguar lo que el capital realmente es y hace, hemos dado el paso primero y m�s importante. Hemos visto que el capital no anticipa los salarios ni sustenta a los trabajadores, sino que su funci�n es ayudar al trabajo en la producci�n, herramientas, semillas, etc. y con la riqueza necesaria para efectuar cambios. Nos vemos irresistiblemente llevados a conclusiones pr�cticas tan importantes que justifican de sobra la molestia de asegurarse de ellas. Pues si los salarios se sacan, no del capital, sino del producto del trabajo, se deben desechar todos los remedios propuestos, sea por profesores de Econom�a Pol�tica, sea por trabajadores, que miran de aliviar la pobreza, ya aumentando el capital, ya restringiendo el n�mero de trabajadores o el resultado de su trabajo. Si cada trabajador, al efectuar su trabajo, realmente crea el fondo del cual su salario procede, el aumento de trabajadores no puede disminuir los salarios. Al contrario, puesto que la eficacia del trabajo crece visiblemente al aumentar el n�mero de trabajadores, cuantos m�s trabajadores haya, tanto mayores ser�n, en igualdad de circunstancias, los salarios. Pero esta condici�n, �en igualdad de circunstancias�, nos lleva a una pregunta que hemos de considerar y contestar antes de seguir adelante. Esta pregunta es: las capacidades productivas de la naturaleza, �tienden a disminuir con las crecientes extracciones que en ellas se hace al aumentar la poblaci�n?

CAPITULO 6 POBLACI�N Y SUBSISTENCIAS

(Nota) Thomas Robert Malthus, M. A. (1766): �Ensayo sobre el principio de la poblaci�n, o examen de sus efectos pasados y presentes sobre la felicidad humana con una investigaci�n de nuestras perspectivas respecto a la futura supresi�n o alivio de los males que ocasiona.� (1796). La doctrina a la cual Malthus (Nota) dio su nombre afirma que la poblaci�n tiende naturalmente a aumentar m�s aprisa que las subsistencias. El la formul� afirmando que, seg�n el crecimiento de las colonias en Norteam�rica demostraba, la natural tendencia de la poblaci�n es de duplicarse cada veinticinco a�os por lo menos, aumentando as� en progresi�n geom�trica, mientras que �el sustento humano que la tierra da... en las circunstancias m�s favorables a la labor humana productora, no se podr�a aumentar m�s aprisa que en progresi�n aritm�tica�, esto es, �aument�ndola cada veinticinco a�os en una cantidad igual a la que ella (la tierra) produce actualmente�. �Los efectos obligados de estos diferentes tipos de aumento, al combinarse -- prosigue diciendo ingenuamente Malthus --, ser�n muy sorprendentes�. Y en el cap�tulo 1 los combina as�: �Cifremos en once millones la poblaci�n de esta isla; y supongamos que la actual producci�n satisface el adecuado sustento de este n�mero. Dentro de los primeros veinticinco a�os, la poblaci�n ser�a de veintid�s millones y habi�ndose tambi�n duplicado los alimentos, los medios de subsistencia corresponder�n a aquel aumento. Pasados otros veinticinco a�os, la poblaci�n ser�a de cuarenta y cuatro millones y los medios de subsistencia s�lo llegar�an al sustento de treinta y tres millones. En el per�odo siguiente la poblaci�n alcanzar�a ochenta y ocho millones y los medios de subsistencia podr�an sustentar s�lo la mitad de esta cifra. Y al final del primer siglo, la poblaci�n ser�a de ciento setenta y seis millones y las subsistencias las de cincuenta y cinco; dejando una poblaci�n de ciento veinti�n millones completamente desprovista. Tomando, en vez de esta isla, toda la tierra, la emigraci�n quedar�a, naturalmente, excluida; y suponiendo que la actual poblaci�n es de mil millones, la especie humana aumentar�a seg�n la serie 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256....: y la subsistencia seg�n la serie 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9... En dos siglos, la poblaci�n ser�a, respecto a los medios de subsistencia, como 256 es a 9; en tres siglos, como 4096 es a 13 y en dos mil a�os la desproporci�n ser�a casi incalculable.� El prop�sito de Malthus fue justificar la desigualdad existente, haciendo responsables de ella a las leyes del Creador en vez de a las instituciones humanas. Naturalmente, el hecho material de que no puede existir m�s gente que la que puede hallar sustento impide este resultado, y por esto, la conclusi�n de Malthus es que esta tendencia de la poblaci�n a crecer indefinidamente se ha de refrenar o bien por la restricci�n moral del poder reproductivo o bien por las diversas causas que aumentan la mortalidad y que �l resume en el vicio y la miseria. A las causas que impiden la procreaci�n las llama freno preventivo; a las que aumentan la mortalidad, freno positivo. No vale la pena de insistir en la falsedad que implica el afirmar los aumentos en progresi�n geom�trica y aritm�tica. Pues esta afirmaci�n no es necesaria para la doctrina malthusiana, cuya esencia consiste en que la poblaci�n tiende a aumentar m�s aprisa que la capacidad de abastecimiento alimenticio. As�, pues, la doctrina puede presentarse en su forma m�s fuerte y menos discutible, a saber: que, tendiendo la poblaci�n a aumentar constantemente, si no se restringe, ha de ejercer al fin una presi�n contra el l�mite de las subsistencias, no como contra una barrera fija, sino como contra una barrera el�stica y que esto hace progresivamente cada d�a m�s dif�cil la adquisici�n del sustento. As�, pues, donde quiera que la reproducci�n ha tenido tiempo de asegurar su poder y no la frena la prudencia, ha de haber el grado de penuria que mantenga la poblaci�n dentro de los l�mites de las subsistencias. Inferencias de los Hechos Respaldada, al parecer, por una indiscutible verdad aritm�tica (que una, poblaci�n que aumenta sin parar, alg�n d�a ha de sobrepasar la capacidad mundial de suministrar comida o incluso espacio ocupable), la teor�a malthusiana es apoyada por analog�as en los reinos animal y vegetal, en los cuales se despilfarra vida en el choque contra las barreras que refrenan sus diversas especies. Aparentemente, la comprueban muchos hechos evidentes, tales como la miseria, el vicio y el infortunio que prevalecen en medio de las poblaciones densas, el efecto general del progreso material, que aumenta la poblaci�n sin aliviar el pauperismo, el r�pido crecimiento demogr�fico en los pa�ses reci�n colonizados y el evidente retardo de dicho crecimiento en los densamente poblados, debido a la mortalidad en las clases condenadas a la escasez. La teor�a malthusiana aporta un principio general que tiene en cuenta aquellos hechos y otros semejantes y los explica de acuerdo con la doctrina de que los salarios proceden del capital y con todos los principios que de �sta se derivan. Seg�n esta teor�a, los salarios bajan cuando el aumento del n�mero de trabajadores exige una mayor repartici�n del capital. Seg�n la teor�a malthusiana, la pobreza aparece cuando el aumento de la poblaci�n exige una mayor repartici�n de las subsistencias. Basta identificar el capital con las subsistencias y el n�mero de trabajadores con la poblaci�n, para hacer ambas teor�as tan id�nticas en la forma como lo son en el fondo. Ricardo aport� a esta teor�a un apoyo adicional al llamar la atenci�n sobre el hecho de que la renta de la tierra aumentar�a a medida que las necesidades de una poblaci�n creciente obligasen a cultivar tierras cada vez menos productivas o puntos cada vez menos productivos de las mismas tierras, explicando as� el aumento de la renta. De esta manera se vino a formar como una triple uni�n por la cual la teor�a malthusiana se afianza por ambos lados. En este conjunto, la previa doctrina del salario y la ulterior doctrina de la renta aparecen como ejemplos especiales de la acci�n del principio que lleva el nombre de Malthus, puesto que la baja de los salarios y la subida de la renta, resultantes del aumento de poblaci�n, no son sino muestras de la presi�n de la poblaci�n sobre las subsistencias. Como la teor�a de los salarios en que se apoya y que a su vez apoya, la teor�a malthusiana armoniza con ideas que, por lo menos en los pa�ses viejos, suelen prevalecer entre la clase obrera. Para el artesano o el operario, la causa de los salarios bajos y de la falta de empleo es, sin duda, la competencia debida a la presi�n del n�mero; y, en las angostas moradas de la pobreza, �qu� parece m�s claro que el haber demasiada gente? La Teor�a Malthusiana Exculpa al Rico Pero la gran causa del triunfo de esta teor�a es que, en vez de amenazar derechos adquiridos u oponerse a intereses poderosos, es altamente tranquilizadora y confortante para las clases que, ejerciendo el poder de la riqueza, dominan extensamente las ideas. En una �poca en que los puntales del pasado se derrumbaban, vino en socorro de los privilegios particulares por los cuales unos pocos monopolizan tan gran parte de los bienes de este mundo; proclamaba una causa natural de la escasez y los sufrimientos que, si se atribuyen a instituciones pol�ticas, deben desaprobar todo gobierno bajo el cual existen. El �Ensayo sobre la poblaci�n� fue abiertamente una r�plica a la Investigaci�n sobre la justicia pol�tica, de William Godwin, obra que afirmaba el principio de la igualdad humana; y el prop�sito de Malthus fue justificar la desigualdad existente, haciendo responsables de ella las leyes del Creador en vez de las instituciones humanas. Nada nuevo hubo en esto, ya que, unos cuarenta a�os antes, Wallace hab�a alegado el peligro de una excesiva procreaci�n, como respuesta a las exigencias de la justicia en favor de una distribuci�n equitativa de la riqueza. Pero las circunstancias de la �poca eran a prop�sito para hacer la misma idea, al aducirla Malthus, singularmente agradable a una clase poderosa que frente a todo examen de la situaci�n reinante, sent�a el gran temor provocado por el estallido de la Revoluci�n Francesa. Alega que la Pobreza es Inevitable Ahora, igual que entonces, la teor�a malthusiana esquiva la petici�n de reformas y frente a dudas o escr�pulos, ampara el ego�smo al interponer la idea de una fatalidad inevitable. Pues, seg�n esta teor�a, la pobreza, la escasez y el hambre no son imputables a la codicia personal o a desarreglos sociales; son los inevitables resultados de leyes universales, y luchar contra �stas ser�a, si no imp�o, tan in�til como luchar contra la ley de la gravedad. Y de este modo las reformas que afectar�an a los intereses de cualquier clase poderosa se desalientan por in�tiles. Puesto que la ley moral proh�be anticipar los m�todos por los cuales la ley natural se libra del exceso de poblaci�n y reprime as� una tendencia capaz de atestar de hombres el mundo, como sardinas en barril, nada puede realmente hacer el esfuerzo individual o colectivo para extirpar la pobreza, salvo confiar en la eficacia de la educaci�n y exhortar a la prudencia. En una u otra forma, la teor�a malthusiana ha hallado entre los intelectuales un apoyo casi universal y en la mejor literatura, as� como en la m�s corriente, se la ve asomar en todas direcciones. La apoyan economistas y estadistas, historiadores y naturalistas, congresos de sociolog�a y sindicatos obreros, eclesi�sticos y materialistas, conservadores de la m�s severa doctrina y los radicales m�s radicales. La aceptan y hasta la defienden habitualmente muchos que nunca oyeron hablar de Malthus y que no tienen la menor idea de lo que es su teor�a. Hechos Contrarios a la Teor�a de Malthus La mayor parte del Ensayo sobre la poblaci�n se ocupa en lo que en realidad es una refutaci�n de la teor�a expuesta en el libro, porque al revisar Malthus lo que llama freno positivo de la poblaci�n, demuestra simplemente que los resultados que atribuye a la superpoblaci�n, derivan en realidad de otras causas. De todos los casos citados en que el vicio y la miseria frenan el aumento, limitando los matrimonios o acortando la vida humana (y casi todo el globo se omiti� en el examen), no hay ni un solo caso en que el vicio y la miseria se puedan explicar por un efectivo aumento del n�mero de bocas respecto al poder de las correspondientes manos para alimentarlas; pero en todos los casos el vicio y la miseria se muestran procedentes, ya de la ignorancia y capacidad antisociales, ya del mal gobierno, leyes injustas o guerras destructoras. Ni lo que Malthus dej� de mostrar, lo ha mostrado nadie despu�s. Se puede inspeccionar el mundo y revisar la historia en vano, buscando alg�n ejemplo de un pa�s importante en el cual la pobreza y la necesidad puedan ser atribuidas con justicia a la presi�n de una poblaci�n creciente. Cualesquiera que sean los posibles peligros del poder procreador, todav�a no han aparecido en ninguna parte. Cualquiera que sea alg�n d�a, a�n no ha sido nunca �ste el mal que ha afligido a la humanidad. �La poblaci�n tendiendo a sobrepasar el limite de la subsistencia! �C�mo es, pues, que nuestro globo, despu�s de tantos millones de a�os de haber hombres en �l, est� a�n tan poco poblado? �C�mo es, pues, que tantas de las colmenas de la vida humana est�n hoy desiertas, que la maleza cubre campos anta�o cultivados y las fieras lamen sus cachorros donde un d�a hubo concurridos albergues humanos? En cuanto al �frica, no hay duda. El �frica del Norte apenas contiene una parte de la poblaci�n que ten�a en la antig�edad; el valle del Nilo tuvo un d�a una poblaci�n enormemente mayor que la actual, mientras que al sur del Sahara nada prueba un aumento en tiempos hist�ricos y el tr�fico de esclavos ciertamente ha causado una extensa despoblaci�n. El malthusianismo predica una ley universal: que la tendencia de la poblaci�n es sobrepasar las subsistencias. Donde quiera que la poblaci�n ha alcanzado cierta densidad, esta ley, si existiese, deber�a resultar tan evidente como cualquier otra de las grandes leyes naturales que en todas partes han sido reconocidas. �C�mo es, pues, que ni en las creencias y c�digos cl�sicos, ni en los de los hebreos, los egipcios, los hind�es, los chinos, ni de ninguno de los pueblos que han vivido en densa asociaci�n y han elaborado credos y c�digos, encontramos ning�n precepto para la pr�ctica de las prudentes restricciones de Malthus? Por el contrario, la sabidur�a de los siglos, las religiones del mundo, siempre han inculcado deberes c�vicos y religiosos que son todo lo contrario. Pero prosigamos hacia un estudio m�s detallado. Afirmo que los casos com�nmente citados como ejemplos de superpoblaci�n no resisten un examen. La Pobreza en la India En la India, desde tiempo inmemorial, las exacciones y opresiones han llevado las clases trabajadoras a una situaci�n de impotente y desesperada degradaci�n. Por siglos y siglos, el cultivador del suelo se ha considerado feliz si la extorsi�n por la fuerza le ha dejado de su producto lo suficiente para sostener la vida y proveerse de semilla. El capital no pod�a acumularse con seguridad en ninguna parte ni usarse en cantidad de alguna importancia para ayudar a la producci�n. Toda la riqueza que se pod�a exprimir del pueblo estaba en poder de pr�ncipes (o de sus administradores favoritos), Poco mejores que capitanes de bandidos aposentados en el pa�s, y era derrochado en un lujo in�til o peor que in�til, mientras la religi�n, sumergida en una superstici�n complicada y terrible, tiranizaba la inteligencia como la fuerza f�sica los cuerpos de los hombres. En estas condiciones, las �nicas artes que pod�an progresar eran las que serv�an a la ostentaci�n y el lujo de los grandes. Los elefantes del raj� resplandec�an de oro primorosamente labrado y los parasoles blancos que simbolizaban su regio poder brillaban de piedras preciosas; pero el arado para el centeno no era m�s que un palo aguzado. Las damas del harem del raj� se envolv�an en muselinas tan finas que ten�an por nombre �viento tejido�, pero las herramientas del artesano eran de lo m�s pobre y rudo y el comercio casi no pod�a hacerse sino clandestinamente. Hambres Debidas a Corrupci�n Gubernamental El Rdo. William Tennant, capell�n al servicio de la Compa��a de las Indias Orientales, escribiendo en 1796, dos a�os antes de la publicaci�n del Ensayo sobre la poblaci�n, dice en su Indian Recreations, tomo 1, secci�n treinta y nueve: �Al pensar en la gran fertilidad del Hindust�n, pasma considerar la frecuencia del hambre. Evidentemente no es debida a la esterilidad del suelo ni al clima; el origen del mal ha de buscarse en alguna causa pol�tica y no hace falta gran penetraci�n para descubrirla en la avaricia y la extorsi�n de los diversos gobiernos. El gran acicate de la producci�n, la seguridad, no existe. Por esto nadie cultiva m�s grano que el estrictamente preciso para s�, y la primera temporada desfavorable origina el hambre. �El gobierno del Mogol en ning�n per�odo ha ofrecido completa seguridad al pr�ncipe, menos a�n a sus vasallos; y ni la m�s exigua protecci�n a los campesinos. Era un tejido continuo de violencias e insurrecci�n, perfidia y castigos, en el cual ni el comercio ni las artes pod�an prosperar, ni la agricultura tomar una apariencia en m�todo. Su ca�da dio lugar a una situaci�n a�n m�s aflictiva, ya que la anarqu�a es peor que el desgobierno. Las naciones europeas no tuvieron el m�rito de derribar el gobierno mahometano, aun siendo �ste tan vil. Cay� bajo el peso de su propia corrupci�n y ya lo hab�an sustituido las m�ltiples tiran�as de jefezuelos, cuyo derecho a gobernar consist�a en su traici�n al Estado y cuyas exacciones sobre los aldeanos eran tan ilimitadas como su avaricia. Las rentas del gobierno eran y, donde los nativos gobiernan, son todav�a recaudadas dos veces al a�o por bandidos despiadados, bajo la apariencia de un ej�rcito que destruye sin freno o se lleva cualquier parte del producto que satisfaga su capricho o sacie su codicia, despu�s de haber perseguido a los desdichados campesinos desde las aldeas hasta los bosques. Todo intento de los labradores para defender sus personas o su propiedad dentro de los muros de tapia le sus aldeas s�lo atrae la m�s se�alada venganza sobre estos �tiles, pero desventurados mortales. Se les cerca y ataca con mosqueter�a y ca�ones de campa�a, hasta que la resistencia cesa, venden a los supervivientes y queman y arrasan sus casas. Por esto a menudo encontr�is a los aldeanos, si el miedo les deja volver, recogiendo los esparcidos restos de lo que ayer era su vivienda; pero m�s a menudo se ven humear las ruinas, despu�s de una segunda visita de esta clase, sin la presencia de un ser humano que turbe el espantoso silencio de la desolaci�n. Esta descripci�n no solamente se refiere a los jefes mahometanos; es igualmente aplicable a los rajaes en los distritos gobernados por hind�es.� Primer R�gimen Ingl�s en la India A esta cruel rapi�a que engendrar�a miseria y hambre aunque la poblaci�n fuese tan s�lo de un habitante por milla cuadrada y el pa�s un Para�so Terrenal, sucedi�, en la primera �poca del gobierno ingl�s, una rapi�a igualmente cruel, protegida por un poder mucho m�s irresistible. En su ensayo sobre Lord Clive, dice Macaulay: �Enormes fortunas se acumularon r�pidamente en Calcuta, mientras treinta millones de seres humanos eran reducidos a la extrema miseria. Estaban acostumbrados a vivir bajo la tiran�a, pero nunca bajo una tiran�a como �sta. Encontraron el dedo me�ique de la Compa��a m�s pesado que las ijadas de Surajah Dowlah ... Parec�a el gobierno de mal�ficos genios m�s que el de hombres tir�nicos ... A veces se somet�an con paciente sufrimiento. A veces hu�an del hombre blanco, como sus padres sol�an huir del mahratta; y a menudo el palanqu�n del viajero ingl�s atravesaba silenciosas aldeas y lugares, que, a la noticia de su proximidad, quedaban despoblados.� Sobre los horrores que, de esta manera, Macaulay solamente esboza, la brillante elocuencia de Burke arroja una luz m�s viva: distritos enteros entregados a la avidez desenfrenada de lo peor de la humanidad; m�seros labriegos perversamente torturados para arrancarles sus exiguos ahorros, y regiones otrora populosas convertidas en desiertos. Persistencia del Hambre Pero habi�ndose puesto coto al desenfrenado libertinaje del primitivo r�gimen ingl�s, la mano fuerte de Inglaterra dio a toda aquella vasta poblaci�n una paz m�s que romana. Se aplicaron los principios de la ley inglesa con un complicado sistema de c�digos y funcionarios encargados de asegurar al m�s humilde de aquellas gente los derechos de los libres ciudadanos anglosajones. Los ferrocarriles cruzaron toda la pen�nsula y se construyeron grandes obras de riego. Sin embargo, cada vez m�s a menudo, hambre tras hambre se ensa�aban con mayor intensidad en territorios m�s vastos. �No es esto una demostraci�n de la teor�a malthusiana? �No demuestra que, por mucho que aumenten las posibilidades de subsistencia, la poblaci�n contin�a presionando sobre ella? �No demuestra, como defend�a Malthus, que cerrar los rebosaderos de un exceso de poblaci�n, no es sino obligar a la naturaleza a abrir otros nuevos y que, de no frenar las fuerzas procreadoras con una regulaci�n prudencial, la alternativa de la guerra es el hambre? Esta ha sido la explicaci�n ortodoxa. Pero la verdad es que estas hambres no son m�s debidas a la presi�n de la poblaci�n sobre los limites naturales de la subsistencia, que lo fue la desolaci�n del Carnatic cuando en �l los jinetes de Hyder Ali irrumpieron en torbellino destructor. S�lo el m�s superficial de los criterios puede atribuir la escasez y el hambre a la presi�n de la poblaci�n sobre la capacidad del pa�s para producir subsistencias. Si los cultivadores pudiesen conservar su peque�o capital, renacer�a la actividad, adoptando formas m�s productivas y sin duda bastar�a para mantener una poblaci�n mucho mayor. Hay todav�a en la India vastas superficies incultas, grandes recursos minerales intactos y lo cierto es que la poblaci�n de la India no alcanza, ni en tiempos hist�ricos ha alcanzado el limite real del suelo para proporcionar sustento, ni siquiera el punto en que este poder empieza a declinar con las crecientes extracciones efectuadas en aqu�l. La verdadera causa de la miseria en la India ha sido y es todav�a la rapacidad del hombre, no la mezquindad de la naturaleza. La Verdad Sobre Irlanda Entre todas las naciones europeas, Irlanda proporciona el gran ejemplo usual de superpoblaci�n. Constantemente se recurre a la pobreza de sus campesinos, al hambre, a la emigraci�n irlandesas, como demostraci�n de la teor�a malthusiana, que tiene lugar a la vista del mundo civilizado. Dudo que se pueda mencionar un ejemplo m�s notable del poder de un prejuicio para cegar al hombre respecto a las verdaderas relaciones de los hechos. La verdad es y est� a la vista, que Irlanda nunca ha tenido una poblaci�n que la natural capacidad del pa�s y el estado de las artes productivas no pudiesen mantener en situaci�n desahogada. En el per�odo de su mayor poblaci�n (1840-45), Irlanda tenia algo m�s de ocho millones de habitantes. Pero gran parte de ellos se limitaban a subsistir, viviendo en mezquinas caba�as, vistiendo m�seros andrajos, y sin otra cosa que patatas como alimento principal. Cuando vino la peste de las patatas, murieron Irlandeses a millares. Pero, �era la incapacidad del suelo para sustentar tanta gente, lo que a tantos obligaba a vivir de un modo tan miserable y les expon�a a morirse de hambre por perderse una sola cosecha del tub�rculo? Por el contrario, era la misma despiadada rapacidad que robaba al aldeano indio el fruto de su trabajo y le dejaba morir de hambre donde la naturaleza ofrec�a la abundancia. No iba por el pa�s una partida cruel de recaudadores de impuestos saqueando y torturando, pero el trabajador era, de hecho, igualmente despojado por una horda, igualmente despiadada, de propietarios, entre los cuales se habla repartido el suelo como propiedad absoluta, sin consideraci�n a ning�n derecho de los que viv�an sobre �l. No Superpoblaci�n, Sino Extorsi�n Considerad las condiciones de la producci�n en que estos ocho millones se afanaban a vivir hasta que vino la peste de la patata. Arrendatarios con contrato revocable hac�an la mayor parte del cultivo y aun si las rentas usurarias les hubiesen dejado medios, no se hubieran atrevido a hacer mejoras que no hubieran sido m�s que el aviso para aumentarles el arrendamiento. De esta manera el trabajo se hac�a del modo m�s ineficaz y malgastador, y trabajo que, con alguna seguridad de sus frutos, se habr�a hecho sin desmayar, se disipaba en una est�ril ociosidad. Pero, aun en estas condiciones, Irlanda hizo m�s que sustentar ocho millones. Pues, cuando su poblaci�n era la m�s alta, Irlanda era un pa�s exportador de alimentos. Incluso durante el hambre se acarreaba grano, carne y mantequilla para la exportaci�n por caminos plagados de fam�licos y junto a zanjas en que se apilaban los muertos. Por estas exportaciones de comida o, por lo menos, por gran parte de ellas, no hab�a restituci�n. Por lo que respecta al pueblo de Irlanda, el alimento as� exportado, igualmente hubiera podido ser quemado, echado al mar o nunca producido. No iba como un cambio, sino como un tributo, para pagar la renta a los propietarios absentistas; un tributo arrancado a los productores por quienes de ning�n modo contribu�an a la producci�n. Si estos alimentos se hubiesen dejado a quienes los hab�an producido, si se hubiese permitido a los cultivadores del suelo retener y usar la riqueza que su trabajo produc�a, si la confianza hubiese estimulado la laboriosidad y permitido la adopci�n de m�todos economizadores, habr�a habido bastante para mantener en abundante bienestar la mayor poblaci�n que Irlanda haya tenido. La peste de las patatas habr�a aparecido y desaparecido sin escatimar la comida a ning�n ser humano. Pues no era, como dec�an fr�amente los economistas ingleses, �la imprudencia de los labradores irlandeses� lo que les indujo a usar las patatas como alimento principal. Los emigrantes irlandeses, si pueden adquirir otras cosas, no viven de patatas, y eso que en los Estados Unidos es notable la prudencia con que el car�cter irland�s se empe�a en reservar algo para un apuro. Viv�an de patatas, porque los arrendamientos esquilmadores les despojaban de todo lo dem�s. Aunque Irlanda hubiese sido por naturaleza un bosque de bananeros y �rboles del pan, hubiesen cubierto sus costas los dep�sitos de guano de las islas Chinchas, y el sol de latitudes m�s bajas hubiese caldeado su h�medo suelo, las condiciones sociales reinantes en ella habr�an engendrado tambi�n la miseria y el hambre. �C�mo pod�a dejar de haber pauperismo y hambre en un pa�s en el cual las rentas abusivas arrancaban al cultivador del suelo todo el producto de su trabajo, excepto lo justo para sostener su vida en las buenas temporadas; donde el arriendo revocable imped�a las mejoras y quitaba estimulo para todo lo que no fuese el m�s oneroso y miserable cultivo; donde el arrendatario no osaba acumular capital, si pod�a lograrlo, por miedo a que el propietario se lo exigiese en la renta; donde de hecho era un esclavo abyecto que, por un gesto de un ser humano como �l mismo, a cada momento pod�a ser expulsado de su m�sera choza de barro, un vagabundo fam�lico, sin casa ni hogar, privado hasta de coger los frutos espont�neos de la tierra o de pillar con trampa una liebre para aplacar su hambre. Por escasa que sea su poblaci�n, cualesquiera que sus recursos naturales sean, �no ser�an el pauperismo y el hambre las consecuencias forzosas en cualquier pa�s en que los productores de riqueza se viesen obligados a trabajar en condiciones que les quiten la esperanza, el respeto propio, la energ�a y el ahorro; donde propetarios ausentes se llevasen, sin compensarlo, por lo menos una cuarta parte del producto neto del suelo; y donde, adem�s, una labor de fam�licos tuviese que sustentar los propietarios residentes, con sus caballos y jaur�as, agentes, agiotistas, subarrendadores y mayordomos y un ej�rcito de polic�as y soldados para intimidar y perseguir cualquier oposici�n al inicuo sistema? Si del examen de los hechos aducidos corno ejemplo de la teor�a malthusiana, pasamos a considerar Ias analog�as en que se apoya, veremos que �stas tampoco prueban nada. Falsas Analog�as Para demostrar que la especie humana tambi�n tiende a llegar hasta el limite de las subsistencias, se aduce constantemente la intensidad del poder procreador en los reinos animal y vegetal, considerando que una sola pareja de salmones, protegida por sus enemigos naturales durante unos pocos a�os, podr�a efectivamente llenar el oc�ano; que en estas mismas circunstancias, una pareja de conejos pronto invadir�a un continente; que muchas plantas esparcen centenares de semillas y muchos insectos ponen millares de huevos; y que en todas partes cada especie tiende constantemente a presionar contra los l�mites de sus subsistencias y evidentemente los alcanza cuando el n�mero de sus enemigos no la reduce. Seg�n esto, cuando no se restringe por otros medios la poblaci�n, el natural aumento de �sta ha de originar forzosamente los salarios tan bajos y tanta miseria o (si esto no bastara y el aumento a�n continuase) tanta hambre, que la poblaci�n se retenga dentro de los l�mites de las subsistencias. Pero, esta analog�a �es v�lida? De los reinos animal y vegetal es de donde se saca el alimento del hombre y por lo tanto el que la fuerza procreadora en estos reinos sea mayor que en el hombre, demuestra sencillamente el poder de las subsistencias para aumentar m�s aprisa que la poblaci�n. El hecho de que todas las cosas que suministran comida al hombre se puedan multiplicar tantas veces, algunas de aqu�llas mil veces, otras varios millones y aun miles de millones, mientras que la especie humana s�lo se duplica, �no demuestra que, aun dejando que �sta aumente con toda su fuerza reproductiva, el aumento de poblaci�n nunca sobrepasar� las subsistencias? De todos los seres vivos, el hombre es el �nico que pone en juego fuerzas procreadoras, m�s poderosas que la suya propia, que le procuren alimentos. El bruto, el insecto, el ave, el pez s�lo toman lo que encuentran. Aumentan a expensas de su alimento. Cuando han alcanzado el limite de su comida, �sta ha de aumentar para que ellos puedan aumentar, El Hombre Produce su Comida A diferencia de los dem�s seres vivos, el aumento de hombres origina un aumento de sus alimentos. Si, en vez de hombres, hubiesen venido osos de Europa al continente norteamericano, hoy no habr�a m�s osos que en tiempo de Col�n; quiz� menos, porque la inmigraci�n de osos no habr�a aumentado los alimentos osunos ni mejorado las condiciones de la vida osuna, sino probablemente todo lo contrario. Sin embargo, dentro de las fronteras de los Estados Unidos tan s�lo, hay ahora millones de hombres donde hablan entonces unos pocos cientos de miles y ahora dentro de este territorio hay mucha m�s comida por habitante para estos millones, que entonces para aquellas pocas centenas de millares. No es que el aumento de v�veres haya causado este aumento de poblaci�n; es el aumento de hombres lo que ha originado el aumento de v�veres. Sencillamente, hay m�s comida porque hay m�s gente. Entre el animal y el hombre hay esta diferencia: tanto el gavil�n como el hombre comen pollo, pero cuantos m�s gavilanes hay, menos pollos, mientras que cuantos m�s hombres, m�s pollos. Lo mismo la foca que el hombre comen salmones, pero cuando una foca coge un salm�n, hay uno menos y si las focas aumentasen en n�mero, al pasar de cierto l�mite, los salmones disminuir�an, mientras que, poniendo el desove del salm�n en condiciones favorables, el hombre puede aumentar el n�mero de estos peces en mucho m�s de los que pueda coger. Por esto, por mucho que el n�mero de hombres aumente, nunca exceder� el suministro de salmones. En resumen, mientras el limite de las subsistencias de cualquier especie animal o vegetal no depende de los seres alimentados, el limite de las subsistencias del hombre, es, dentro de los limites extremos de la tierra, el aire, el agua y el sol, dependiente del hombre mismo. Y, siendo as�, la pretendida analog�a entre el hombre y las formas inferiores de la vida falla ostensiblemente. El peligro de que la raza humana rebase la posibilidad de caber en el mundo es tan remoto que no tiene para nosotros m�s inter�s que el retorno del per�odo glacial o la extinci�n final del sol. Pero, por remota y oscura que sea, es esta posibilidad la que da a la teor�a malthusiana su aspecto de l�gica evidencia. Pero, hasta esta sombra desaparece el examinarla. Tambi�n ella dimana de una falsa analog�a. Que la vida animal y vegetal tienda a llegar al l�mite de cabida, no demuestra la misma tendencia en la vida del hombre. Otras Diferencias Entre el Hombre y los Animales Admitamos que el hombre no es m�s que un animal m�s avanzado, que el mono de cola prensil es un familiar lejano que gradualmente ha desarrollado aficiones acrob�ticas y la ballena un pariente muy lejano que en los albores de la vida se hizo a la mar; admitamos que, despu�s de �stos, el hombre est� emparentado con los vegetales y todav�a sujeto a las mismas leyes que las plantas, los peces, las aves y las otras bestias. Sin embargo, hay todav�a entre el hombre y todos los dem�s animales esta diferencia: �l es el �nico animal cuyos deseos aumentan a medida que se le complacen; el �nico animal que nunca est� satisfecho. Las necesidades de todos los dem�s seres vivos son uniformes y fijas. El buey no aspira hoy a m�s que cuando el hombre lo unci� al yugo por vez primera. La gaviota del Canal de la Mancha, que se cierne sobre el r�pido vapor, no necesita mejor alimentaci�n o morada que las gaviotas que revoloteaban cuando las quillas de las galeras de C�sar tocaron fondo por primera vez en una playa brit�nica. De lo que la naturaleza les ofrece, por abundante que sea, todos los seres vivos, excepto el hombre, toman y buscan solamente lo que basta para proveer necesidades definidas y fijas. El �nico uso que pueden hacer de suministros u oportunidades adicionales es multiplicarse. Pero el hombre no hace esto. Tan pronto como sus necesidades de �ndole animal quedan satisfechas, siente otras necesidades. Primeramente desea comida, como la bestia; despu�s albergue, como la bestia; y logrados �stos, sus instintos reproductivos se imponen, como se imponen los de la bestia. Pero aqu� el hombre y la bestia se separan. La bestia nunca pasa de aqu�; el hombre no ha hecho m�s que poner el pie en el primer pelda�o de una progresi�n infinita, una progresi�n en que la bestia nunca entra; una progresi�n m�s all� y por encima de la bestia. Dadles m�s comida, dadles plenitud de condiciones de vida y el vegetal o el animal no har�n sino multiplicarse; el hombre se desenvolver�. En uno la fuerza expansiva s�lo puede ampliar la existencia en nuevos seres; en el otro, tender� irresistiblemente a dilatar la existencia en m�s altas formas y m�s vastos poderes. Error L�gico de Malthus Como quiera que se mire, el razonamiento que apoya esa teor�a de la tendencia constante de la poblaci�n a alcanzar el l�mite de las subsistencias, muestra una afirmaci�n gratuita, un medio indistribuido, corno dir�an los l�gicos. Es tan infundado, si no tan grotesco, como la idea que podemos imaginar de Ad�n, si, aficionado a la aritm�tica, hubiese calculado el crecimiento de su primer hijo, fund�ndose en el de sus primeros meses. Del hecho de que pesara diez libras al nacer y veinte libras ocho meses despues, pod�a, con los conocimientos matem�ticos que ciertos sabios le han atribuido, haber calculado un resultado tan asombroso como el de Mr. Malthus, a saber; que a los diez a�os de edad el ni�o pesar�a como un buey, a los once como un elefante y a los treinta no menos de 175.716.339.548 toneladas. De hecho, no hay m�s motivo para afligirnos por la presi�n de la poblaci�n sobre las subsistencias que el que Ad�n ten�a para preocuparse por el r�pido crecimiento de su beb�. Fuerzas que Influyen en la Natalidad En las nuevas colonias, donde la lucha con la naturaleza da pocas facilidades para la vida intelectual y entre las clases pobres de los pa�ses viejos que, en medio de la riqueza, carecen de todas sus ventajas y se ven reducidas a una mera existencia animal, la proporci�n de nacimientos es notoriamente mayor que entre las clases a las que el aumento de la riqueza ha tra�do independencia, ocios, comodidad y una vida m�s plena y variada. Si la verdadera ley de la poblaci�n se expone de este modo, como yo creo que se debe, la tendencia a aumentar, en vez de ser siempre uniforme, es fuerte donde la perpetuaci�n de la especie est� amenazada por la mortalidad producida por condiciones adversas; pero se debilita as� que es posible un desarrollo individual m�s elevado y queda asegurada la perpetuaci�n de la especie. Cualquier peligro de que vengan seres humanos a un mundo en que no puedan ser atendidos, no procede de los decretos de la naturaleza, sino de los desarreglos sociales que, en medio de la riqueza, condenan a los hombres a la miseria. La Aducida Mezquindad de la Naturaleza Es evidente que la cuesti�n de si el aumento de poblaci�n tiende forzosamente a reducir los salarios y a causar miseria, es simplemente la cuesti�n de si tiende a reducir la cantidad de riqueza que una determinada cantidad de trabajo puede producir. La teor�a es que cuanto m�s se exige de la naturaleza, tanto menos generosamente responde ella, de manera que duplicar la aplicaci�n de trabajo no duplicar� el producto; y por lo tanto el aumento de poblaci�n ha de tender a reducir los salarios y ahondar la pobreza o, con la frase de Malthus, ha de dar por resultado el vicio y la miseria. En el lenguaje de John Stuart Mill: �En un mismo grado de civilizaci�n, un mayor n�mero de gente no puede ser colectivamente tan bien abastecido corno un n�mero menor. La mezquindad de la naturaleza, no la injusticia de la sociedad, es la causa del castigo inherente a la superpoblaci�n. Una injusta distribuci�n de la riqueza ni siquiera agrava el mal sino que, a lo sumo, lo hace sentir algo m�s pronto. Es in�til decir que todas las bocas, a las que el aumento de la humanidad da la existencia, traen consigo las manos. Las nuevas bocas requieren igual comida que las antiguas y las manos no producen tanto. Si todos los instrumentos de producci�n fuesen propiedad colectiva de toda la gente y el producto se repartiese con perfecta igualdad entre ella y si en una sociedad as� constituida, la actividad fuese tan en�rgica y el producto tan abundante como lo son ahora, habr�a bastante para que toda la poblaci�n presente viviese en extremado bienestar; pero cuando dicha poblaci�n se hubiese duplicado, como, sin duda, con las actuales costumbres y con tal est�mulo, har�a en poco menos de veinte a�os, �cu�l ser�a entonces su situaci�n? A no ser que al mismo tiempo las artes productivas progresaran en un grado nunca visto, las tierras inferiores a las que se tendr�a que recurrir y el cultivo m�s trabajoso y poco remunerativo que se tendr�a que aplicar a las tierras superiores para procurar sustento a una poblaci�n tan aumentada, irremisiblemente har�a a todo individuo de la colectividad m�s pobre que antes. Si la poblaci�n continuase aumentando en la misma proporci�n, Pronto llegar�a un tiempo en que nadie tendr�a m�s de lo necesario, poco despu�s el momento en que nadie tendr�a suficiente, y el ulterior aumento de la poblaci�n ser�a atajado por la muerte.� (Principios de Econom�a Pol�tica, libro 1, capitulo 13, secci�n 2.) Niego todo esto. Afirmo que es cierto todo lo contrario de estas aserciones. Sostengo que en cualquier determinado estado de civilizaci�n, un mayor n�mero de gente puede ser en conjunto mejor abastecido que un n�mero menor. Sostengo que la injusticia de la sociedad, no la avaricia de la naturaleza, es la causa de la escasez y la miseria que la teor�a en boga atribuye a la superpoblaci�n. Afirmo que las nuevas bocas debidas al aumento de poblaci�n no requieren m�s comida que las antiguas, y, en cambio, los brazos que traen consigo pueden, en el orden natural de las cosas, producir m�s. Sostengo que, en igualdad de las dem�s circunstancias, cuanto mayor sea la poblaci�n, mayor ser� el bienestar que una equitativa distribuci�n de la riqueza dar�a a cada individuo. Afirmo que en un estado de igualdad, el natural aumento de poblaci�n tender�a siempre a hacer a cada individuo m�s rico y no m�s pobre. La cuesti�n de hecho en que este enunciado se resuelve, no estriba en qu� grado de poblaci�n se produce m�s alimento, sino en qu� grado de poblaci�n se manifiesta mayor poder de producir riqueza. Pues la capacidad productora en cualquier forma de riqueza es la capacidad productora de alimentos y el consumo de cualquier forma de riqueza o de poder productor de riqueza es equivalente al consumo de subsistencias. Donde el Poder Productor es Mayor No hacen falta razonamientos abstractos. Es una simple cuesti�n de hecho. El poder relativo de producir riqueza, �disminuye con el aumento de poblaci�n? Los hechos son tan patentes que basta llamar la atenci�n sobre ellos. En tiempos modernos hemos visto aumentar la poblaci�n en muchas colectividades. �No ha crecido al mismo tiempo su riqueza a�n m�s aprisa? Hemos visto muchas colectividades que a�n aumentan en poblaci�n. �No crece tambi�n su riqueza todav�a m�s aprisa? �D�nde encontrar�is riqueza m�s pr�digamente destinada a fines improductivos, en costosos edificios, buenos muebles, lujosos equipos, estatuas, cuadros, jardines y yates de recreo? �D�nde hallar�is en mayor proporci�n a quienes la producci�n general alcanza a mantener sin trabajo productivo por su parte? �No es m�s bien donde la poblaci�n es m�s densa que donde est� m�s esparcida? �De d�nde rebosa el capital en busca de colocaci�n remuneradora? �No es desde los pa�ses densamente poblados hacia los que lo son menos? Estas cosas se ven claras donde quiera que dirijamos la vista. En un mismo nivel de civilizaci�n, un mismo estado de las artes productivas, gobierno, etc., los pa�ses m�s poblados son siempre los m�s ricos. Los pa�ses m�s ricos no son aquellos en que la naturaleza es m�s prol�fica, sino aquellos en que el trabajo es m�s eficaz; no M�jico, sino Massachusetts; no el Brasil, sino Inglaterra. Los pa�ses cuya poblaci�n es m�s densa y ejerce mayor presi�n sobre la capacidad de la naturaleza, son, en igualdad de las dem�s circunstancias, los pa�ses en los cuales una mayor proporci�n del producto puede emplearse en lujo y en sustentar a quienes no producen, son los pa�ses de donde el capital rebosa, los pa�ses que, en caso de exig�rselo, por ejemplo, una guerra, pueden resistir un mayor consumo de riqueza. Tanto si comparamos diversas colectividades entre s�, como si examinamos una de ellas en �pocas diferentes, es evidente que la que es progresiva, que se distingue por su aumento de poblaci�n, se distingue tambi�n por un aumento del consumo y un aumento del ac�mulo de riqueza, no solamente en conjunto, sino tambi�n por cabeza. Y por lo tanto, el aumento de la poblaci�n, por grande que haya sido, no significa una reducci�n, sino un aumento del promedio de producci�n de riqueza. Mirad sencillamente los hechos. �Puede haber algo m�s claro que el no ser la debilidad de las fuerzas productivas la causa de la pobreza que se encona en los centros de civilizaci�n? En los pa�ses en que la pobreza es m�s profunda, las fuerzas de la producci�n, si se emplean por completo, son bastante poderosas para proporcionar al m�s humilde, no solamente bienestar, sino hasta lujo. La miseria aparece donde son mayores el poder productivo y la producci�n de riqueza. Este es el gran hecho, el enigma que tiene perplejo al mundo civilizado. Es esto lo que tratamos de desembrollar. Evidentemente, la teor�a malthusiana, que atribuye la miseria a la disminuci�n del poder productivo, no lo explica.

CAPITULO 7 DISTRIBUCI�N DE LA RIQUEZA

Nuestro razonamiento nos dice, en conclusi�n, que cada trabajador produce su propio salario y que el aumento del n�mero de trabajadores deber�a aumentar el salario de cada uno. Por lo menos queda claro que la causa por la cual, a pesar del enorme aumento del poder productivo, la gran masa de los productores est� reducida a la m�nima porci�n del producto de la cual consienten vivir, no es la falta de capital ni tampoco la limitaci�n de los poderes de la naturaleza que premian el trabajo. Por consiguiente, esa causa, si no se halla en las leyes que rigen la producci�n de la riqueza, se ha de buscar en las que rigen la distribuci�n. Ve�moslas, pues: El producto o producci�n de una sociedad es la suma de riqueza producida por esta sociedad. Es el fondo general, del cual, mientras no se reduzca la provisi�n preexistente, se ha de satisfacer el consumo y se han de sacar todos los ingresos. Producci�n no significa solamente hacer las cosas, sino que incluye el aumento de valor ganado con su transporte o cambio. En una sociedad puramente comercial hay producci�n de riqueza, como la hay en una sociedad puramente agr�cola o industrial; y en un caso como en los otros, una parte de este producto ir� al capital, una parte al trabajo y una parte, si la tierra tiene alg�n valor, a los propietarios. De hecho, una porci�n de la riqueza producida va continuamente a la reposici�n del capital que se consume y repone sin cesar. Pero no es necesario tener en cuenta este hecho, ya que se le descarta considerando permanente al capital, como acostumbramos hacerlo al hablar o pensar sobre �l. Por lo tanto, al hablar del producto entendemos la riqueza obtenida adem�s de la que se necesita para reponer el capital consumido al producir; y cuando hablamos de inter�s o ganancia del capital, entendemos lo que va al capital una vez repuesto o conservado. Es, adem�s, un hecho que en toda sociedad superior al estado m�s primitivo, el gobierno toma en impuestos y consume una parte del producto. Sin embargo, no es necesario tenerlo en cuenta al buscar las leyes de la distribuci�n. Podemos considerar la tributaci�n inexistente o que, seg�n su cuant�a, reduce el producto. Y lo mismo respecto a lo que del producto toman ciertas formas de monopolio que ejercen un poder parecido al de la tributaci�n. Una vez halladas las leyes de la distribuci�n, podremos ver qu� influjo, si lo hay, ejercen sobre ellas los impuestos. Renta, Salario e Inter�s Los tres factores de la producci�n son tierra, trabajo y capital, y todo el producto se distribuye primariamente en tres partes respectivas. Por esto se necesitan tres t�rminos, cada uno de los cuales ha de expresar con claridad una de estas partes con exclusi�n de las dem�s. Renta, por definici�n, expresa claramente la primera de estas partes: la que va a los propietarios de la tierra. Salarios, por definici�n, expresa claramente la segunda: la parte que constituye la recompensa al trabajo. Pero en cuanto al tercer t�rmino, el que deber�a expresar la recompensa al capital, hay en los libros usuales la m�s embrollada ambig�edad y confusi�n. De los vocablos de uso corriente, la palabra inter�s es el que m�s se acerca a expresar la idea de la recompensa por el uso del capital. Seg�n se la suele emplear, significa la recompensa por el uso del capital, con exclusi�n de todo trabajo en su uso o administraci�n. Ambig�edad del T�rmino �Beneficios� o �Provechos� La palabra beneficios, seg�n suele usarse, es casi sin�nima de ingresos. Significa una ganancia, una cantidad que se percibe, adem�s de la cantidad desembolsada e incluye a menudo ingresos que propiamente son renta y casi siempre ingresos que en realidad son salarios, y tambi�n compensaciones por el riesgo inherente a los diversos usos del capital. A menos de violentar mucho el significado de esta palabra, no se puede, pues, usarla en Econom�a Pol�tica para indicar la parte del producto que va al capital, a distinci�n de las partes que van al trabajo y a los propietarios. Adam Smith explica claramente que los salarios y la compensaci�n por el riesgo forman gran parte de los beneficios, se�alando que los elevados provechos de los boticarios y tenderos son en realidad salarios de su trabajo y no inter�s de su capital; y que los grandes beneficios hechos a veces en negocios arriesgados, como el contrabando y el comercio de objetos usados, no son, en realidad, sino compensaciones de riesgos que, a la larga, reducen las ganancias del capital empleado en ellos, hasta el tipo corriente y a�n m�s bajo. Ejemplos parecidos se mencionan en las obras posteriores, en las que se definen formalmente en su sentido usual, quiz�s excluyendo la renta. En estas obras se dice al lector que los beneficios se componen de tres elementos: salarios de superintendencia, compensaci�n por el riesgo e inter�s, o sea, la retribuci�n por el uso del capital. Por esto, ni en su significado vulgar, ni en el que expresamente se les asigna en Econom�a pol�tica, los beneficios pueden ocupar sitio alguno al discutir la distribuci�n de la riqueza entre los tres factores de la producci�n. Hablar de la distribuci�n de la riqueza en renta, salarios y beneficios (sea en el sentido vulgar o en el asignado expresamente a este t�rmino) es como hablar de la clasificaci�n de la humanidad en hombres, mujeres y seres humanos. Evidentemente, esta indagaci�n no tiene nada que ver con los beneficios. Necesitamos hallar qu� es lo que determina el reparto del producto total entre la tierra, el trabajo y el capital; beneficios no es un t�rmino que se refiera exclusivamente a ninguna de estas tres divisiones. De las tres partes en que los economistas dividen los beneficios, a saber, compensaci�n por el riesgo, salarios de superintendencia y retribuci�n por el uso del capital, este �ltimo se incluye en el t�rmino de inter�s, que abarca todas las ganancias por el uso del capital y excluye todo lo dem�s; los salarios de superintendencia entran dentro del t�rmino salario, que incluye toda recompensa del trabajo humano y excluye todo lo dem�s; y la compensaci�n por el riesgo no halla cabida en ninguna parte, pues el riesgo queda eliminado al considerar reunidas todas las transacciones de la colectividad. Por esto, de acuerdo con las definiciones de los economistas, emplear� el t�rmino inter�s para significar la parte del producto que va al capital. Repetici�n de Definiciones Recapitulemos: Tierra, trabajo y capital son los tres factores de la producci�n. El t�rmino tierra comprende todas las oportunidades y fuerzas naturales; el t�rmino trabajo, todo esfuerzo humano; y el t�rmino capital toda riqueza empleada en producir m�s riqueza. Todo lo producido se distribuye en recompensas a estos tres factores. La parte que va a los propietarios como pago por el uso de bienes naturales se llama renta; la parte que constituye la recompensa al trabajo humano se llama salario; y la parte que constituye la retribuci�n por el uso del capital se llama inter�s. Estos tres t�rminos se excluyen mutuamente. Los ingresos de un individuo pueden provenir de cualquiera de estas tres fuentes, de dos de ellas o de las tres: pero al tratar de descubrir las leyes de la distribuci�n, debemos considerarlas separadas. Debe haber tierra antes que el trabajo se pueda realizar; y debe ejercerse trabajo antes que se pueda producir el capital. El capital es un resultado del trabajo, y �ste lo usa en ayuda de la producci�n ulterior. El trabajo es la fuerza activa e inicial, y, por lo tanto, es el que da empleo al capital. El trabajo s�lo puede ejercerse sobre la tierra y de �sta se debe sacar la materia que el trabajo convierte en riqueza. Por esto, la tierra es la condici�n previa, el sitio y el material del trabajo. El orden natural es: tierra, trabajo y capital; y en vez de empezar por el capital como punto de partida, comenzaremos por la tierra.

CAPITULO 8 LA LEY DE LA RENTA

El t�rmino renta, en su sentido econ�mico, tiene un significado diferente del que vulgarmente se da a la palabra renta. En algunos aspectos el significado econ�mico es m�s limitado que el ordinario, en otros aspectos es m�s amplio. Es m�s limitado en lo siguiente: en el lenguaje usual, aplicamos la palabra renta a los pagos por el uso de edificios, maquinaria, locales, etc., lo mismo que a los pagos por el uso de la tierra u otros bienes naturales; y al hablar de la renta de una casa o una granja, no separamos del pago por el uso de la sola tierra el pago por el uso de las mejoras. Pero en el significado econ�mico de renta excluimos los pagos por el uso de todo producto del trabajo humano; y en los pagos globales por el uso de casas, granjas, etc., s�lo es renta la parte que se paga por usar la tierra. La parte pagada por el uso de edificios u otras mejoras es propiamente inter�s, pues remunera el uso de capital. Es m�s amplio en lo siguiente: en el lenguaje usual, s�lo hablamos de renta cuando el propietario y el usuario son personas distintas. Pero en el sentido econ�mico hay tambi�n renta cuando una misma persona es a la vez propietario y usuario. Donde una misma persona posee y usa la tierra, una parte de sus ingresos, la que podr�a obtener dejando arrendada su tierra a otro, es renta, mientras que la recompensa de su trabajo y capital es la parte de su ingreso que �stos le dar�an si tomase arrendada la tierra en vez de ser due�o de ella. La renta se expresa tambi�n en un precio de venta. Cuando se compra tierra, el pago hecho por la propiedad o derecho a uso perpetuo es renta capitalizada. Si compro tierra a bajo precio y la retengo hasta que puedo venderla a un precio elevado, me hago rico, no por el salario de mi trabajo ni por el inter�s de mi capital, sino por el aumento de la renta. En resumen, la renta es la participaci�n que, en la riqueza producida, tiene el propietario por el derecho exclusivo a usar los recursos naturales. Donde quiera que la tierra tenga valor de cambio, all� hay renta en el sentido econ�mico del t�rmino. Donde quiera que una tierra que tenga valor es utilizada, sea por su due�o, sea por su arrendatario, all� hay renta actual; donde quiera que no es utilizada, pero tiene valor, all� hay renta potencial. Esta facultad de dar renta es lo que da valor a la tierra. Mientras la posesi�n de la tierra no da ninguna ventaja, la tierra no tiene valor. (Al hablar del valor de la tierra, uso y usar� estas palabras refiri�ndome al valor de la sola tierra. Cuando quiera hablar del valor de la tierra y las mejoras, emplear� estas palabras.) Origen de la Renta As�, pues, la renta o valor de la tierra no procede de la productividad o utilidad de la tierra. En modo alguno representa un auxilio o ventaja dado a la producci�n, sino que representa sencillamente el poder de quedarse con una parte de los resultados de la producci�n. Cualquiera que sea su productividad, la tierra no puede dar renta ni tiene valor, mientras no haya alguien dispuesto a dar su trabajo o el resultado de su trabajo por el privilegio de usarla; y por lo tanto, lo que alguien dar� depende, no de la productividad de la tierra, sino de su productividad en comparaci�n con la de la tierra que se pueda conseguir gratis. Yo puedo tener tierra muy buena, pero no me dar� renta mientras haya otra tierra de igual calidad, que se pueda conseguir sin pagar. Pero cuando se han apropiado esta otra tierra y la mejor tierra que se puede obtener de balde es inferior en fertilidad, situaci�n u otra cualidad, mi tierra empieza a tener un valor y dar una renta. Y aunque la capacidad productiva de mi tierra puede disminuir, si, no obstante, disminuye en mayor proporci�n la de la tierra gratuitamente asequible, la renta que puedo obtener y, por lo tanto, el valor de mi tierra, seguir�n aumentando. Si un hombre poseyese toda la tierra accesible de un pa�s, podr�a, naturalmente, exigir por su uso cualquier precio o condici�n que tuviera por conveniente; y en tanto que su propiedad fuese reconocida, los otros individuos del pa�s no tendr�an otra alternativa sino la muerte, la emigraci�n o someterse a sus condiciones. Esto ha ocurrido en muchos pa�ses; pero, en la forma moderna de la sociedad, la tierra, aunque generalmente reducida a propiedad individual, est� en manos de demasiadas personas para permitir que el precio obtenido por su uso se fije por el mero capricho o deseo. Mientras que cada propietario individual procura obtener tanto como puede, lo que pueda obtener tiene un limite, y �ste constituye el precio o renta en el mercado, variable seg�n las tierras y los tiempos. Ley de la Renta En r�gimen de libre competencia (condici�n indispensable para investigar los principios de la Econom�a pol�tica), la relaci�n que determina qu� renta o precio puede obtener el propietario, se denomina ley de la renta. Una vez fijada con corteza esta ley, tenemos algo m�s que un punto de partida para averiguar las leyes que regulan el salario y el inter�s. Pues, siendo la distribuci�n de la riqueza un reparto, al averiguar lo que fija la parte del producto tomada por la renta, averiguamos tambi�n lo que fija la parte que queda para el salario, donde el capital no colabora; y lo que fija la parte que queda para salario o inter�s juntos, donde el capital colabora en la producci�n. A la admitida ley de la renta se la llama a veces �de Ricardo� por el hecho de haber sido este autor el primero, si no en enunciarla, s� en dar a conocer su importancia. Esta ley es: La renta de la tierra se determina por el exceso de su producto sobre el que una igual aplicaci�n de trabajo y capital puede obtener de la menos productiva de las tierras que se utilizan. Su mero enunciado tiene toda la fuerza de una afirmaci�n evidente por s� misma, pues es claro que, a causa de la competencia, la recompensa m�xima que el trabajo y el capital pueden exigir, es la recompensa m�nima por la que ellos se pondr�n a producir. Esto permite al propietario de tierra m�s productiva apropiarse como renta todo el producto que exceda del necesario para recompensar el trabajo y el capital al tipo corriente, que es lo que ellos pueden obtener sobre la tierra en uso menos productiva (o en el punto menos productivo) por el cual, claro est�, no se paga renta. Quiz� pueda conducir a una m�s plena comprensi�n de la ley de la renta el ponerla en esta forma: la propiedad de un agente natural de producci�n dar� el poder de adue�arse de toda aquella parte de riqueza, producida aplicando a dicho agente trabajo y capital, que exceda de la recompensa que la misma aplicaci�n de trabajo y capital podr�a obtener en la ocupaci�n menos productiva a la cual se dediquen libremente. Pero esto significa precisamente lo mismo, pues no hay ocupaci�n en ,que el trabajo y el capital se puedan emplear, que no requiera el uso de tierra; adem�s, el cultivo u otro uso de tierra ser� siempre llevado hasta un punto en que la remuneraci�n es tan baja, todo considerado, como la que se acepta libremente en cualquier otra ocupaci�n. Deducci�n Partiendo de la Ley de la Competencia Supongamos, por ejemplo, una colectividad en que una parte del trabajo y capital se dedica a la agricultura y otra a la industria. La tierra cultivada m�s pobre produce una ganancia que designaremos por 20, y, por consiguiente, 20 ser� la retribuci�n media del trabajo y del capital, lo mismo en la industria que en la agricultura. Supongamos que, por alguna causa permanente, la retribuci�n media en las f�bricas queda ahora reducida a 15. Es claro que el trabajo y el capital empleado en la industria se dirigir� hacia la agricultura y el movimiento no se detendr� hasta que, o por extensi�n del cultivo hacia tierras inferiores o puntos inferiores de las mismas tierras, o por un aumento en el valor relativo de los productos industriales, debido a su menor producci�n, o, de hecho, por ambas causas, la retribuci�n del trabajo y capital en ambas ocupaciones, todo considerado, haya sido llevada de nuevo al mismo nivel. De este modo, cualquiera que el punto final de productividad en el cual la industria prosigue, sea 19, 18, 17 o 16, el cultivo se extender� tambi�n hasta este punto. Por esto, decir que la renta ser� el exceso de productividad sobre la del margen o lo inferior de cultivo, es como decir que ser� el exceso de producto sobre el que la misma cantidad de trabajo y capital obtiene en la ocupaci�n menos remunerativa. De hecho, la ley de la renta no es m�s que una deducci�n de la ley de la competencia y consiste simplemente en afirmar que, al tender a un nivel com�n los salarios y el inter�s, toda aquella parte de la riqueza total producida, que excede de lo que el trabajo y el capital empleados podr�an obtener aplic�ndose a los m�s pobres agentes naturales en uso, ir�, en forma renta, a los propietarios. �No es tan claro como la demostraci�n m�trica m�s sencilla que el corolario de la ley de la renta es la ley del salario, donde el producto se reparte entre renta y salarios s�lo; o la ley de salarios y el inter�s juntos, donde el reparto se hace entre renta, salario e inter�s? Relaci�n de la Renta con el Salario y el Inter�s Enunciada al rev�s, la ley de la renta es forzosamente la ley del salario e inter�s reunidos, pues afirma que, cualquiera que sea el resultado de la aplicaci�n de trabajo y capital, estos dos factores s�lo recibir�n en salario e inter�s aquella parte del producto que habr�an producido en tierra libre pago de renta, esto es, en la tierra menos productiva entre las que se utilizan. Pues, si del producto, todo lo que exceda de la suma que el trabajo y el capital obtendr�an de una tierra donde no se pague renta ha de ir, en forma de renta, a los propietarios, entonces todo lo que el trabajo y el capital pueden exigir como salario e inter�s es lo que podr�an obtener de la tierra e no da renta. Por lo tanto, el salario y el inter�s no dependen del producto del trabajo y el capital, sino de lo que queda una vez sacada la renta, o del producto que obtendr�an sin pagar renta, o sea, de la tierra menos productiva. Por esto, por mucho que aumente el poder productivo, si el aumento de la renta pone a su nivel, ni el salario ni el inter�s pueden aumentar. Desde el momento en que se reconoce esta sencilla relaci�n, un torrente de luz penetra en lo que antes era inexplicable, y hechos, al parecer discordantes, se agrupan bajo una ley evidente. Se ve de pronto que el aumento de la renta que avanza en los pa�ses progresivos es la clave que explica por qu� el salario y el inter�s no logran subir con el aumento del poder productivo. Pues la riqueza producida en toda sociedad queda dividida en dos partes por lo que podr�amos llamar l�nea de la renta, la cual es determinada por el margen de cultivo, que es la retribuci�n que el trabajo y el capital podr�an obtener de aquellas oportunidades naturales que les son accesibles sin pago de renta. De la parte del producto por debajo de esta l�nea, se han de pagar el salario y el inter�s. Todo lo que queda encima va a los due�os de la tierra.

CAPITULO 9 LEY DEL SALARIO

 Por deducci�n hemos obtenido ya la ley del salario. Pero, para comprobar la deducci�n y quitar al asunto toda ambig�edad, busquemos dicha ley desde un punto de partida independiente. Los salarios, que comprenden toda recompensa recibida por el trabajo, var�an, no s�lo seg�n las diferentes facultades individuales, sino que, al hacerse m�s complicada la organizaci�n social, tambi�n var�an mucho seg�n las ocupaciones. Sin embargo, hay cierta relaci�n general entre todos los salarios, de manera que expresamos una idea clara y bien entendida cuando decimos que los salarios son m�s altos o m�s bajos en un tiempo o lugar que en otro. En sus diversos grados, los salarios suben y bajan obedeciendo a una ley com�n. �Cu�l es esta ley? El principio fundamental de la acci�n humana (la ley que para la Econom�a Pol�tica es lo que la ley de la gravedad es para la f�sica) es que el hombre procura satisfacer sus deseos con el m�nimo esfuerzo. Evidentemente, este principio, por medio de la competencia que promueve, ha de igualar las recompensas ganadas con esfuerzos iguales en circunstancias parecidas. Cuando los hombres trabajan por cuenta propia, esta igualaci�n ser� ampliamente efectuada por la igualdad de precios; y entre los que trabajan por cuenta propia y los que trabajan por cuenta de otros, actuar� la misma tendencia igualadora. Seg�n este principio, en circunstancias de libertad, �cu�les ser�n los t�rminos en que un hombre puede contratar a otros que trabajen para �l? Evidentemente, los determinar� lo que estos otros podr�an ganar trabajando por cuenta propia. El principio que a �l le evita tener que pagar m�s, excepto lo necesario para incitar al cambio, tambi�n impedir� a ellos cobrar menos. Si ellos pidiesen m�s, la competencia de otros les privar�a de hallar empleo. Si �l ofreciese menos, nadie aceptar�a las condiciones, porque obtendr�an mayores resultados trabajando por cuenta propia. Por consiguiente, aunque el patrono desea pagar lo menos posible y el empleado desea cobrar tanto como pueda, el valor del trabajo por cuenta propia fijar� el salario a los trabajadores mismos. Si temporalmente, los salarios son llevados m�s arriba o m�s abajo de este nivel, pronto surge una tendencia a volverlos a �l. Pero los resultados o ganancias del trabajo no dependen s�lo de la intensidad o calidad del trabajo mismo. lo que una cierta cantidad de trabajo producir�, var�a seg�n la productividad de los bienes naturales a que se aplica. Por esto el principio por el cual los hombres procuran satisfacer sus deseos con el m�nimo esfuerzo, fijar� el salario al nivel del producto de este trabajo en el punto de m�xima productividad que le est� abierto. La Determinante del Salario En virtud de aquel principio, el punto m�ximo de productividad natural abierto al trabajo en las circunstancias existentes, ser� el punto m�s bajo en que la producci�n tiene lugar, porque nadie emplear� trabajo en un punto inferior de productividad, mientras otro m�s alto le sea asequible. Por esto el salario que un patrono ha de pagar, se mide por el punto m�s bajo al que llega la producci�n, y los salarios subir�n o bajar�n seg�n que este punto suba o baje. Por ejemplo: en un estado social sencillo, cada hombre, a la manera primitiva trabaja por cuenta propia, unos, por ejemplo, cazando, otros pescando, otros cultivando el suelo. Supondremos que se empieza a cultivar y que toda la tierra usada es de la misma calidad, dando rendimiento semejantes a esfuerzos semejantes. Por esto, el salario (pues aunque ni haya patronos ni empleados, hay, no obstante, salario) ser� todo el producto del trabajo; y, concediendo las diferencias de agradabilidad, riesgo etc., de las tres ocupaciones, los salarios ser�n, por t�rmino medio, iguales en las tres, es decir, iguales esfuerzos dar�n iguales resultados. Pues bien, si uno de los habitantes desea emplear alguno de sus compa�ero para trabajar para �l en vez de trabajar por cuenta propia, ha de pagarle un salario igual a todo este producto medio del trabajo. El Margen de Producci�n Dejemos pasar alg�n tiempo. El cultivo se ha extendido y en vez de abarcar tierras de igual calidad, las abarca de calidades diferentes. Ahora el salario no ser� el producto medio del trabajo, como era antes. Ser� el producto medio del trabajo en el margen de cultivo, o sea, en el punto de m�nimo rendimiento. Porque, puesto que el hombre procura satisfacer sus deseos con el m�nimo esfuerzo posible, el punto de m�nima recompensa en el cultivo ha de dar al trabajo una recompensa equivalente a la recompensa media de la caza y la pesca (esta igualaci�n se efectuar� por medio de la igualdad de precios). El trabajo ya no dar� igual recompensa a esfuerzos iguales, sino que los que lo aplican a la tierra mejor obtendr�n un producto mayor que el que un esfuerzo igual da a quienes cultivan la tierra inferior. Sin embargo, los salarios seguir�n siendo iguales, porque este exceso percibido por el cultivador de la tierra mejor es, en realidad, renta; y si la tierra es objeto de propiedad individual, el resultado ser� darle un valor. Si en estas nuevas circunstancias, un miembro de esta sociedad desea contratar a otros que trabajen para �l, solamente tendr� que pagarles lo que el trabajo obtiene en el punto inferior de cultivo. Seg�n esto, si el margen de cultivo desciende a puntos de m�s baja productividad, el salario bajar�; si, por el contrario, el margen sube, subir� el salario. Tenemos, pues, la ley del salario como una deducci�n del principio m�s evidente y m�s universal. Que los salarios dependen del margen de cultivo, que ser�n m�s o menos altos seg�n que sea mayor o menor el producto que el trabajo puede obtener de las mejores oportunidades naturales a que tiene acceso, son consecuencias del principio por el cual los hombres procuran satisfacer sus deseos con el m�nimo esfuerzo. Los Salarios en las Diferentes Ocupaciones Si del estado social sencillo pasamos a los complejos fen�menos de las sociedades altamente civilizadas, encontraremos, examin�ndolos, que tambi�n est�n regidos por esta ley. En tales sociedades, los salarios son muy diversos, pero a�n guardan una mutua relaci�n m�s o menos definida y perceptible. Esta relaci�n no es invariable. En una �poca, un fil�sofo de fama puede ganar con sus conferencias un salario muchas veces mayor que el del mejor mec�nico y otra �poca apenas puede esperar la paga de un pe�n; hay tambi�n ocupaciones que en una gran ciudad obtienen salarios relativamente altos, pero que los obtendr�an relativamente bajos en un pa�s nuevo. Sin embargo, en todos los casos y a pesar de divergencias arbitrarias debidas a costumbres, legislaci�n, etc., las diferencias entre salarios se pueden explicar por ciertas circunstancias. En uno de sus cap�tulos m�s interesantes (La Riqueza de las Naciones, libro 1, cap�tulo 10, parte 1), Adam Smith enumera las principales circunstancias que, como �l expone, motivan la peque�a paga de ciertos empleos y dan como compensaci�n grandes pagas en otros:

1. Lo agradable o desagradable de la ocupaci�n;

2. la facilidad y baratura o la dificultad y gasto del aprendizaje;

 3. la continuidad o discontinuidad de la ocupaci�n;

4. la menor o mayor confianza que se debe depositar en el empleado;

 5 la mucha o poca probabilidad de �xito (Nota). No hace falta detallar estas causas que var�an los salarios seg�n las diferentes ocupaciones.

Han sido admirablemente expuestas por Adam Smith y sus seguidores, que han elaborado bien los detalles, aunque no hayan podido captar la ley principal. (Nota) Esta �ltima, que es an�loga al elemento riesgo en los beneficios, explica los elevados salarios de los abogados, m�dicos, contratistas, actores, etc., que tienen �xito. Demanda y Oferta de Trabajo Es perfectamente correcto decir que en diferentes ocupaciones, los salarios var�an relativamente seg�n las diferencias en la oferta y la demanda de trabajo, entendiendo por demanda la petici�n de servicios de un determinado tipo, hecha por el conjunto social, y por oferta la cantidad relativa de trabajo que, en las circunstancias existentes, puede dedicarse a efectuar dichos servicios. Pero, aunque esto es verdad respecto a las diferencias relativas de los salarios, aquellas palabras no significan nada cuando se dice que el nivel general de los salarios es determinado por la oferta y la demanda. Porque oferta y demanda s�lo son t�rminos relativos. Oferta de trabajo solamente puede significar trabajo ofrecido a cambio de trabajo o de producto del trabajo; y demanda de trabajo solamente puede significar trabajo o producto del trabajo que se ofrecen a cambio de trabajo. As�, pues, oferta es demanda y demanda es oferta y, en el conjunto social, ambas abarcan lo mismo. Lo que oculta cu�n absurdo es hablar de oferta y demanda refiri�ndose al trabajo en general, es la costumbre de considerar que la demanda de trabajo procede del capital y es una cosa distinta del trabajo; pero el an�lisis a que anteriormente se ha sometido esta idea, ha bastado para probar su falsedad. Las Variaciones del Salario son Interdependientes Cualesquiera que sean las circunstancias que causan la diversidad de salarios en las diferentes ocupaciones y aun cuando la relaci�n entre los diferentes salarios var�a (originando diferencias relativas m�s o menos grandes seg�n las �pocas y los sitios), tanto la observaci�n como la teor�a evidencian que la altura del salario en una ocupaci�n siempre depende de la altura en otra; y as� sucesivamente, hasta llegar a la capa inferior y m�s extensa de los salarios, en ocupaciones donde la demanda es casi uniforme y en las que hay la mayor libertad para ocuparse. Porque, aunque puedan existir barreras m�s o menos dif�ciles de vencer, la cantidad de trabajo que puede dedicarse a una ocupaci�n especial no es absolutamente fija en ninguna parte. Todos los artesanos podr�an actuar como obreros y muchos obreros podr�an pronto hacerse artesanos; todos los almacenistas podr�an actuar como tenderos y muchos tenderos f�cilmente podr�an hacerse almacenistas; muchos labradores, con alg�n aliciente, se har�an cazadores o mineros, pescadores o marineros; y muchos cazadores, mineros, pescadores y marineros, podr�an, a petici�n, dedicarse al cultivo. En los extremos de cada ocupaci�n est�n aquellos para quienes los atractivos de una u otra ocupaci�n est�n tan equilibrados, que el menor cambio basta para encaminar su trabajo en una u otra direcci�n. Por esto, cualquier aumento o disminuci�n en la demanda de trabajo de determinado tipo no puede, si no es temporalmente, llevar el salario de esta ocupaci�n m�s arriba o m�s abajo del nivel relativo del salario en otras ocupaciones, que est� determinado por las circunstancias anteriormente mencionadas, tales como la relativa agradabilidad o continuidad del empleo, etc. Aun donde en esta correlaci�n se interponen barreras artificiales, como leyes restrictivas, regulaciones gremiales, instituciones de castas, etc., la experiencia demuestra que pueden dificultar, pero no impedir que este equilibrio persista. Obran como las presas, que suben las aguas de un r�o por encima de su nivel natural, pero no pueden evitar que rebosen. Ley General del Salario As�, pues, aunque la relaci�n de los salarios entre s� pueda cambiar de vez en cuando, seg�n las circunstancias que determinan sus niveles relativos, es evidente que los salarios en todas las capas sociales han de depender, en definitiva, del salario en la capa inferior y m�s amplia, y que seg�n que �ste suba o baje, subir� o bajar� la altura general del salario. Las ocupaciones primarias y fundamentales sobre las que, por decirlo as�, todas las dem�s descansan, son, evidentemente, las que obtienen riqueza directamente de la naturaleza; luego, la ley del salario en �stas ha de ser la ley general del salario. Y puesto que el salario en estas ocupaciones depende, como est� claro, de lo que el trabajo puede producir en el punto de m�nima productividad a que habitualmente se aplica, por esto, los salarios en general dependen del limite de cultivo o para decirlo con m�s exactitud, del punto de m�xima productividad natural al cual el trabajo puede libremente aplicarse sin pagar renta. La ley del salario que de este modo hemos obtenido es la que antes hab�amos obtenido como corolario de la ley de la renta. Esa ley es: El salario depende del margen de producci�n o del producto que el trabajo puede obtener en el punto de m�xima productividad natural que le es accesible sin pago de renta. Como la ley de la renta de Ricardo, de la cual es corolario, esta ley del salario lleva consigo su propia demostraci�n y resulta evidente con s�lo enunciarla. Porque no es sino una aplicaci�n de la verdad central, base del razonamiento en Econom�a, de que el hombre procura satisfacer sus deseos con el m�nimo esfuerzo. El promedio de los hombres no querr� trabajar para un patrono por menos, todo considerado, de lo que puede ganar trabajando por cuenta propia; ni tampoco trabajar� por cuenta propia por menos de lo que pueda ganar trabajando para un patrono. Por esto, la ganancia que el trabajo puede obtener de los bienes naturales que est�n libres para �l, fija el salario que el trabajo obtiene en todas partes. Es decir, la l�nea de la renta es la medida forzosa de la l�nea del salario. Lo que hace evidente que una tierra de cierta calidad dar� como renta el exceso de su producto sobre el de la tierra menos productiva empleada, es el saber que el due�o de la tierra mejor puede obtener trabajo que la explote, pag�ndolo con lo que este mismo trabajo podr�a obtener de la tierra de calidad m�s pobre. El Salario es una Proporci�n del Producto Quiz� convenga recordar al lector que estoy empleando la palabra salario en el sentido, no de cantidad, sino de proporci�n. Cuando digo que los salarios bajan a medida que la renta sube, quiero decir que es forzosamente menor, no la cantidad de riqueza obtenida por los trabajadores como salario, sino la proporci�n en que esta cantidad est� respecto a la producci�n total. La proporci�n puede disminuir mientras la cantidad queda igual o incluso aumenta. Si el margen de cultivo desciende del punto de productividad que llamaremos 25 al que llamaremos 20, la renta de todas las tierras que anteriormente pagaban renta subir� seg�n esta diferencia, y la proporci�n de todo el producto obtenida por los trabajadores como salario, descender� en la misma extensi�n. Pero si, entretanto, el progreso de las artes o las econom�as permitidas por el aumento de poblaci�n, han aumentado el poder productivo del trabajo, de tal modo que un mismo esfuerzo produce ahora tanta riqueza en el punto 20 como antes en el 25, los trabajadores obtendr�n como salario una cantidad de riqueza igual que antes. La baja relativa del salario no se percibir� en ninguna disminuci�n de art�culos necesarios o comodidades del trabajador, sino solamente en los mayores ingresos y m�s pr�digos gastos de la clase que cobra renta. En sus manifestaciones m�s sencillas, la ley del salario es reconocida por gente que no se preocupa de Econom�a Pol�tica, del mismo modo que, desde muy antiguo, quienes nunca pensaron en la ley de la gravedad reconoc�an que un cuerpo pesado cae. No hace falta ser un fil�sofo para ver que si en cualquier pa�s se abrieran de par en par bienes naturales que permitiesen a los trabajadores ganar por cuenta propia salarios mayores que los m�s bajos ahora pagados, el nivel general del salario subir�a. El mismo Adam Smith vio la causa de los altos salarios donde todav�a hay tierra libre por colonizar, aunque no supo apreciar la importancia y relaciones de este hecho. Al tratar de las causas de la prosperidad de las nuevas colonias (La Riqueza de las Naciones, libro 4, capitulo 7), dice: �Cada colono adquiere m�s tierra que la que puede cultivar. No tiene que pagar renta, ni casi impuestos... Por eso est� deseoso de reunir trabajadores de todas partes y pagarles los salarios m�s generosos. Pero estos generosos salarios, junto con la abundancia y baratura de la tierra, pronto hacen que los trabajadores le dejen para hacerse propietarios a su vez y remunerar con igual largueza otros trabajadores, que pronto les dejar�n por la misma raz�n que ellos a su primer patrono.� Es imposible leer las obras de los economistas que, desde el tiempo de Adam Smith, se han esforzado en erigir y dilucidar la ciencia de la Econom�a Pol�tica, y no verlos tropezar una y otra vez con la ley del salario sin reconocerla nunca. Y, no obstante, ��si hubiese sido un perro, les habr�a mordido!�. Ciertamente, es dif�cil resistir a la sospecha que algunos de ellos realmente vieron esta ley del salario, pero, temiendo las conclusiones pr�cticas a que conducir�a, prefirieron ignorarla y encubrirla, antes que emplearla como clave de problemas que sin ella son tan desconcertantes. �Una gran verdad, para un siglo que la ha rechazado y pisoteado, no es una palabra de paz, sino una espada!

CAPITULO 10 INTER�S DEL CAPITAL

El capital no es una cantidad fija, sino que siempre puede ser aumentado o disminuido,

1) por la mayor o menor aplicaci�n de, trabajo a producir capital, y

2) por la conversi�n de riqueza en capital o de capital en riqueza.

Es notorio que, en condiciones de libertad, lo m�ximo que se dar� por el uso del capital, ser� el incremento que �ste suministra, y lo m�nimo ser� la reposici�n del capital; pues, por encima de aquel punto, el tomar capital a pr�stamo implicar�a una p�rdida, y por debajo del otro no se podr�a conservar el capital. El poder de aplicarse en formas ventajosas es un poder del trabajo, que el capital, en cuanto a tal, no puede reclamar ni compartir. Un arco y unas flechas permitir�n a un indio matar, supongamos, un b�falo cada d�a, mientras que con palos y piedras apenas podr�a matar uno por semana; pero el armero de la tribu no podr�a reclamar al cazador seis de los siete b�falos muertos, como recompensa por el uso de un arco y flechas. Ni el capital empleado en una f�brica de pa�o dar� al capitalista la diferencia entre el producto de la f�brica y lo que la misma cantidad de trabajo obtendr�a con la rueca y el telar a mano. El capital es producido por el trabajo; de hecho es solamente trabajo incorporado a materia, trabajo almacenado en materia, para cederlo cuando se necesita, como el calor del sol almacenado en el carb�n se desprende en el hogar. Por consiguiente, el uso del capital en la producci�n s�lo es una forma de trabajo. Como que s�lo puede usarse el capital consumi�ndolo, su uso es un gasto de trabajo; y para conservar el capital, su producci�n por el trabajo ha de ser proporcionada a su consumo en ayuda del trabajo. El punto normal del inter�s, donde quiera que est� situado entre lo m�ximo y lo m�nimo necesarios de recompensa al capital, ha de ser tal que, todo considerado, la recompensa del trabajo y la del capital resulten igualmente atractivas para el esfuerzo y el sacrificio que, respectivamente, implican. Quiz� no es posible formular este punto, porque habitualmente los salarios se eval�an en cantidad, y el inter�s en proporci�n. Pero debe haber un punto tal, en el que o, mejor dicho, cerca del cual el nivel del inter�s tiende a fijarse; porque, si no tuviera lugar este equilibrio, el trabajo no aceptar�a el uso del capital o el capital no se pondr�a a disposici�n del trabajo. Se puede exponer esta natural relaci�n entre inter�s y salario en una forma que sugiere una oposici�n; pero esta oposici�n es s�lo aparente. En una sociedad entre Dick y Harry, la cl�usula por la cual Dick cobra una cierta proporci�n de las ganancias conjuntas implica que la parte de Harry sea mayor o menor seg�n que la de Dick sea menor o mayor, respectivamente; pero si, como en este caso sucede, cada uno obtiene s�lo lo que a�ade al fondo com�n, el aumento de la porci�n de uno no disminuye la del otro. No estamos hablando, claro est�, de salarios e inter�s particulares, sino del nivel general del salario y del nivel general del inter�s, siempre entendiendo por inter�s la retribuci�n que el capital puede obtener, sin incluir el seguro ni los salarios de superintendencia. En una rama particular de la producci�n se puede trazar claramente una l�nea entre los que aportan trabajo y los que aportan capital, pero, aun en colectividades en que hay la m�s marcada distinci�n entre la clase general de los trabajadores y la clase general de los capitalistas, estas dos clases pasan de una a otra por gradaciones imperceptibles y, en los extremos en que ambas clases se juntan en las mismas personas, la mutua acci�n que restablece el equilibrio puede proseguir sin ser obstruida. Posici�n Relativa del Capitalista y el Propietario Aun en colectividades en que hay la m�s marcada distinci�n entre la clase general de los trabajadores y la clase general de los capitalistas, estas dos clases pasan de una a otra por gradaciones imperceptibles. Si cabe imaginar un lugar donde la producci�n de la riqueza se efectuase sin la ayuda del trabajo y �nicamente por la fuerza reproductiva del capital y a donde fuesen llevados ciertos capitalistas con sus capitales en forma apropiada, evidentemente, aqu�llos obtendr�an, como recompensa de su capital, toda la riqueza obtenida, �nicamente en tanto que nada de lo producido fuese reclamado como renta. Cuando la renta apareciese, �sta saldr�a del producto del capital y a medida que ella aumentase, la ganancia de los due�os de capital necesariamente disminuir�a. Imaginando que el lugar donde el capital tuviese este poder de producir riqueza sin ayuda del trabajo, fuese de extensi�n limitada, supongamos una isla, ver�amos que cuando el capital hubiese aumentado hasta el l�mite de cabida de la isla, la recompensa del capital descender�a hasta una bagatela por encima de su mera reposici�n y que los propietarios del suelo obtendr�an como renta casi todo lo producido, pues la �nica alternativa que tendr�an los capitalistas ser�a arrojar su capital al mar. O si imaginamos que esta isla est� en comunicaci�n con el resto del mundo, la recompensa del capital se pondr�a al nivel de la que tiene en otros lugares. El inter�s no ser�a ni m�s alto ni m�s bajo que en cualquier otro lugar. La renta obtendr�a toda la ventaja y la tierra de esta isla tendr�a un gran valor. El Capital como Forma del Trabajo En verdad, la distribuci�n primaria de la riqueza se hace en dos partes y no en tres. El capital no es sino una forma de trabajo y su distinci�n respecto al trabajo es en realidad una subdivisi�n, como lo ser�a la distinci�n del trabajo en h�bil e inh�bil. Hemos llegado al mismo punto que habr�amos alcanzado al considerar sencillamente el capital como una forma de trabajo y buscar la ley que distribuye el producto entre la renta y el salario; es decir, entre los poseedores de los dos factores, las substancias y fuerzas naturales y el esfuerzo humano, que al unirse producen toda la riqueza. Provechos a Menudo Confundidos con el Inter�s Como ya hemos hecho notar, los valores de la tierra, que forman una enorme parte de lo llamado usualmente capital, no son en modo alguno capital; y la renta, com�nmente incluida entre las ganancias del capital, y que se lleva una porci�n, siempre creciente, del producto de una colectividad progresiva, no es ganancia del capital y ha de distinguirse cuidadosamente del inter�s. Perm�tasenos recordar de nuevo que nada que no sea riqueza puede ser capital, es decir, que no pueden ser capital los dones espont�neos de la naturaleza ni lo que no consista en cosas efectivas y tangibles que tienen en s� mismas, y no por representaci�n, la facultad de servir directa o indirectamente al deseo del hombre. Por consiguiente, un valor del Estado no es capital, ni siquiera lo representa. El capital que el Estado recibi� por �l, ha sido consumido improductivamente, disparado por las bocas de los ca�ones, usado en buques de guerra, gastado en mantener hombres marchando y haciendo ejercicios, matando y destruyendo. El valor del Estado no puede representar capital que ha sido destruido. No representa ning�n capital. Es sencillamente una declaraci�n solemne de que el gobierno, alg�n d�a, por medio de impuestos, tomar� de las existencias de riqueza del pueblo el equivalente que devolver� al tenedor del valor; y que entretanto, de vez en cuando tomar� del mismo modo lo suficiente para compensar el tenedor el incremento que el capital que promete devolverle le dar�a, si estuviese realmente en su poder. Las inmensas sumas que de este modo se toman del producto de todos los pa�ses modernos para pagar el inter�s de la deuda p�blica no son la ganancia o incremento del capital; no son realmente inter�s en el sentido estricto del t�rmino, sino impuestos levantados sobre el producto del trabajo y del capital, dejando tanto menos para los salarios y para el verdadero inter�s. Pero, supongamos que los valores se han emitido para ahondar el cauce de un r�o, construir faros o erigir un mercado p�blico; o supongamos, para presentar la misma idea con otro ejemplo, que han sido emitidos por una compa��a ferroviaria. En este caso s� que representan capital existente y aplicado a usos productivos y, como las acciones de una compa��a que paga dividendo, pueden ser considerados como certificados de la propiedad de capital. Pero s�lo pueden ser considerados as�, en tanto que efectivamente representan capital y no en cuanto han sido emitidos en exceso respecto al capital usado. Hay economistas que descomponen los beneficios en inter�s, seguro y salarios de superintendencia. Pero mientras los salarios de superintendencia incluyen evidentemente los ingresos derivados de cualidades personales como son la destreza, el tacto, la iniciativa, la capacidad organizadora, la inventiva, el car�cter, etc., hay otro elemento que contribuye a los beneficios ahora comentados, y que s�lo arbitrariamente puede clasificarse junto a dichas cualidades: el elemento de monopolio. Cuando Jacobo I concedi� a su favorito el privilegio exclusivo de hacer hilo de oro y de plata, y bajo severas penas prohibi� a los dem�s hacerlo, el ingreso que por ello Buckingham disfrut�, proced�a, no del inter�s del capital invertido en la manufactura, ni de la destreza u otras cualidades de quienes realmente efectuaban las operaciones, sino de lo que obtuvo del Rey, esto es, del privilegio exclusivo, en realidad, del poder para imponer con fines particulares un impuesto a todos los que usaran aquel hilo. De una fuente parecida viene gran parte de los beneficios que se suelen confundir con los intereses del capital. Los ingresos obtenidos de patentes concedidas por un n�mero limitado de a�os con el prop�sito de fomentar los inventos, son evidentemente atribuibles a esta fuente, como lo son las ganancias derivadas de monopolios creados por tarifas protectoras con el pretexto de fomentar la industria patria. Tambi�n se confunden a menudo con el inter�s los beneficios debidos a los elementos del riesgo. Algunas personas adquieren riqueza aprovechando ocasiones que necesariamente han de traer p�rdidas a la mayor�a de la gente. Tales son ciertas formas de especulaci�n y sobre todo lo que se llama jugar a la bolsa; como en una mesa de juego, lo que uno gana, alg�n otro lo ha de perder. Cu�n necesario es tomar nota de las distinciones sobre las que he llamado la atenci�n, se ve en las discusiones corrientes, en las cuales el color es blanco o negro, seg�n que se mire desde un punto de vista o del otro. Por una parte, en la existencia de la profunda miseria al lado de vastos ac�mulos de riqueza, se nos quiere hacer ver las agresiones del capital contra el trabajo. Por otra parte, se ha indicado que el capital ayuda al trabajo, y se nos pide que de esto deduzcamos que nada hay injusto o antinatural en el ancho abismo entre ricos y pobres, que la fortuna no es sino la recompensa de la laboriosidad, la inteligencia y la sobriedad, y que la pobreza no es sino el castigo de la desidia, la ignorancia y la imprudencia.

CAPITULO 11 EFECTO DEL PROGRESO MATERIAL SOBRE LA DISTRIBUCI�N DE LA RIQUEZA

 Decir que el salario queda bajo porque la renta sube, es como decir que un vapor se mueve porque su h�lice gira. La pregunta que surge es: Por qu� sube la renta? �Cu�l es la fuerza o necesidad que, al aumentar el poder productivo, da como renta una proporci�n, cada vez mayor, del producto? La �nica causa indicada por Ricardo como causa que eleva la renta es el aumento de la poblaci�n, que, al requerir mayor suministro de comida, fuerza el cultivo a extenderse a puntos de inferior productividad de las mismas tierras. Pero, aunque es indiscutiblemente cierto que la creciente presi�n de la poblaci�n, obligando a recurrir a puntos inferiores de producci�n, ha de elevar y realmente eleva la renta, no creo que esto baste a explicar por completo el aumento de la renta con la marcha del progreso. Evidentemente, hay otras causas que contribuyen a elevar la renta, pero que parecen haber sido total o parcialmente ocultadas por ideas falsas sobre las funciones del capital y el origen del salario. Para ver cu�les son dichas causas y c�mo act�an, examinemos el efecto del progreso material sobre la distribuci�n de la riqueza. Los cambios que constituyen el progreso material o contribuyen al mismo son tres:

1) aumento de la poblaci�n;

 2) perfeccionamiento de las artes de producci�n y cambio; 

3) perfeccionamiento del saber, la educaci�n, el gobierno, las costumbres y la moralidad, en cuanto aumentan el poder de producir riqueza.

El progreso material, como vulgarmente se entiende, consta de estos tres elementos o direcciones de progreso, en todos los cuales las naciones progresivas han avanzado de un tiempo a esta parte, aunque en grados diferentes. Considerado desde el punto de vista de las fuerzas o econom�as materiales, el aumento del saber, el mejoramiento del gobierno, etc., da el mismo resultado que el perfeccionamiento de las artes. Por esto no habr� necesidad de examinarlos separadamente. La influencia que el progreso intelectual o moral por s� mismo tiene sobre nuestro problema, ser� examinada m�s adelante. Ahora estamos tratando del progreso material, al cual estas cosas contribuyen solamente en cuanto aumentan el poder productor de riqueza, y veremos sus efectos al ver el resultado del perfeccionamiento de las artes. Efecto del Aumento de Poblaci�n La manera como el aumento de poblaci�n eleva la renta, seg�n se explica y aclara generalmente, consiste en que la mayor demanda de subsistencias fuerza la producci�n hacia suelos o puntos productivos inferiores. De este modo, si, con una cierta poblaci�n, el margen de cultivo est� en 30, todas las tierras de productividad superior a 30 pagar�n renta. Si la poblaci�n se duplica, se requiere un empleo adicional de tierra y �ste s�lo se puede lograr extendiendo el cultivo, por lo cual dar�n renta otras tierras que antes no daban ninguna. Si la extensi�n es hasta 20, toda la tierra entre 20 y 30 dar� renta y tendr� un valor y toda la tierra por encima de 30 dar� una renta aumentada y tendr� un valor aumentado. Surge, no obstante, un error que se ha de aclarar para entender bien el resultado que el aumento de poblaci�n da en la distribuci�n de la riqueza. Es la creencia en que el recurrir a puntos inferiores de producci�n implica un producto total m�s peque�o en proporci�n al trabajo empleado. En s� mismo y sin ning�n progreso en las artes, el aumento de poblaci�n implica un aumento del poder productivo del trabajo. En iguales circunstancias, el trabajo de 100 hombres producir� mucho m�s que cien veces el trabajo de un hombre y el trabajo de 1,000 hombres mucho m�s que diez veces el trabajo de 100 hombres; y as�, para cada par de manos que el aumento de poblaci�n a�ade, el poder productor aumenta m�s, que proporcionalmente. De este modo, al aumentar la poblaci�n, se puede recurrir a puntos de m�s baja productividad natural, no s�lo sin disminuir el promedio de producci�n de riqueza, sino sin disminuci�n en el punto inferior. Si se duplica la poblaci�n, la tierra cuya productividad es s�lo 20, puede dar a la misma cantidad de trabajo lo mismo que la tierra de productividad 30 daba antes. Pues no se debe olvidar, como a menudo se olvida, que la productividad, tanto de la tierra como del trabajo, no se ha de medir por una sola cosa, sino por todas las cosas deseadas. Un colonizador y su familia, a cien millas del poblado m�s pr�ximo, pueden cosechar tanto ma�z como podr�an cosechar si sus tierras estuviesen en el centro de un distrito populoso. Pero en �ste podr�an ganarse la vida igualmente bien con el mismo trabajo en una tierra mucho m�s pobre o pagando renta en una tierra igual, porque en medio de una poblaci�n mayor, su trabajo resultar�a m�s eficaz; quiz� no en la producci�n de ma�z, pero si en la producci�n de riqueza en general; o sea, en la obtenci�n de todas las mercanc�as y servicios que son el verdadero objeto de su trabajo. Salarios en Cantidad y en Proporci�n Supongamos tierras de calidades decrecientes. Naturalmente la mejor tierra ser� colonizada primero y, a medida que la poblaci�n aumenta, la producci�n ocupar� la de calidad inmediata inferior y as� sucesivamente. Pero, como el aumento de poblaci�n, al permitir mayores econom�as, aumenta la eficacia del trabajo, la causa que pone en explotaci�n cada clase de tierra sucesivamente, aumentar� al mismo tiempo la cantidad de riqueza que una igual cantidad de trabajo podr�a obtener de esta tierra. Pero a�n har�a m�s que esto; aumentar�a el poder de producir riqueza en todas las tierras superiores ya en explotaci�n. Si las relaciones de cantidad y calidad fuesen tales que el aumento de poblaci�n aumentase la eficacia del trabajo m�s aprisa que la necesidad de recurrir a tierras menos productivas, aunque el margen de cultivo bajase y la renta subiese, la recompensa m�nima del trabajo aumentar�a. Es decir, aunque el salario bajase en proporci�n, subir�a en cantidad. El promedio de producci�n de riqueza aumentar�a. Si las relaciones fuesen tales que la creciente eficacia del trabajo compensase exactamente el descenso de productividad de la tierra a medida que �sta se pusiese en explotaci�n, los resultados del aumento de poblaci�n ser�an aumentar la renta, por el descenso del margen de cultivo, sin descenso de los salarios en cantidad, y aumentar el promedio de la producci�n. Si ahora suponemos que la poblaci�n contin�a aumentando, pero que entre la tierra inferior en uso y la tierra inmediatamente inferior a ella hay una diferencia tan grande, que no se puede compensar con la mayor eficacia que el aumento de poblaci�n da al trabajo, la ganancia m�nima del trabajo quedar�a reducida y con la subida de la renta, el salario bajar�a, no s�lo en proporci�n, sino tambi�n en cantidad. Pero a no ser que el descenso en la calidad de la tierra fuese mucho m�s r�pido de lo que es o podamos imaginar, el promedio de la producci�n a�n aumentar�a. El aumento de eficacia que resulta del crecimiento de poblaci�n abarca todo el trabajo, y la ganancia en las tierras de calidad superior compensa con creces la menor producci�n de las tierras recientemente ocupadas. En comparaci�n con el trabajo total, la producci�n total de riqueza ser� mayor, aunque su distribuci�n ser� m�s desigual. De este modo, el aumento de poblaci�n, al extender la producci�n a niveles naturales m�s bajos aumenta la renta y reduce el salario en proporci�n y puede reducirlo o no reducirlo en cantidad; el aumento de poblaci�n raras veces puede reducir y probablemente nunca reduce la producci�n total en relaci�n con el trabajo total efectuado; por el contrario, aumenta, a menudo en gran escala, la producci�n total. Efecto de los Inventos y Mejoras Mientras avancen la invenci�n y las mejoras, continuamente aumentando la eficiencia del trabajo, el margen de producci�n se empujar� m�s y m�s para abajo, y la renta subir� constantemente. El efecto de los inventos y perfeccionamientos en las artes productoras es ahorrar trabajo, esto es, permitir que se obtenga el mismo resultado con menos trabajo o un mayor resultado con el mismo trabajo. En un estado social en que el poder existente del trabajo sirviese para satisfacer todos los deseos materiales, y esta satisfacci�n no pudiese despertar otros nuevos, el efecto de las invenciones que ahorran trabajo ser�a simplemente reducir la cantidad de trabajo efectuado. En el estado social que llamamos civilizado, del que tratamos en esta investigaci�n, ocurre todo lo contrario. La demanda no es una cantidad fija que s�lo aumenta a medida que la poblaci�n aumenta. En cada individuo, aumenta con su facultad de obtener las cosas deseadas. La cantidad de riqueza producida, en ning�n sitio es la que corresponde al deseo de riqueza, y el deseo aumenta a cada nueva ocasi�n de satisfacerlo. Siendo as�, el efecto de los inventos que ahorran trabajo ser� aumentar la producci�n de riqueza. Perm�tasenos recordar al lector que la posesi�n o producci�n de una clase cualquiera de riqueza equivale a la posesi�n o producci�n de cualquier otra clase con la cual puede cambiarse aqu�lla. El objeto del trabajo de cualquier individuo no es obtener una clase particular de riqueza, sino obtener riqueza de todas las clases que se acomoden a sus deseos. Por esto, un invento que permita un ahorro del trabajo necesario para producir una de las cosas deseadas, es equivalente a un aumento del poder para producir todas las dem�s cosas. Si la alimentaci�n de un hombre requiere la mitad de su trabajo, y el vestido y la vivienda la otra mitad, un invento que aumente su poder para procurarse comida, aumenta tambi�n su poder para obtener ropa y habitaci�n. Si sus deseos de m�s o mejor comida y de m�s o mejor ropa y vivienda fuesen iguales, un perfeccionamiento en una rama del trabajo equivaldr�a precisamente a un igual perfeccionamiento en la otra. Si el perfeccionamiento consistiese en duplicar el poder de su trabajo para producir comida, destinar�a un tercio menos de trabajo a producirla y un tercio m�s a obtener vestido y habitaci�n. Si el perfeccionamiento duplicase su poder para obtener ropa y vivienda, destinar�a un tercio menos de trabajo a estas cosas y un tercio m�s a a producir comida. En ambos casos el resultado ser�a igual, el mismo trabajo le permitir�a obtener un tercio m�s en cantidad o calidad de todas las cosas que desease. Y, asimismo, donde la producci�n se efect�a por la divisi�n del trabajo entre individuos diferentes, un aumento del poder para producir una de las cosas requeridas por la producci�n conjunta, aumenta el poder para obtener otras. Aumentar� la producci�n de otras cosas en un grado determinado por la proporci�n en que se ahorra trabajo del total efectuado y por la intensidad relativa de los deseos. Mayor Eficacia Absorbida en Renta Mayor Como ejemplo de este resultado de la maquinaria e inventos que ahorran trabajo, supongamos un pa�s en el cual, como en todas las naciones del mundo civilizado, la tierra est� en posesi�n de una parte del pueblo �nicamente. Supongamos que una barrera permanente impide un ulterior aumento de poblaci�n. Representemos por 20 el margen de cultivo o de producci�n. De este modo, la tierra con sus oportunidades naturales, en la cual la aplicaci�n de trabajo y capital producir�a un rendimiento de 20, dar�a exactamente el nivel corriente de salario e inter�s, sin producir ninguna renta; mientras que todas las tierras que rindiesen m�s de 20 a igual inversi�n de trabajo y capital, dar�an el exceso como renta. Permaneciendo fija la poblaci�n, sup�nganse all� inventos y perfeccionamientos que reducen en una d�cima parte la aportaci�n de trabajo y capital requerida para producir la misma cantidad de riqueza. Pues bien: o una d�cima parte del trabajo y del capital quedar� libre y la producci�n continuar� la misma que antes; o bien se emplear� la misma cantidad de trabajo y capital y aumentar� la producci�n proporcionalmente. Pero, como en todos los pa�ses civilizados, la producci�n est� organizada de manera que toda reducci�n del trabajo invertido en producir no se har�, por lo menos al principio, dando a cada trabajador la misma cantidad de producto a cambio de menos trabajo, sino dejando a algunos trabajadores sin trabajo ni producto. Ahora, gracias a la mayor eficacia del trabajo debida a los nuevos perfeccionamientos, en el punto de productividad natural representada por 18 se puede obtener mayor ganancia que antes en el 20. De este modo, el efecto del deseo de riqueza insatisfecho y la competencia del trabajo y capital para obtener empleo extender�an el margen de producci�n hasta, supongamos, 18. Seg�n esto, la renta aumentar�a en la diferencia de 18 a 20, mientras que el salario y el inter�s no ser�an m�s altos que antes y, en proporci�n al producto total, ser�an menores. Si los inventos y perfeccionamientos siguen avanzando, todav�a aumentar� la eficacia del trabajo y todav�a disminuir� la cantidad de trabajo necesaria para producir un resultado dado. Por las mismas causas, este nuevo aumento de poder productivo se emplear� en producir m�s riqueza; el margen de cultivo volver� a extenderse y la renta aumentar�, tanto en proporci�n como en cantidad. Claro est� que en lo que precede me he referido a inventos y perfeccionamientos que se han generalizado. Apenas es necesario decir que mientras quienes utilizan un invento o perfeccionamiento son tan pocos, que obtienen una especial ventaja, aqu�l no afecta, en cuanto a esta ventaja se refiere, a la distribuci�n general de la riqueza. Lo mismo ocurre con los monopolios limitados creados por las leyes de patentes. Aunque generalmente confundidos con retribuciones del capital, los r�ditos as� obtenidos son en realidad ganancias de monopolio y en cuanto ellos sustraen de los beneficios de un perfeccionamiento, no afectan primariamente a la distribuci�n general. Por ejemplo, los beneficios de un ferrocarril o un invento parecido se difunden o monopolizan seg�n que sus tarifas se limiten a dar el inter�s usual del capital empleado o se eleven hasta dar una ganancia extraordinaria. Y, como es bien sabido, a la reducci�n de las tarifas, corresponde el alza del valor de la tierra. Como ya se ha dicho antes, en los perfeccionamientos que aumentan el valor de la tierra, no s�lo se han de incluir los que directamente aumentan el poder productivo, sino tambi�n los de gobierno, costumbres y moral, en cuanto lo aumentan indirectamente. Considerados como fuerzas materiales, el efecto de todos estos es aumentar el poder productivo y, como los progresos en las artes productivas, su beneficio es, en definitiva, monopolizado por los propietarios de la tierra.

CAPITULO 12 LA LLANURA ILIMITADA

Si bien el crecimiento de poblaci�n aumenta la renta por disminuir el margen de cultivo, es un error considerar esto como la �nica manera por la cual la renta sube a medida que la poblaci�n aumenta. El aumento de poblaci�n eleva la renta independientemente de las cualidades naturales de la tierra, porque el mayor poder de colaboraci�n y cambio, que resulta del aumento de poblaci�n, eleva la capacidad productiva de la tierra. El aumento de poder que resulta del aumento de poblaci�n, origina un mayor poder del trabajo localizado en la tierra, no del trabajo en general, sino s�lo del trabajo efectuado en una clase de tierra, y este poder se adhiere a la tierra del mismo modo que cualquier otra cualidad del suelo, el clima, el contenido mineral o la situaci�n natural, y se transmite, igual que estas cualidades, con la posesi�n de la tierra. Un mejoramiento de los m�todos de cultivo que, para una misma inversi�n, de dos cosechas al a�o en vez de una, o un perfeccionamiento de las herramientas y maquinarias que duplique el resultado del trabajo en una especial parcela de terreno, evidentemente tendr� sobre el producto el mismo efecto que si se hubiese duplicado la fertilidad de la tierra. Imaginemos ahora una llanura ilimitada, que se extiende en una continua igualdad de hierba y flores, �rboles y arroyos, hasta cansar al viajero con su monoton�a. Aparece la carreta del primer inmigrante. No sabe d�nde establecerse, cada hect�rea le parece tan buena como las dem�s. En cuanto al agua, la fertilidad, la situaci�n, no hay preferencia posible y �l se halla indeciso con la perplejidad de la abundancia. Cansado de buscar un lugar que sea mejor que los dem�s, se detiene en alguna parte, en cualquier sitio, y empieza a construirse una vivienda. El suelo es virgen y f�rtil, la caza abunda y los arroyos centellean con las mejores truchas. Aqui la naturaleza est� en toda su magnificencia. El tiene lo que, si estuviese en un distrito populoso, le har�a rico; no obstante, es muy pobre. Aun prescindiendo de la nostalgia que le har�a dar la bienvenida al forastero m�s taciturno, �l trabaja con todas las desventajas materiales de la soledad. No puede obtener auxilio temporal en ning�n trabajo que requiera mayor suma de fuerzas que las que le proporcione su propia familia o el auxilio que pueda retener de un modo permanente. Aunque tiene ganado, no puede comer carne fresca a menudo, porque para tener un bistec tendr�a que matar un novillo. Ha de ser su propio herrero, carretero, carpintero y remend�n, en una palabra, aprendiz de todo y maestro en nada. No puede llevar sus hijos a la escuela; para eso tendr�a que pagar y mantener a un maestro. Las cosas que �l mismo no puede hacer, ha de comprarlas al por mayor y tenerlas a mano, o si no, pasarse sin ellas, pues no puede dejar a cada momento su trabajo y hacer un largo viaje hasta los confines de la civilizaci�n; y cuando se ve forzado a hacerlo, adquirir una medicina o reemplazar una barrena rota puede costarle el trabajo propio y de sus caballos durante varios d�as. En estas circunstancias, aunque la naturaleza sea fecunda, el hombre es pobre. Le es f�cil obtener comida suficiente, pero, fuera de esto, su trabajo bastar� s�lo para satisfacer del modo m�s rudimentario las exigencias m�s sencillas. Pronto aparece otro inmigrante. Aunque cada sitio de la interminable llanura es tan bueno como todos los dem�s, ninguna duda le asalta respecto a d�nde establecerse. Aunque la tierra es la misma, hay un lugar que para �l es claramente mejor que cualquier otro, y es donde ya hay un colono y podr� tener un vecino. Se establece al lado del primer inmigrante, cuya situaci�n mejora de s�bito notablemente y al cual ahora le son posibles muchas cosas que antes no lo eran, pues dos hombres pueden prestarse mutuo auxilio para tareas que uno solo nunca podr�a realizar. Los Beneficios de la Asociaci�n Otro inmigrante llega y, guiado por la misma atracci�n, se establece donde ya hay dos. Luego otro y otro, hasta que alrededor del primero hay ya un grupo de vecinos. El trabajo tiene ahora una eficacia a la que, en la soledad, ni pod�a aproximarse. Si hay que hacer un trabajo pesado, los colonos se re�nen y juntos hacen en un d�a lo que a solas exigir�a a�os. Cuando uno mata un ternero, los otros toman una parte que devuelven cuando matan ellos, y as� todos tienen siempre carne fresca. Juntos contratan un maestro, y los ni�os de cada uno aprenden por una fracci�n de lo que una ense�anza parecida hubiera costado al primer colono. Resulta relativamente f�cil enviar a la ciudad m�s pr�xima, porque siempre va alguien. Pero hay menos necesidad de estos viajes. Pronto un herrero y un carretero instalan sus talleres y nuestro colono puede reparar sus aperos por una peque�a parte del trabajo que antes le costaba. Se abre una tienda, y cada cual puede, tener lo necesario cuando le hace falta; el correo, luego establecido, le pone en comunicaci�n con el resto del mundo. Vienen despu�s un zapatero, un carpintero, un guarnicionero, un m�dico; y al poco tiempo se levanta una peque�a Iglesia. Satisfacciones imposibles en la soledad, se hacen posibles. Se satisfacen gustos de �ndole social e intelectual, para la facultad del hombre que lo eleva por encima de las bestias. El poder de la simpat�a, el sentimiento de compa�erismo, la emulaci�n por comparaci�n y contraste, ofrecen una vida m�s amplia, m�s plena y m�s variada. Id ahora a nuestro primer colono y decidle: �Ten�is tantos frutales que hab�is plantado; tantas vallas, un pozo, un granero, una casa, en resumen, con vuestro trabajo hab�is a�adido un valor a este campo. Vuestra tierra no es ni de mucho tan buena como era. Le hab�is sacado cosechas y poco a poco se os har� necesario abonarla. Os doy todo el valor de vuestras mejoras si me la dais y con vuestra familia os vais otra vez m�s all� del limite de la colonia.� Se reir� de vosotros. Su tierra no rinde m�s trigo o patatas que antes, pero produce mucho m�s de todas las necesidades y comodidades de la vida. Su trabajo sobre ella no dar� mayores cosechas ni, supongamos, cosechas m�s valiosas, pero dar� mucho m�s de las otras cosas por las que el hombre trabaja. La presencia de otros colonos, el aumento de la poblaci�n, ha aumentado la productividad, en estas cosas, del trabajo efectuado sobre ella y este aumento de productividad hace esta tierra superior a la de igual calidad natural en la que todav�a no hay colonos. La Colonia se Convierte en Ciudad La poblaci�n contin�a en aumento y a medida de �ste aumentan las econom�as que el crecimiento permite y que en efecto se suman a la productividad de la tierra. Como que la tierra de nuestro primer colono es el centro de la poblaci�n, la tienda, la fragua del herrero, el taller del carretero, se establecen en ella o junto a ella, donde pronto se levanta una aldea, que se convierte con rapidez en una villa, centro de cambios para los habitantes de toda la comarca. Con una fertilidad no mayor que la primitiva, esta tierra empieza a adquirir un poder productivo de tipo superior. Al trabajo invertido en cosechar ma�z, trigo o patatas, no rendir� m�s de estas cosas que al principio. Pero al trabajo invertido en las ramas subdivididas de la producci�n, que requieren la proximidad de otros productores y especialmente al trabajo ocupado en la �ltima parte de la producci�n, que es la distribuci�n comercial, les dar� recompensas mucho mayores. El cultivador de trigo puede ir m�s lejos y hallar tierra en la que su trabajo producir� tanto trigo y casi tanta riqueza. Pero el artesano, el manufacturero, el almacenista, el hombre de carrera, hallan que su trabajo empleado all�, en el centro comercial, les da mucho m�s que si lo invirtieran a cierta distancia, aun peque�a, de all�; y este exceso de productividad para estos fines, lo puede reclamar el propietario de la tierra, como podr�a reclamar el exceso de productividad de trigo. Y as�, nuestro colono puede vender como solares unas pocas hect�reas, a precios que no sacar�a por tierras trigueras, aunque su fertilidad se hubiese multiplicado muchas veces. Por este procedimiento se construye para s� una buena casa y la amuebla con elegancia. Es decir, reduciendo la transacci�n a sus t�rminos m�s sencillos, la gente que desea usar la tierra le construye y amuebla una casa, a condici�n de que les deje aprovecharse de la superior productividad que el aumento de poblaci�n ha dado a su tierra. La poblaci�n sigue aumentando, dando cada vez mayor utilidad a la tierra y m�s y m�s riqueza a su due�o. La villa se ha convertido en una ciudad, un San Luis, un Chicago o un San Francisco y sigue creciendo. La producci�n se efect�a ahora en gran escala, con la mejor maquinaria y las mayores facilidades; la divisi�n del trabajo se vuelve en extremo minuciosa, multiplicando maravillosamente su eficacia; los cambios son de tanta magnitud y rapidez que se hacen con el m�nimo de rozamientos y p�rdidas. Aqu� est� el coraz�n, el cerebro del vasto organismo social que ha brotado del germen de la primitiva colonia; aqu� se ha desarrollado uno de los grandes ganglios del mundo de los hombres. Aqu� vienen todos los caminos, aqu� afluyen todas las corrientes, a trav�s de las vastas regiones del alrededor. Si ten�is algo que vender, aqu� est� el mercado; si ten�is que comprar algo, aqu� est� el surtido mayor y m�s selecto. Aqu� la actividad intelectual est� concentrada en un foco y aqu� brota el est�mulo que nace del choque de las ideas. Aqu� est�n las grandes bibliotecas, dep�sito y granero del saber, los sabios profesores, los especialistas famosos. Aqu� est�n los museos y galer�as de arte y todas las cosas raras y valiosas, las mejores de su clase. Aqu� vienen grandes actores, oradores y cantantes de todas las partes del mundo. Aqu�, en fin, hay un centro de la vida humana en todas sus diversas manifestaciones. Tan enormes son las ventajas que esta tierra ofrece ahora para la aplicaci�n del trabajo, que, en vez de un hombre con un par de caballos desterronando hect�reas, se pueden contar miles de obreros por hect�rea, trabajando en filas, en locales superpuestos, cinco, seis, siete y ocho pisos sobre el nivel del suelo, mientras bajo la superficie de la tierra palpitan m�quinas con pulsaciones que ejercen la fuerza de miles de caballos. Inmenso Aumento de Valores de la Tierra Todas estas ventajas se adhieren a la tierra; es en esta tierra y no en otra donde se pueden aprovechar, porque aqu� est� el centro de poblaci�n, el foco del comercio, el mercado y taller de las m�s altas formas de la actividad. Los poderes productivos que la densidad de poblaci�n ha incorporado a esta tierra equivalen a multiplicar por cien o por mil su primitiva fertilidad. Y la renta, que mide la diferencia entre esta productividad adicional y la de la tierra menos productiva en uso, ha aumentado en la misma proporci�n. Nuestro colono o quienquiera que le haya sucedido en su derecho a la tierra, es ahora millonario. Cual otro Rip Van Winkle, pod�a haber estado durmiendo; sin embargo, es rico, no por algo que haya hecho, sino por el aumento de la poblaci�n. Hay solares de los que, por cada pie (Nota) de fachada, el propietario puede sacar m�s que lo que puede ganar un operario promedio; hay solares en venta por m�s de lo necesario pera empedrarlos con oro. En las calles principales se yerguen edificios de granito, m�rmol, hierro y cristal, acabados al estilo m�s costoso y repletos de todas las comodidades. Sin embargo, no valen tanto corno la tierra en que descansan, la misma tierra, en nada cambiada, que al llegar nuestro primer colono no val�a absolutamente nada. (Nota) Un pie equivale a 30 1/2 cent�metros. (N. del T.) Que �ste es el modo como el aumento de poblaci�n act�a poderosamente elevando la renta, puede verlo por si mismo quienquiera que mire en torno suyo en un pa�s progresivo. El proceso est� avanzando ante sus mismos ojos. La creciente diferencia de productividad de la tierra en uso, que origina un aumento creciente de la renta, no es debido tanto a que las exigencias de una poblaci�n mayor obliguen a recurrir a tierra inferior, como a la mayor productividad que aumento de poblaci�n de la tierra ya en uso. Las tierras m�s valiosas del globo, las tierras que dan la renta m�s alta, no son tierras de superior fertilidad natural, sino tierras a las cuales el crecimiento de poblaci�n ha dado una utilidad sobresaliente. Recapitulemos: El efecto del aumento de poblaci�n sobre la distribuci�n de la riqueza es aumentar la renta y por consiguiente disminuir la proporci�n del producto que va al trabajo y al capital, de dos modos: Primero: disminuyendo el margen de cultivo. Segundo: descubriendo en la tierra especiales capacidades de otro modo latentes, y agregando capacidades especiales a determinadas tierras. Me inclino a pensar que el �ltimo modo, al que los economistas han prestado poca atenci�n, es en realidad el m�s importante.

CAPITULO 13 CAUSA PRIMARIA DE LAS CRISIS ECON�MICAS

 Hay una causa, a�n no tratada aqu�, que se ha de tener en cuenta para explicar plenamente la influencia del progreso material en la distribuci�n de la riqueza. Esta causa es la esperanza en el aumento del valor de las tierras, la cual en todos los pa�ses progresivos nace del constante aumento de la renta y conduce a la especulaci�n o retenci�n de tierra en busca de un precio m�s alto del que de otro modo tendr�a. Hasta aqu� hemos admitido, como suele admitirse al explicar la teor�a de la renta, que el cultivo se extiende a puntos menos productivos, s�lo en la medida en que las oportunidades de los puntos m�s productivos van siendo completamente utilizadas. Pero en las sociedades que progresan r�pidamente, donde el constante aumento de la renta da confianza para contar con futuros aumentos, no ocurre as�. La segura expectativa de precios mayores, produce, en mayor o menor escala, los efectos de una confabulaci�n de los propietarios, y en espera de precios m�s altos, tiende a sustraer la tierra al uso, forzando de este modo el margen de cultivo m�s lejos de lo requerido por las exigencias de la producci�n. Esto se puede ver en toda ciudad que crezca aprisa. Si la tierra de calidad superior en cuanto a situaci�n, siempre se utilizase plenamente, antes de recurrirse a tierras de inferior calidad, no se dejar�an solares vacantes a medida que la ciudad se extiende, ni encontrar�amos desvencijados caserones en medio de espl�ndidos edificios. Estos solares, algunos de ellos extraordinariamente valiosos, se retienen fuera de uso o del pleno uso en que podr�an emplearse, porque sus propietarios, no pudiendo o no queriendo explotarlos, prefieren, en espera del aumento del valor de la tierra, conservarlos para sacar un precio mayor del que ahora podr�an sacar de los que desean explotarlos. Y a consecuencia de que esta dicha tierra fuera de uso o del pleno uso de que es capaz, se empuja el l�mite de la ciudad mucho m�s lejos del centro. Pero cuando llegamos a los confines de la ciudad que crece, al l�mite efectivo de edificaci�n, que vendr�a a ser como el margen de cultivo si se tratara de la agricultura, no hallamos que se pueda comprar la tierra por su valor para fines agr�colas, como ocurrir�a si la renta fuese determinada solamente por las actuales necesidades; sino que encontramos que, hasta una gran distancia m�s all� de la ciudad, la tierra tiene un valor especulativo fundado en la creencia de que en el futuro se necesitara para fines urbanos; encontramos que, para llegar al punto en que se pueda comprar tierra a un recio que no sea basado en la renta urbana, hemos de ir mucho m�s all� del verdadero margen de uso urbano. Efectos de la Especulaci�n en Tierras As�, pues, en toda colectividad progresiva en la cual la poblaci�n aumente y los perfeccionamientos se sucedan unos a otros, la tierra ha de aumentar constantemente de valor. Este continuo aumento conduce naturalmente a la especulaci�n que anticipa el aumento futuro y sube el valor de la tierra m�s all� del punto en el cual, dadas las condiciones en que tiene lugar la producci�n, quedar�an para el trabajo y el capital las ganancias habituales. Entonces la producci�n empieza a detenerse. No es necesaria ni siquiera probable una disminuci�n absoluta de la producci�n; pero ocurre lo que en una colectividad progresiva equivale a una disminuci�n absoluta de la producci�n en una sociedad estacionaria, esto es, la producci�n no aumenta en proporci�n, porque los nuevos incrementos de trabajo y capital no hallan ocupaci�n por su retribuci�n habitual. Este paro en algunos puntos de la producci�n, forzosamente se manifestar� en otros como detenci�n de la demanda, que refrenar� tambi�n all� la producci�n, y as� este freno se comunicar� a trav�s de toda la red de la industria y el comercio, provocando por doquier una parcial dislocaci�n de la producci�n y el cambio, y dando lugar a los fen�menos que parecen indicar exceso de producci�n o exceso de consumo, seg�n el punto de vista desde el cual se observan. El per�odo de depresi�n que as� resulta continuar� hasta que: 1) el alza especulativa de la renta se haya detenido; 2) gracias al aumento de poblaci�n y al progreso de los perfeccionamientos, el aumento de la eficacia del trabajo permita que la l�nea de la renta normal alcance la l�nea de la renta especulativa; o 3) el trabajo y el capital se resignen a emprender la producci�n por ganancias menores. Lo m�s probable es que las tres citadas causas contribuyan a establecer un nuevo equilibrio, en el cual entrar�n otra vez todas las fuerzas de la producci�n y seguir� un per�odo de actividad; con lo cual la renta reemprender� la subida, reaparecer� el alza especulativa, se volver� a frenar la producci�n y se repetir� el mismo ciclo. Explicaciones Contradictorias Estos per�odos de crisis van siempre precedidos por per�odos de actividad y especulaci�n, y todos los criterios admiten la conexi�n entre ambos, pues se considera que la crisis es una reacci�n de la especulaci�n, como la jaqueca de la ma�ana es la reacci�n de los excesos de la v�spera. Pero respecto a como la crisis resulta de la especulaci�n, hay dos opiniones o escuelas diferentes. Una escuela dice que la especulaci�n ha provocado la crisis por causar sobreproducci�n y se�ala los almacenes llenos de mercanc�as que no pueden venderse a precios remunerativos, las f�bricas cerradas o trabajando a media jornada, las minas abandonadas, los vapores amarrados, el dinero inactivo en las c�maras de los bancos, y los obreros forzados al ocio y la privaci�n. Se�ala estos hechos para indicar que la producci�n ha excedido a la demanda para el consumo y se�ala, adem�s, que en tiempo de guerra, cuando el gobierno entra en campa�a como un enorme consumidor, la actividad prevalece. La otra escuela dice que la especulaci�n ha provocado la crisis al dar lugar a un exceso de consumo y se�ala los almacenes repletos, los vapores herrumbrosos y los obreros parados para demostrar que ha cesado la demanda efectiva, lo cual, dicen, resulta evidentemente de que la gente, habi�ndose vuelto pr�diga por una prosperidad ficticia, ha gastado m�s all� de sus medios, y ahora se ve obligada a reducirse, esto es, a consumir menos riqueza. Se�ala, adem�s, el enorme consumo de riqueza por las guerras, por la construcci�n de ferrocarriles improductivos, por los pr�stamos a gobiernos en bancarrota, etc., como despilfarros que, aunque no se notan en seguida, como el derrochador no nota en seguida el baj�n de su fortuna, han de repararse despu�s con una temporada de consumo reducido. Ni Sobreproducci�n ni Exceso de Consumo Cada una de estas teor�as evidentemente expresa un lado o fase de una verdad general, pero ninguna de ellas abarca toda la verdad. Como explicaci�n de los fen�menos, ambas son por un igual y del todo descabelladas. Porque, mientras grandes masas de hombres necesitan m�s riqueza de la que pueden obtener, �c�mo puede haber sobreproducci�n? Y, mientras la maquinaria de la producci�n se desperdicia y los productores est�n condenados al paro forzoso, �c�mo puede haber exceso de consumo? Cuando, junto al deseo de consumir m�s, hay la aptitud y el deseo de producir m�s, las crisis industriales y comerciales no pueden ser achacadas a la sobreproducci�n ni al exceso de consumo. Indudablemente el trastorno consiste en que la producci�n y el consumo no pueden encontrarse y satisfacerse mutuamente. �De d�nde procede esta imposibilidad? Evidentemente y seg�n consentimiento general, es el resultado de la especulaci�n. Pero, �de la especulaci�n en qu�?. Ciertamente no de la especulaci�n en cosas que son producto del trabajo, en productos agr�colas o minerales o en mercanc�as fabricadas, porque el efecto de la especulaci�n en estas cosas es simplemente equilibrar la oferta y la demanda y uniformar la rec�proca influencia de la producci�n y el consumo, por una acci�n an�loga a la del volante de una m�quina. Si la causa de las crisis econ�micas es la especulaci�n, ha de ser la especulaci�n en cosas que no son producidas por el trabajo y sin embargo se necesitan para ejercer el trabajo en la producci�n de riqueza; en cosas que est�n en cantidad fija, es decir, ha de ser la especulaci�n en tierras. El Freno a la Producci�n Recordemos que todo comercio es un cambio de mercanc�as por mercanc�as y por esto, la detenci�n de la demanda de alguna de ellas, que se�ala la crisis del comercio, es en realidad la detenci�n de la oferta de otras. Que los comerciantes vean disminuir sus ventas y los fabricantes escasear los pedidos, mientras las cosas que tienen en venta o est�n dispuestos a fabricar son cosas que muchos desean, sencillamente demuestra que ha declinado la oferta de otras cosas, que, en el curso del comercio, se dar�an a cambio de ellas. En el lenguaje vulgar decimos que �dos compradores no tienen dinero� o que �el dinero se pone escaso�, pero, hablando de este modo, olvidamos que el dinero no es sino el medio de cambio. Lo que en realidad les hace falta a los posibles compradores no es dinero, sino mercanc�as que puedan convertir en dinero; lo que realmente se pone escaso son productos de alguna clase. La disminuci�n de la demanda efectiva de los consumidores es, por lo tanto, �nicamente el resultado de la disminuci�n de la producci�n. Esto lo ven bien claro los tenderos de una ciudad industrial, cuando las f�bricas se cierran y los obreros quedan sin trabajo. Es el paro de la producci�n lo que quita a los obreros el medio de hacer las compras que desean y deja as� al tendero lo que respecto a la demanda disminuida es exceso de existencias, oblig�ndole a despedir algunos de sus dependientes y, por otra parte, a reducir sus pedidos. Y la detenci�n de la demanda (hablando, naturalmente, de casos generales y no de alteraciones de la demanda relativa debidas a causas tales como un cambio de modas), que ha dejado al fabricante un exceso de existencias y le ha obligado a despedir obreros, ha de tener lugar del mismo modo. En alg�n sitio, tal vez en el otro conf�n del mundo, una disminuci�n de la producci�n ha mermado la demanda para el consumo. La disminuci�n de la demanda sin que el deseo quede satisfecho demuestra que en alg�n sitio se ha frenado la producci�n. La gente necesita igual que siempre las cosas que hace el fabricante, del mismo modo que los obreros necesitan las cosas que el tendero tiene en venta. Pero no tienen tanto para dar por ellas. En alg�n sitio se ha detenido la producci�n y esta reducci�n en la oferta de algunas cosas, se ha manifestado en el cese de la demanda de otras, propag�ndose el paro a trav�s de todo el armaz�n de las industrias y el cambio. El Obst�culo Real La pir�mide de la producci�n descansa, claro est�, en la tierra. Las ocupaciones primarias y fundamentales, que crean una demanda de todas las dem�s, son evidentemente, las que extraen riqueza de la naturaleza; y, por esto, si seguimos desde un cambio a otro y desde una ocupaci�n a otra, este entorpecimiento de la producci�n, que se manifiesta en el descenso del poder de compra, en �ltimo t�rmino hemos de encontrarlo en alg�n obst�culo que frena la aplicaci�n del trabajo a la tierra. Y este obst�culo, claro est�, es el aumento especulativo de la renta o del valor de la tierra, que produce los mismos efectos de un �lock-out� (de hecho lo es) impuesto por los propietarios al trabajo y al capital. Este freno de la producci�n, que empieza en la base de la red productora, se propaga de un punto a otro, convierte el cese de oferta en falta de demanda, hasta que, por decirlo as�, se desconecta todo el engranaje, y en todas partes se presenta el espect�culo del trabajo que se malogra, mientras los trabajadores padecen necesidad, Aunque nos hayamos embotado, acostumbr�ndonos a ello, es una cosa extra�a y antinatural el que hombres deseosos de trabajar para satisfacer sus deseos, no puedan hallar la oportunidad de hacerlo. Hablamos de la oferta y la demanda de trabajo, pero evidentemente, estos solamente son t�rminos relativos. La oferta de trabajo es en todas partes la misma, siempre vienen al mundo dos manos para cada boca; y la demanda de trabajo siempre ha de existir mientras el hombre desee cosas que s�lo el trabajo puede obtener. Decimos que �falta trabajo�, pero evidentemente, no falta, mientras la necesidad contin�a; la oferta de trabajo no puede ser demasiado grande, ni su demanda demasiado peque�a, cuando la gente sufre por falta de cosas que el trabajo produce. El verdadero trastorno ha de consistir en que de alguna manera se impide que la oferta satisfaga la demanda, en que en alg�n sitio hay un obst�culo que impide al trabajo producir las cosas que los trabajadores necesitan. Negaci�n de Acceso a la Tierra Cuando decimos que el trabajo crea riqueza, hablamos metaf�ricamente. El hombre no crea nada. Toda la raza humana, aunque trabajase eternamente, no podr�a crear la m�s tenue mota que flota en un rayo de sol, no podr�a hacer ni un �tomo m�s pesado o m�s ligera nuestro rodante planeta. El trabajo, al producir riqueza con auxilio de las fuerzas naturales, no hace sino elaborar materia preexistente, d�ndole las formas deseadas, y por consiguiente ha de tener acceso a estas materias y a estas fuerzas, es decir, a la tierra. La tierra es la fuente de toda riqueza. Es la mina de donde ha de ser extra�do el mineral que el trabajo moldea. Es la sustancia a la cual el trabajo da forma. Y, por esto, si el trabajo no puede satisfacer sus deseos, �no podemos deducir con certeza que no puede ser por otra causa sino porque al trabajo se le ha negado acceso a la tierra? Cuando en todos los oficios hay lo que llamamos escasez de ocupaci�n, cuando en todas partes se disipa el trabajo, mientras el deseo queda insatisfecho, el obst�culo que impide al trabajo producir la riqueza que necesita �no ha de residir en los cimientos de la estructura de la producci�n? Estos cimientos son la tierra. No son modistas, constructores de �ptica, doradores y pulidores los que fundan nuevas colonias. No iban mineros a California o a Australia porque all� hubiesen zapateros, sastres, maquinistas e impresores, sino que estos oficios siguieron a los mineros. No es el tendero la causa del labrador, sino el labrador el que hace venir al tendero. No es el crecimiento de la ciudad lo que desarrolla el campo; es el desarrollo del campo lo que hace crecer la ciudad. Si a los actuales desocupados se les diera oportunidad para extraer riqueza de la tierra, no s�lo se emplear�an ellos, sino que dar�an ocupaci�n a los mec�nicos de la ciudad, clientela a los tenderos, negocio a los comerciantes, p�blico a los teatros y subscritores y anuncios a los peri�dicos. No quiero decir que cada desocupado podr�a hacerse labrador o construirse �l mismo una casa, si tuviese tierra; sino que bastante de ellos podr�an y querr�an hacerlo, dando as� empleo a los dem�s. �Qu� impide, pues, al trabajo emplearse as� mismo en esta tierra? Sencillamente, que �sta ha sido monopolizada y es retenida a precios especulativos que se fundan, no en su valor actual, sino en el valor que adquirir� con el futuro aumento de la poblaci�n. Recuerde el lector que son solamente las causas esenciales y marcha general de las crisis econ�micas lo que estamos procurando descubrir o que en realidad es posible descubrir con alguna exactitud. La Econom�a Pol�tica s�lo puede tratar y s�lo necesita tratar de tendencias generales. Las fuerzas derivadas son tan multiformes, las acciones y reacciones son tan variadas, que el car�cter exacto de los fen�menos no se puede predecir. Sabemos que si se corta de parte a parte un �rbol, caer�, pero la direcci�n precisa ser� determinada por la inclinaci�n del tronco, la expansi�n de las ramas, el impacto de los golpes, la direcci�n y fuerza del viento; y ni siquiera un p�jaro posado en una ramita o una asustada ardilla que salta de rama en rama dejar�an de influir. Sabemos que una ofensa promover� un resentimiento en el alma humana, pero para decir hasta qu� punto y de qu� modo este efecto se manifestar�, se necesitar�a una s�ntesis que abarcase todo el hombre y todo su ambiente pasado y presente. Los fen�menos sociales que en todo el mundo civilizado asustan al fil�ntropo y desconciertan al hombre de Estado, que anublan el futuro de los pueblos m�s adelantados y sugieren dudas sobre la realidad y el objetivo final de lo que, nos complace llamar progreso, quedan ahora explicados. La raz�n por la cual, a pesar del aumento del poder productivo, los salarios tienden constantemente a un m�nimum que s�lo permite una m�sera existencia, es que, con el aumento del poder productivo, la renta tiende a crecer a�n m�s, produciendo de este modo una constante tendencia a la baja de los salarios. Esta explicaci�n est� de acuerdo con todos los hechos.

CAPITULO 14 PERSISTENCIA DE POBREZA EN MEDIO DEL AUMENTO DE LA RIQUEZA

Echad una mirada al mundo actual. En las naciones m�s diferentes en las m�s diversas condiciones de gobierno, industrias, aduanas y monedas, encontrar�is pobreza entre las clases trabajadoras; pero donde quiera que hall�is as� apuros y privaciones en medio de la riqueza, ver�is que la tierra est� monopolizada; que para emplearla para el trabajo, se arrancan grandes rentas de las ganancias de �ste. Echad una mirada al mundo actual comparando diferentes pa�ses, y ver�is que no es la abundancia de capital ni la productividad del trabajo lo que hace los salarios altos o bajos, sino el grado en que los monopolizadores de tierra pueden exigir, como renta, tributos sobre las ganancias del trabajo. �No es un hecho que los pa�ses nuevos, donde la riqueza conjunta es poca, pero la tierra es barata, siempre son mejores, para las clases trabajadoras, que los pa�ses ricos, donde la tierra es cara? En las nuevas colonizaciones, en que la tierra es barata, no encontrar�is mendigos, y a las desigualdades de posici�n son muy ligeras. En las grandes ciudades, en las que la tierra vale tanto que se mide por pies, encontrar�is los extremos de la pobreza y del lujo. Y esta disparidad de situaci�n entre los dos extremos de la escala social, siempre se puede medir por el precio de la tierra. Comparad diferentes �pocas de un mismo pa�s, y la misma relaci�n es evidente. No hay, por ejemplo, misterio alguno respecto a la causa que tan s�bita e intensamente subi� los salarios en California en 1849. Fue el descubrimiento de los filones de oro en tierra sin due�o, de libre acceso al trabajo, lo que subi� a quinientos d�lares al mes el salario de los cocineros en los restaurantes de San Francisco y dej� los buques pudri�ndose en el puerto, sin oficialidad ni tripulaci�n, hasta que sus due�os decidieron pagar sueldos que en cualquier otra parte del mundo parec�an fabulosos. Si aquellas minas hubiesen estado en tierra adue�ada o hubiesen sido inmediatamente monopolizadas, de modo que hubiese podido surgir renta, los que habr�an crecido a saltos, habr�an sido los valores de la tierra, no los salarios. La veta de Comstock (Nota) ha sido m�s rica que aquellos filones, pero pronto fue monopolizada, y solamente gracias a la fuerte organizaci�n de la asociaci�n de los mineros y al temor al perjuicio que �sta pod�a causar, pudieron los trabajadores ganar cuatro d�lares al d�a por asarse a seiscientos metros bajo tierra, adonde se hab�a de inyectar con bombas el aire que respiraban. (Nota) La Comstock Lode, famosa mina de plata de Nevada (Estados Unidos) descubierta en 1859. La riqueza de la veta de Comstock ha aumentado la renta. El precio de venta de estas minas ha llegado a centenares de millones y ha producido fortunas individuales cuyos r�ditos mensuales s�lo pueden evaluarse en cientos de miles, si no en millones. Tampoco hay misterio alguno en la causa que ha reducido los salarios en California desde el m�ximo de los primeros tiempos hasta un nivel muy pr�ximo al de los salarios de los Estados del Este. La productividad del trabajo no disminuy�, sino que, por el contrario, aument�; pero, de lo que produc�a, el trabajo tuvo que pagar renta. Cuando los filones se agotaron, el trabajo tuvo que recurrir a minas m�s profundas y a la tierra agr�cola, pero, habi�ndose permitido monopolizar estos recursos, los hombres recorr�an las calles de San Francisco dispuestos a trabajar a cualquier precio, porque las oportunidades naturales ya no estaban libres para el trabajo. La Isla de la Libre Oportunidad A alguien capaz de razonar bien, hacedle esta pregunta: �Supongamos que, del Canal de la Mancha o del Mar del Norte, emerge una tierra sin due�o, en la cual el trabajo ordinario, en cantidad ilimitada, pudiese ganar el doble o el triple del salario actual, quedando la tierra sin apropiar y de libre acceso, como las tierras municipales que en �pocas pasadas abarcaban tan gran parte del suelo ingl�s. �Cu�l ser�a el efecto sobre los salarios en Inglaterra? En seguida os contestar� que los salarios ordinarios en toda Inglaterra pronto subir�an hasta el equivalente de lo que se pudiese ganar en aquella tierra. Y en contestaci�n a esta otra pregunta, ��Cu�l ser�a el efecto sobre las rentas?�, despu�s de un momento de reflexi�n, os dir� que forzosamente las rentas bajar�an; y si deduce lo que viene despu�s, os dir� que todo esto ocurrir�a sin que ninguna parte importante del trabajo ingl�s se desviara hacia las nuevas oportunidades naturales y sin que la forma y direcci�n de la industria variase mucho; abandon�ndose s�lo aquella clase de producci�n que ahora rinde al trabajo y al propietario juntos menos de lo que el trabajo pudiese procurarse en las nuevas oportunidades. El alza de los salarios tendr�a lugar a costa de la renta. Tomad al mismo individuo o a otro, alg�n dicho negociante que no est� por teor�as, pero que sepa c�mo ganar dinero. Decidle: �He aqu� una aldehuela; dentro de diez a�os tendr� en abundancia toda suerte de maquinarias y adelantos de los que tan enormemente multiplican el poder efectivo del trabajo. Dentro de diez a�os, el inter�s �ser� m�s alto?� Os dir�: ��No!� ��Ser�n m�s altos los salarios del trabajo corriente? A un hombre que no tenga sino su trabajo, �le ser� m�s f�cil lograr una vida independiente?� Os dir�: �No; los salarios del trabajo ordinario no ser�n m�s altos; al contrario, lo m�s probable es que sean m�s bajos; no le ser� m�s f�cil al simple trabajador el crearse una vida independiente; probablemente le ser� m�s dif�cil.� �Entonces, �qu� ser� m�s alto?� �La renta; el valor de la tierra. Id, procuraos una porci�n de tierra y guardadla en vuestro poder.� Y si, en estas circunstancias, segu�s su consejo, no necesit�is nada m�s. Pod�is sentaros y fumar vuestra pipa; pod�is tumbaros como los lazzaroni de N�poles o los l�peros de M�jico; pod�is iros en globo o meteros en un hoyo bajo tierra; y sin hacer ni pizca de trabajo, sin a�adir ni un �pice a la riqueza de la sociedad, al cabo de diez a�os ser�is ricos. En la nueva ciudad podr�is tener una lujosa mansi�n; pero entre sus edificios p�blicos habr� un hospicio. El Dibujo Aclarado En nuestra investigaci�n hemos avanzado hacia esta verdad: como que la tierra es necesaria para aplicar el trabajo a la producci�n de riqueza, dominar la tierra que aqu�l necesita es dominar todos los frutos del mismo, excepto lo suficiente para que el trabajo pueda existir. Esta sencilla verdad, en su aplicaci�n a los problemas sociales y pol�ticos, se oculta a las grandes multitudes, en parte por su misma sencillez y en parte por las falsedades divulgadas y h�bitos err�neos del pensamiento, que llevan a buscar en todas direcciones, menos en la correcta, la explicaci�n de los males que oprimen y amenazan al mundo civilizado. Y detr�s de estas laboriosas falacias y enga�osas teor�as hay un poder activo, en�rgico, un poder que en cada pa�s, cualquiera que sea su forma pol�tica, dicta leyes y moldea las ideas, el poder de un inter�s pecuniario vasto y dominante. Pero tan sencilla y tan clara es esta verdad, que el verla plenamente una vez es reconocerla para siempre. Hay dibujos que, mirados una y otra vez, s�lo presentan un confuso laberinto de l�neas o rasgos, un paisaje, �rboles o algo parecido, hasta que la atenci�n se fija en que estas cosas forman una cara o una figura. Una vez hallada esta relaci�n, siempre m�s queda clara. As� ocurre en este caso. A la luz de aquella verdad, todos los hechos sociales se agrupan en una relaci�n ordenada y se ve que los m�s diversos fen�menos surgen de un gran principio. No es en las relaciones entre capital y trabajo, no es en la presi�n de la poblaci�n contra las subsistencias donde se ha de hallar una explicaci�n del desigual desarrollo de nuestra civilizaci�n. La gran causa de la desigualdad en la distribuci�n de la riqueza, es la desigualdad en la propiedad de la tierra. La propiedad de la tierra es el gran hecho fundamental que, en definitiva, determina la condici�n social, pol�tica y, por consiguiente, intelectual y moral de un pueblo. Y ha de ser as�. Porque la tierra es la morada del hombre, el almac�n de donde ha de sacar todo lo que �l necesita, el material al cual ha de aplicar el trabajo para satisfacer todos sus deseos; pues ni siquiera se pueden tomar los productos del mar, disfrutar de la luz del sol ni utilizar ninguna de las fuerzas de la naturaleza, sin usar la tierra o sus productos. Sobre la tierra nacemos, de ella vivimos, a ella volvemos, hijos del suelo tan de veras como la hoja de hierba o la flor del campo. Quitad al hombre todo lo que pertenece a la tierra y s�lo queda un esp�ritu incorp�reo. El progreso material no puede independizarnos de la tierra; no puede sino aumentar el poder de producir riqueza con ella; y por esto, cuando la tierra est� monopolizada, aqu�l puede avanzar hasta el infinito sin elevar los salarios ni mejorar la condici�n de los que s�lo disponen de su trabajo. No puede sino aumentar el valor de la tierra y el poder conferido por la posesi�n de la misma. Siempre, en todos los tiempos, en todos los pueblos, la posesi�n de la tierra es la base de la aristocracia, el cimiento de las grandes fortunas, la fuente del poder. Como, en edades remotas, dijeron los Brahmanes: �A quienquiera que en cualquier tiempo el suelo pertenezca, a �l pertenecen sus frutos. Quitasoles blancos y elefantes locos de orgullo son las flores de una donaci�n de tierra.�

CAPITULO 15 EXAMEN DE ALGUNOS REMEDIOS PROPUESTOS

El remedio que nuestras conclusiones se�alan es a la vez radical y sencillo; por una parte, tan radical que no se examinar� imparcialmente mientras quede alguna fe en la eficacia de medidas menos en�rgicas; por otra parte, tan sencillo, que probablemente se desde�ar� su verdadera eficacia y alcance, mientras no se tenga en cuenta el efecto de medidas m�s complicadas. Hay muchas personas que todav�a mantienen una c�moda creencia en que el progreso material acabar� por extirpar la pobreza, y hay muchos que consideran una prudente restricci�n del aumento de poblaci�n como el remedio m�s eficaz; pero la falsedad de estas opiniones ya ha quedado bien demostrada. Examinemos ahora lo que se puede esperar de:

1) una mayor econom�a en el gobierno;

2) mejores h�bitos de laboriosidad y ahorro, y mejor instrucci�n de las clases trabajadoras;

3) la coalici�n de los trabajadores para aumentar los salarios;

4) la cooperaci�n del trabajo y el capital;

5) la direcci�n e intervenci�n gubernamental;

6) una m�s general distribuci�n de tierra. Mayor Econom�a en el Gobierno El malestar social se ha atribuido en gran parte a las inmensas cargas que los actuales gobiernos imponen, las grandes deudas, los presupuestos militares y navales, la prodigalidad propia de los gobernantes tanto republicanos como mon�rquicos y especialmente caracter�stica de la administraci�n de las grandes ciudades.

Parece, pues, haber una evidente relaci�n entre las inmensas sumas que as� se sacan del pueblo y las privaciones de las clases m�s bajas y, vi�ndolo superficialmente, parece natural suponer que una reducci�n en esas enormes cargas in�tiles, facilitarla al m�s pobre el ganarse la vida. Pero, al examinar esta cuesti�n a la luz de los principios econ�micos anteriormente expuestos, se ve que no resultar�a as�. Una reducci�n en la cantidad que los impuestos substraen del producto total, equivaldr�a simplemente a un aumento del poder productivo neto. De hecho aumentar�a el poder productivo, del mismo modo que lo aumentan la mayor densidad de poblaci�n y el perfeccionamiento de las artes. Y as� como, en este caso, la ventaja va a parar a los propietarios de la tierra, tambi�n va a �stos la ventaja en aquel otro. La situaci�n de quienes viven de su trabajo, no mejorar�a en definitiva. Un confuso presentimiento de ello cunde entre las masas. Los que no tienen sino su trabajo, se preocupan poco de la prodigalidad del gobierno y, en muchos casos, est�n dispuestos a mirarla como una cosa buena, que �da trabajo� o �hace correr el dinero�. Entendedme bien. No digo que la buena administraci�n gubernamental no sea deseable, sino sencillamente que la reducci�n en los gastos del gobierno no puede actuar directamente extirpando la pobreza y aumentando los salarios, mientras la tierra est� monopolizada. Si bien esto es cierto, sin embargo, aun por lo que s�lo se refiere a la conveniencia de las clases bajas, no se debe escatimar ning�n esfuerzo encaminado a reprimir gastos in�tiles. Cuanto m�s complejo y pr�digo se vuelve el gobierno, tanto m�s se convierte en un poder distinto e independiente del pueblo, y tanto m�s dif�cil es llevar a una decisi�n popular las cuestiones de verdadero inter�s general. Tan grande es el influjo del dinero en la pol�tica, tan importantes los intereses personales comprometidos en ella, que el elector promedio, con sus prejuicios, partidismos y conceptos generales, s�lo presta poca atenci�n a las cuestiones fundamentales de gobierno. Si no fuese as�, no habr�an sobrevivido tantos abusos antiguos ni se habr�an podido a�adir tantos nuevos. Todo lo que tienda a simplificar y abaratar el gobierno, tiende a someterlo a la vigilancia popular y a dar la preferencia a las cuestiones de verdadera importancia. Pero ninguna reducci�n de los gastos de gobierno puede por s� misma curar o mitigar los males que nacen de una constante tendencia a la desigual distribuci�n de la riqueza. Mejores H�bitos de Laboriosidad y Ahorro Hay y ha habido siempre entre las clases m�s acomodadas una general creencia en que la pobreza y el sufrimiento de las masas son debidos a su falta de laboriosidad, sobriedad e inteligencia. Esta creencia, que aten�a el sentimiento de responsabilidad, a la vez que halaga, sugiriendo una idea de superioridad, es completamente natural para quienes pueden atribuir su mejor situaci�n a la mayor laboriosidad y sobriedad que les ha dado una ventaja inicial, y a la superior inteligencia que les ha permitido aprovechar las buenas ocasiones. Pero cualquiera que haya entendido bien las leyes de la distribuci�n de la riqueza, que se han averiguado en cap�tulos anteriores, ver� el error de esta opini�n. Pues, cuando la tierra adquiere un valor, los salarios, como hemos visto, no dependen de los verdaderos frutos o productos del trabajo, sino de lo que queda al trabajo, una vez descontada la renta; y cuando toda la tierra est� monopolizada, la renta ha de bajar los salarios hasta el punto en que las clases menos pagadas apenas puedan vivir. De este modo los salarios se reducen a un m�nimo fijado por lo que se llama nivel de vida o sea, la cantidad de art�culos de necesidad que, por la costumbre, los trabajadores exigen como lo menos que aceptar�n. Siendo as�, la laboriosidad, destreza, sobriedad e inteligencia s�lo pueden ser provechosos al individuo en tanto que excedan del promedio general, del mismo modo que en una carrera, la velocidad s�lo aprovechar� al corredor en cuanto exceda la de sus competidores. Si un hombre trabaja con ah�nco, destreza o inteligencias mayores que los usuales, prosperar�; pero si se eleva el promedio de la laboriosidad, destreza o inteligencia, la mayor intensidad del esfuerzo s�lo asegurar� el antiguo nivel de salarios, y el que quiera sobrepasarlo tendr� que trabajar a�n con m�s tes�n. Un individuo puede ahorrar dinero de sus salarios, y muchas familias pobres podr�an vivir m�s desahogadamente, si se les ense�ara a preparar comidas baratas. Pero si toda la clase obrera se pusiese a vivir de esta manera, los salarios acabar�an por bajar en proporci�n, y el que quisiese salir adelante practicando el ahorro o atenuar la pobreza ense�ando a ahorrar, se ver�a obligado a idear una manera a�n m�s barata de mantener juntos el cuerpo y el alma. Si en las circunstancias actuales, los operarios americanos se redujesen al nivel de vida chino, sus salarios acabar�an por bajar hasta el promedio de los salarios chinos; si los trabajadores ingleses se contentasen con la dieta de arroz y la escasa indumentaria de los bengaleses, pronto el trabajo ser�a tan mal pagado en Inglaterra como en Bengala. De la adopci�n de las patatas en Irlanda se esper� un mejoramiento de la situaci�n de las clases m�s pobres, por aumentar la diferencia entre el salario recibido y el costo de la vida. El resultado fue un alza de la renta y un descenso de los salarios y, con la peste de las patata, los estragos del hambre en un pueblo que ya hab�a reducido tanto su nivel de vida, que el paso siguiente fue la muerte. Y, as�, si un individuo trabaja m�s horas que el promedio, aumentar� su salario; pero los salarios de todos no se pueden aumentar de esta manera. En las ocupaciones en que la jornada de trabajo es larga, el salario no es m�s alto que en las de jornada corta; generalmente ocurre lo contrario; porque cuanto m�s larga es la jornada, m�s desamparado est� el trabajador, menos tiempo tiene para mirar en torno suyo y desarrollar otras facultades que las que su trabajo requiere; tanto menor resulta su posibilidad para cambiar de ocupaci�n o sacar partido de las circunstancias, Y as�, un trabajador, con la ayuda de su mujer y sus hijos, puede aumentar sus ingresos, pero cuando es habitual que la mujer y los hijos complementen el trabajo, el salario ganado por toda la familia no excede, por t�rmino medio, al salario del jefe de familia en ocupaciones donde es costumbre que s�lo �l trabaje. Mejor Instrucci�n Respecto a los efectos de la instrucci�n, es evidente que la inteligencia, que es o deber�a ser su finalidad, en tanto que no incite y facilite a las masas descubrir y suprimir la causa de la injusta distribuci�n de la riqueza, s�lo puede actuar en los salarios aumentando el poder productivo del trabajo. Da el mismo resultado que una mayor destreza o laboriosidad. Y s�lo puede elevar el salario del individuo en cuanto le hace superior a los dem�s. Cuando leer y escribir eran una habilidad poco frecuente, un escribiente alcanzaba gran estima y alto salario, pero ahora el saber leer y escribir est� tan generalizado que ya no reporta ninguna ventaja. Excepto en cuanto produce en los hombres descontento por un estado de cosas que condena a los productores a una vida de fatigas, mientras que quienes no producen se mecen en el lujo, la difusi�n de los conocimientos no puede tender a subir los salarios en general ni a mejorar de ninguna manera la situaci�n de la clase m�s baja. Una mayor laboriosidad y destreza, una mayor prudencia y una m�s elevada inteligencia van, por regla general, asociadas a una mejor situaci�n material de las clases trabajadoras; pero que esto es un efecto y no la causa, se ve por la relaci�n entre los hechos. Donde quiera que la situaci�n material de las clases trabajadoras ha mejorado, ha seguido el mejoramiento de sus cualidades personales y donde quiera que la situaci�n material ha descendido, aquellas cualidades han deca�do. El hecho es que las cualidades que elevan al hombre sobre los animales, est�n superpuestas a las que comparte con �stos y que solamente en tanto que se ve libre de las exigencias de su naturaleza animal, pueden desarrollarse sus cualidades intelectuales y morales. Obligad a un hombre a fatigarse por las exigencias de la vida animal y perder� el est�mulo para la laboriosidad, progenitora de la destreza, y s�lo har� lo que est� obligado a hacer. Ponedle en una situaci�n que no pueda ser mucho peor, con pocas esperanzas de mejorarla mucho por m�s que haga y este hombre ya no mirar� m�s all� del d�a presente. Verdad es que el mejoramiento de la situaci�n material de un pueblo o una clase puede no manifestarse en seguida en el mejoramiento intelectual y moral. El aumento de salarios puede al principio invertirse en holganza y derroche. Pero al cabo aportar� un aumento de laboriosidad, destreza, inteligencia y ahorro. Comparaciones entre pa�ses diferentes; entre clases distintas de un mismo pa�s; entre la misma gente en �pocas diferentes; y entre las situaciones de unas mismas personas, cuando las ha cambiado la emigraci�n, muestran, como invariable resultado, que las cualidades personales de que estamos hablando aparecen cuando la situaci�n material mejora y desaparecen cuando �sta decae. Para hacer a un pueblo laborioso, prudente, h�bil e inteligente, se ha de redimir de la penuria. Si quer�is que el esclavo tenga las virtudes del hombre libre, primeramente ten�is que hacerle libre. Coalici�n de los Trabajadores Sin duda, aumentar el salario en algunas industrias o profesiones especiales, que es todo lo que han podido intentar las uniones obreras, es una tarea cuyas dificultades aumentan cada vez m�s. Pues cuanto mayor es el salario de una clase especial, m�s fuertes son las tendencias a bajarlo otra vez. Todo lo que las uniones obreras, aun apoy�ndose entre s�, pueden hacer en cuesti�n de subir los salarios es relativamente poco, y, adem�s, este poco queda limitado a su propio campo de acci�n. El �nico modo de elevar los salarios en una medida importante y con cierta permanencia ser�a por medio de una coalici�n general que abarcase todos los trabajadores de las diversas clases, como han deseado las Internacionales. Pero esto se puede dar por imposible en la pr�ctica, pues las dificultades para coaligarse, ya bastante grandes en las profesiones menos difundidas y mejor pagadas, van aumentando a medida que se desciende en la escala de profesiones. En la lucha de resistencia no se debe olvidar cu�les son las partes beligerantes. No son el trabajo y el capital. Son los trabajadores por un lado y los propietarios de tierra por el otro. Si la contienda fuese entre el trabajo y el capital, las fuerzas estar�an mucho m�s igualadas. Porque la capacidad de resistencia del capital es solamente un poco mayor que la del trabajo. El capital, cuando no se utiliza, no s�lo deja de ganar, sino que se disipa, pues en casi todas sus formas, s�lo se conserva por medio de su continua reproducci�n. En cambio, la tierra no se muere de hambre como los trabajadores, ni se disipa como el capital y sus propietarios pueden aguardar. Pueden sentirse inc�modos, es verdad, pero lo que para ellos es molestia, para el capital es destrucci�n y para el trabajo es morirse de hambre. Adem�s de estas dificultades pr�cticas en el plan de subir los salarios a fuerza de aguante, estos procedimientos tienen desventajas propias que los obreros no deber�an desde�ar. Una huelga, que es el �nico recurso de la uni�n obrera para dar fuerza a sus peticiones, es una contienda destructiva, como la contienda a que, en los primeros tiempos de San Francisco, un extravagante apodado �el rey del dinero�, desafi� a un provocador: irse alternando en echar a la bah�a monedas de veinte d�lares hasta que uno de ellos se rindiese. La lucha de resistencia, que una huelga implica, es realmente aquello con que a menudo se la compara, una guerra, y como toda guerra, disminuye la riqueza. Y la organizaci�n que requiere, como la organizaci�n para la guerra, ha de ser tir�nica. Si incluso el hombre que va a luchar por la libertad, al entrar en el ej�rcito, ha de renunciar a su libertad personal y convertirse en una simple parte de una gran m�quina, lo mismo ha de ocurrir a los trabajadores que se organizan para una huelga. Por consiguiente, estas coaliciones forzosamente han de destruir las mismas cosas que con ellas los trabajadores quieren obtener: riqueza y libertad. Cooperaci�n Hay dos clases de cooperaci�n: de suministro o �consumo� y de producci�n. La cooperaci�n de suministro, por mucho que llegue a evitar los intermediarios solamente reduce el coste de los cambios. Es sencillamente un medio de ahorrar trabajo y eliminar riesgo, y su resultado solamente puede ser el mismo de los perfeccionamientos e inventos que en la �poca moderna tan maravillosamente han abaratado y facilitado los cambios, a saber, aumentar la renta. Y la cooperaci�n en la producci�n es simplemente sustituir los salarios fijos por salarios proporcionales, substituci�n de la cual hay ejemplos en casi todas las ocupaciones. O si se deja a los trabajadores la administraci�n y los capitalistas obtienen solamente su proporci�n del producto neto, es el sistema que en gran extensi�n se practica en la agricultura europea desde los tiempos del imperio romano, el sistema de colonos o aparcer�a. Cuanto se pretende de la cooperaci�n en la producci�n es que hace a los trabajadores m�s activos y habilidosos, en otras palabras, que aumente la eficacia del trabajo. De este modo, sus efectos son semejantes a los de la m�quina de vapor, la carda de algod�n, la m�quina segadora, en suma, todas las cosas que constituyen el progreso material y s�lo puede producir el mismo resultado, el aumento de la renta. Suponed que la cooperaci�n, sea de consumo, sea de producci�n, se extiende de tal modo que suplanta los procedimientos actuales; que los talleres, f�bricas, granjas y minas cooperativos suprimen el patrono capitalista que paga salarios fijos, y que aumentan grandemente la eficacia de la producci�n. �Qu� ocurrir�a? Pues, sencillamente, resultar�a posible producir la misma cantidad de riqueza con menos trabajo, y por consiguiente, los que poseyesen la tierra, fuente de toda riqueza, podr�an exigir una cantidad mayor de riqueza por el uso de su tierra. Los m�todos y maquinarias perfeccionados tienen el mismo efecto a que la cooperaci�n aspira; reducen el costo de llevar las mercanc�as al consumidor y aumentan la eficacia del trabajo. En estos aspectos estriba la ventaja de los pa�ses viejos sobre los pa�ses nuevos. Pero, como la experiencia demuestra, la ventaja de los perfeccionamientos en los m�todos y maquinarias de la producci�n y del cambio, van a parar solamente a la renta. Pero, supongamos la cooperaci�n entre productores y propietarios de tierra. Esto sencillamente equivaldr�a al pago de la renta en especies, el mismo sistema por el cual se arrienda mucha tierra en California y los Estados del Sur, donde el propietario obtiene una parte de la cosecha. Excepto en cuanto a la valoraci�n, en nada difiere del sistema de renta fijada en dinero, que prevalece en Inglaterra. Llamadle cooperaci�n si quer�is, pero tambi�n as�, el contrato de la cooperaci�n ser� fijado por la ley de la renta y donde quiera que la tierra est� monopolizada, el aumento del poder productivo sencillamente dar� a los propietarios el poder para exigir una parte mayor. El que muchos crean que la cooperaci�n soluciona la cuesti�n del trabajo, viene del hecho que donde se ha ensayado, en muchos casos ha mejorado perceptiblemente la situaci�n de los que cooperan. Pero esto se debe sencillamente al hecho de tratarse de casos aislados. As� como la laboriosidad, el ahorro o la destreza pueden mejorar la situaci�n de los trabajadores que los poseen en grado superior, pero dejan de dar este resultado cuando dichas cualidades se generalizan, tambi�n una facilidad especial en la obtenci�n de mercanc�as o una especial eficacia dada a alg�n trabajo, pueden proporcionar ventajas, que se perder�n cuando estos perfeccionamientos se generalicen bastante para afectar a las relaciones generales de la distribuci�n. La cooperaci�n no puede producir ning�n resultado general que no pueda ser producido por la competencia. No es por culpa de la competencia que el aumento del poder productivo no llega a aumentar la recompensa del trabajo; es porque la competencia es unilateral. La tierra est� monopolizada, y la competencia de los productores por usarla, baja los salarios hasta el m�nimo y da a los propietarios de tierra, en forma de rentas m�s altas y valores de la tierra aumentados, todas las ventajas del aumento de productividad. Destruid este monopolio, y la competencia s�lo podr� existir para cumplir la finalidad que la cooperaci�n se propone, dar a cada uno lo que honradamente se gana. Destruid este monopolio y la producci�n quedar� convertida en una cooperaci�n entre iguales. Direcci�n e Intervenci�n Gubernamental No es posible examinar aqu� en detalle los m�todos propuestos para mitigar o suprimir la pobreza regulando la producci�n y ac�mulo y que en su forma m�s completa se denominan socialismo. Ni es necesario, porque los mismos defectos aquejan a todos ellos. Consisten �stos en sustituir la libertad de acci�n individual por la direcci�n gubernamental, y el intento de obtener por la restricci�n lo que mejor se obtendr�a con la libertad. Es evidente que cuanto huele a reglamentaci�n y restricci�n es malo en s�, y no debe recurrirse a ello mientras haya otra manera de llegar al mismo fin. Elijamos como ejemplo una de las m�s sencillas y suaves medidas de esta clase a que me refiero, un impuesto progresivo sobre los ingresos. El objeto a que aspira, el reducir o evitar inmensas concentraciones de riqueza, es bueno; pero el procedimiento implica el empleo de un gran n�mero de funcionarios revestidos de poderes inquisitoriales. Las tentaciones de soborno y perjurio y de todos los dem�s medios de evasi�n desmoralizan la opini�n, premian, subvencionan la falta de escr�pulos y ponen un tributo sobre la rectitud de conciencia. Y por �ltimo, en la misma medida en que el impuesto logra su objeto, mengua el est�mulo para acumular riqueza, que es una de las grandes fuerzas del progreso de la producci�n. Si se pudiera realizar los complicados planes de reglamentarlo todo y encontrar un sitio para cada uno, tendr�amos, en vez de una inteligente adjudicaci�n de deberes y pagas, una distribuci�n romana de trigo siciliano y pronto el demagogo se trocar�a en emperador. El ideal del socialismo es grande y noble; y estoy convencido de que es posible realizarlo; pero este estado social no puede ser fabricado, ha de desarrollarse. La sociedad es un organismo, no una m�quina. Solamente puede vivir por la vida individual de sus partes. Y en el desarrollo libre y natural de todos sus elementos se obtendr� la armon�a del conjunto. Todo lo que es necesario para la regeneraci�n social est� incluido en el lema de los patriotas de los rusos, a veces llamados nihilistas: ��Tierra y Libertad!�. Distribuci�n m�s General de Tierras Est� cundiendo r�pidamente la idea de que la forma de posesi�n del suelo est� de alg�n modo unida al malestar social, pero hasta ahora, la mayor parte de las veces esta idea se muestra en proposiciones encaminadas a una mayor divisi�n de la propiedad territorial. Si las grandes extensiones de tierra se pueden cultivar m�s econ�micamente que las peque�as parcelas, limitar la propiedad a peque�as extensiones ser� reducir la producci�n total de riqueza. Pero esta objeci�n no es la �nica. Hay otra que es decisiva y es que la reducci�n no asegurar� el �nico fin digno de pretenderse, una justa distribuci�n del producto. No reducir� la renta y por lo tonto no puede aumentar los salarios. Puede hacer m�s numerosa la clase acomodada, pero no mejorar� la situaci�n de las clases inferiores. Si lo que en el Ulster se llama derecho del arrendatario, se extendiese a toda la Gran Breta�a, se convertir�a al colono en propietario de una parte de la tierra del due�o. La situaci�n del jornalero no mejorar�a ni pizca. Si a los propietarios se les prohibiese aumentar la renta que cobran de sus arrendatarios y despedir a �stos mientras paguen la renta fijada, el conjunto de los productores no ganar�a nada. La renta econ�mica continuar�a creciendo y disminuyendo la proporci�n del producto que va al trabajo y al capital. La �nica diferencia ser�a que los arrendatarios del primer propietario, convertidos a su vez en propietarios, se beneficiar�an del aumento. Si restringiendo la extensi�n de tierra que cualquier individuo pueda poseer, regulando los legados y sucesiones o con impuestos progresivos, los pocos miles de propietarios de la Gran Breta�a se aumentasen en dos o tres millones, estos dos o tres millones resultar�an beneficiados. Pero el resto de la poblaci�n no ganar�a nada. No participar�a m�s que antes en las ventajas de la propiedad. Y si se distribuyeran justamente todas las tierras entre toda la poblaci�n, dando igual participaci�n a cada uno, lo cual es evidentemente imposible, y, para impedir la tendencia a la concentraci�n, se dictaran leyes prohibiendo poseer m�s tierra que la extensi�n fijada, �qu� ser�a del aumento de la poblaci�n? As�, pues, la subdivisi�n de la tierra no puede curar los males del monopolio de la tierra. No s�lo no puede elevar los salarios ni mejorar la situaci�n de las clases m�s bajas, sino que su tendencia es evitar la adopci�n y aun la defensa de medida m�s efectiva, y reforzar el sistema actual, al interesar m�s gente en mantenerlo.

CAPITULO 16 EL ENIGMA RESUELTO � LA PRIMERA GRAN REFORMA

Para suprimir un mal hay un solo medio, que es suprimir su causa. Para extirpar la pobreza, para convertir los salarios en lo que la justicia ordena que sean, la plena ganancia del trabajador, hemos de sustituir la propiedad individual de la tierra por la propiedad com�n de la misma. Ning�n otro medio llegar� hasta la causa del mal, en ning�n otro medio radica la m�s leve esperanza. Pero esta es una verdad que, en el estado actual de la sociedad ha de despertar el m�s rudo antagonismo y que tendr� que luchar para abrirse paso palmo a palmo. Por esto ser� necesario salir al encuentro de las objeciones de quienes, aun vi�ndose obligados a admitir esta verdad, declarar�n que no puede ser aplicada a la pr�ctica. Al hacerlo as�, someteremos nuestro anterior razonamiento a una nueva prueba definitiva. Del mismo modo que probamos la suma con la resta y la multiplicaci�n con la divisi�n, al probar la suficiencia del remedio, podremos probar la correcci�n de nuestras conclusiones respecto a la causa del mal. Las leyes del universo son arm�nicas. Y si el remedio a que hemos venido a parar es el verdadero, ha de estar conforme con la justicia; ha de ser posible aplicarlo en la pr�ctica; ha de estar de acuerdo con las tendencias del desenvolvimiento social y ha de armonizar con otras reformas. Me propongo demostrar que esta sencilla medida no solamente es f�cil de aplicar, sino que es un remedio suficiente para todos los males que, a medida que el moderno progreso avanza, nacen de la creciente desigualdad en la distribuci�n de la riqueza; que substituir� la desigualdad por la igualdad, la penuria por la abundancia, la injusticia por la justicia, la debilidad social por el vigor social y que abrir� camino a mayores y m�s nobles adelantos de la civilizaci�n. Pero queda una cuesti�n de m�todo. �C�mo hemos de hacerlo? Satisfar�amos la ley de la justicia, cumplir�amos todos los requisitos econ�micos, aboliendo de golpe todos los derechos de propiedad particular de tierra; declarando �sta de propiedad p�blica y arrend�ndola, en lotes al mejor postor, en condiciones que respetasen como sagrado el derecho de propiedad particular de las mejoras. De esta manera asegurar�amos en una sociedad m�s compleja la misma igualdad de derechos que en una sociedad m�s tosca se aseguraba por repartos iguales del suelo y, al otorgar el uso del suelo a quienquiera le sacase el m�ximo producto, asegurar�amos la m�xima producci�n. Pero semejante plan, aunque completamente factible, no me parece el mejor. Hacer esto implicar�a molestar sin necesidad las actuales costumbres y maneras de pensar, lo cual debe evitarse. Hacer esto implicar�a aumentar sin necesidad la maquinaria gubernamental, lo cual debe evitarse. Es un axioma pol�tico, comprendido y aplicado por los fundadores afortunados de las tiran�as, que los grandes cambios se pueden realizar mejor bajo las antiguas formas. Nosotros, que queremos libertar al hombre, hemos de fijarnos en esta verdad. Es el m�todo natural. Cuando la naturaleza va a formar un tipo superior, toma otro inferior y lo desarrolla. Esta es tambi�n la ley del desarrollo social. Trabajemos conforme a la misma. Con la corriente nos deslizaremos aprisa y lejos. Contra ella hay que remar mucho y se avanza poco. No propongo comprar ni confiscar la propiedad privada de la tierra. Lo primero ser�a injusto; lo segundo, innecesario. Dejad a los individuos que ahora la ocupan, conservar todav�a, si gustan, la posesi�n de lo que les place llamar su tierra. Dejadles que sigan llam�ndola suya. Dejadles comprarla y venderla, donarla y legarla. No es necesario confiscar la tierra; hasta confiscarla renta. Para tomar la renta para usos p�blicos, tampoco es necesario que el Estado cargue con la tarea de arrendar las tierras. No es necesario crear nuevos organismos oficiales. El organismo oficial ya existe. En vez de aumentarlo, todo lo que hemos de hacer es simplificarlo y reducirlo. Utilizando la organizaci�n actual, podemos, sin molestias ni trastornos, asegurar el derecho com�n a la tierra, tomando la renta para usos p�blicos. Ya se cobra en impuestos algo de la renta. Para recaudarla toda bastar�a hacer algunos cambios en nuestro sistema tributario. Por esto lo que yo propongo es apropiarse la renta de la tierra por medio del impuesto. En su forma, la posesi�n de la tierra quedar�a tal como est� ahora. No se necesita desposeer a ning�n propietario ni restringir la cantidad de tierra que cualquiera puede tener. Porque, recaudando el Estado la renta en impuestos, la tierra, est� a nombre de quienquiera y parcelada como quiera, ser� realmente propiedad com�n y todos los individuos de la sociedad participar�n de las ventajas de su propiedad. Pues bien, como el impuesto sobre la renta o valor de la tierra ha de aumentarse necesariamente, as� que suprimamos los dem�s impuestos, podemos dar al m�todo una forma pr�ctica proponiendo abolir todos los impuestos excepto el impuesto sobre el valor de la tierra. Como hemos visto, el valor de la tierra en los comienzos de la sociedad es nulo, pero, a medida que �sta se desarrolla con el aumento de poblaci�n y el avance de las artes, va aumentando cada vez m�s. Por esto no basta poner solamente todos los impuestos sobre el valor de la tierra. Donde la renta exceda a los actuales ingresos gubernamentales, ser� necesario aumentar, como corresponda, la cantidad exigida en impuestos y continuar este aumento a medida que la sociedad progrese y la renta suba. Pero esto es una cosa tan natural y f�cil que puede considerarse impl�cita o por lo menos sobreentendida en la proposici�n de poner todos los impuestos sobre el valor de la tierra. Dondequiera que la idea de concentrar todos los impuestos sobre el valor de la tierra halla atenci�n suficiente para inducir a considerarla, invariablemente se abre paso. Pero, en las clases m�s beneficiadas por esa idea, son pocos los que, por lo menos al principio, o a�n mucho tiempo despu�s, ven toda su importancia y fuerza. Les es dif�cil a los obreros superar la creencia de que hay un verdadero antagonismo entre el capital y el trabajo. Les es dif�cil a los peque�os labradores y due�os de vivienda propia superar la creencia de que poner todos los impuestos sobre el valor de la tierra ser�a gravarles indebidamente. Les es dif�cil a ambas clases superar la creencia de que eximir de impuestos al capital ser�a hacer m�s rico al rico y m�s pobre al pobre. Estas creencias provienen de confusi�n en el pensamiento. Pero detr�s de la ignorancia y el prejuicio hay unas conveniencias poderosas que hasta ahora han dominado la literatura, la ense�anza y la opini�n. Una gran injusticia siempre tiene la muerte dif�cil y la gran injusticia que en todos los pa�ses civilizados condena las multitudes a la pobreza y la penuria no morir� sin un rudo forcejeo.

CAPITULO 17 PRUEBA DE LA PROPOSICI�N SEG�N LAS NORMAS TRIBUTARIAS

Puesto que toda discusi�n popular ha de tratar de lo concreto m�s que de lo abstracto, podemos someter el remedio que he propuesto a la prueba de las normas tributarias admitidas. Haci�ndolo as�, se podr�n ver algunos aspectos incidentales que de otro modo pasar�an inadvertidos. El mejor impuesto por el que se pueden obtener los ingresos p�blicos es, sin duda, el que satisfaga m�s plenamente las condiciones siguientes: Que grave lo menos posible la producci�n, para impedir lo menos posible el aumento del fondo general del cual hay que pagar los impuestos y mantener la sociedad. Que su recaudaci�n sea f�cil y barata y recaiga tan directamente como se pueda sobre quienes en definitiva lo pagan, para as� tomar del pueblo lo menos posible en edici�n a lo que rinde al gobierno. Que sea cierto, para dar la m�nima ocasi�n a abusos o sobornos por parte de los funcionarios y la m�nima tentaci�n a infracciones y evasiones por parte de los contribuyentes. Que grave equitativamente, para que a ning�n individuo le d� una ventaja o le imponga una desventaja respecto a los dem�s. Examinemos qu� forma de impuesto cumple mejor estas condiciones. Cualquiera que ella sea, ser� sin duda el mejor medio para recaudar los ingresos p�blicos. Efectos Sobre la Producci�n Est� bien claro que todos los impuestos han de venir del producto de la tierra y el trabajo, puesto que no hay otra fuente de riqueza que la uni�n del esfuerzo humano con las materias y fuerzas de la naturaleza. Pero las maneras de imponer igual cantidad de tributo pueden afectar muy diversamente a la producci�n. Un impuesto que disminuya la recompensa del productor, necesariamente disminuye el est�mulo a producir; un impuesto que dependa del acto de la producci�n o del uso de cualquiera de sus tres factores, indefectiblemente la desalienta. Por esto, los impuestos que disminuyen la ganancia del trabajador o la del capitalista, tienden a hacer al primero menos laborioso e inteligente y al segundo menos dispuesto a ahorrar e invertir capital. Los impuestos que recaen sobre los procesos de la producci�n, interponen un obst�culo artificial a la creaci�n de riqueza. La tributaci�n que recae sobre el trabajo en la medida en que se ejerce, sobre la riqueza en la medida en que se emplea como capital, sobre la tierra en la medida en que se explota, sin duda tender� a desalentar la producci�n mucho m�s poderosamente que la tributaci�n de igual cuant�a que grava a los trabajadores tanto si trabajan como si huelgan, la riqueza tanto si se usa productivamente como si no, o la tierra tanto si se explota como si se deja bald�a. De hecho, la manera de imponer es tan importante como la cuant�a misma del impuesto. As� como una peque�a carga mal colocada puede mortificar a un caballo que podr�a acarrear con holgura otra mucho mayor bien acomodada, tambi�n se puede empobrecer un pueblo y anular su poder productivo, mediante una tributaci�n que, impuesta de otra manera, se soportar�a c�modamente. Un tributo sobre las palmeras, ordenado por Mohammed Al�, indujo a los fellahs egipcios a cortarlas; pero un tributo dos veces mayor cargado sobre la tierra no produjo tal resultado. Frenar la producci�n es, en mayor o menor grado, caracter�stico de la mayor parte de los impuestos con que los gobiernos actuales obtienen sus ingresos. Todos los impuestos sobre la fabricaci�n, sobre el consumo, sobre el capital, sobre las mejoras, son de esta clase. Su tendencia es la misma que la del tributo de Mohammed Ali sobre las palmeras, aunque su efecto puede verse menos claramente. A diferencia de los impuestos sobre productos, cambios, capital o cualquiera de los procesos de la producci�n, los impuestos sobre el valor de la tierra no recaen sobre la producci�n. El valor da la tierra no expresa la recompensa de la producci�n, como la expresa el valor de las cosechas, el ganado, los edificios o cualquiera de las cosas llamadas bienes muebles y mejoras. Expresa el valor de cambio del monopolio. Por esto la sociedad puede tomarlo sin disminuir en lo m�s m�nimo la producci�n de la riqueza. Se puede gravar con impuestos el valor de la tierra hasta que el Estado recaude toda la renta, sin reducir en nada los salarios del trabajo ni el inter�s del capital; sin aumentar el precio de una sola mercanc�a ni dificultar en modo alguno la producci�n. Es m�s: los impuestos sobre el valor de la tierra no tan s�lo no frenan la producci�n, como lo hacen la mayor�a de los dem�s impuestos sino que, al anular la renta especulativa, tienden a aumentar la producci�n. De qu� modo la renta especulativa frena la producci�n, puede verse, no s�lo en la tierra valiosa negada al uso, sino tambi�n en los paroxismos de crisis econ�mica, que, originados por el aumento especulativo del valor de la tierra, se propagan por todo el mundo civilizado, paralizando por todas partes la producci�n. La tributaci�n que tomase la renta para usos p�blicos evitar�a todo esto. Si la tierra tributase hasta casi su valor en renta, nadie podr�a permitirse tener tierra que no emplease; y por consiguiente, la tierra que no se usa se abrir�a de par en par a quienes quisieran usarla. Es indudable que, por lo que respecta a la producci�n, el impuesto sobre el valor de la tierra es el mejor que puede establecerse. Gravad las f�bricas y frenar�is la fabricaci�n, gravad las mejoras, y disminuir�is el mejoramiento; gravad el comercio, y dificultar�is el cambio; gravad el capital, y lo ahuyentar�is, Pero, mediante el impuesto, se puede recaudar todo el valor de la tierra, y el resultado ser� estimular la laboriosidad, abrir nuevas oportunidades al capital y aumentar la producci�n de riqueza. Facilidad y Baratura de la Recaudaci�n A excepci�n, quiz�, de ciertos permisos y derechos del timbre, que casi pueden hacerse cobrar por s� mismos, pero de los que solo cabe esperar un ingreso trivial, un impuesto sobre el valor de la tierra puede ser, de todos los tributos, el de recaudaci�n m�s f�cil y barata. Porque la tierra no se puede esconder ni llevar lejos, su valor se puede averiguar pronto y, una vez hecha la evaluaci�n, s�lo se necesita un cobrador que la recaude. Un impuesto sobre el valor de la tierra no se carga sobre los precios, y por esto lo paga la persona sobre quien recae, mientras que todos los impuestos sobre cosas cuya cantidad no es fija, aumentan los precios y, en el curso de los cambios, se transfieren del vendedor al comprador, aumentando a cada cambio. Si ponernos un impuesto sobre los pr�stamos de dinero, como a menudo se ha intentado, el prestamista cargar� el impuesto al prestatario, y �ste tendr� que pagarlo o no obtendr� el pr�stamo. Si el prestatario emplea el dinero en sus negocios, recuperar� el impuesto a costa de sus clientes o el negocio no le dar� ganancia. Si ponemos un impuesto sobre los edificios, en definitiva tendr�n que pagarlo los inquilinos, pues la construcci�n cesar� hasta que los alquileres sean bastante altos para pagar los beneficios corrientes y adem�s el impuesto. Si ponemos un impuesto sobre las f�bricas o los g�neros importados, el fabricante o importador, subiendo los precios, lo cargar� al mayorista, �ste al detallista y este �ltimo al consumidor. As�, el consumidor, sobre el cual, en definitiva recae el impuesto, no s�lo ha de pagar el importe del tributo, sino, adem�s, el inter�s de este importe, a cada uno de quienes lo ha anticipado, pues cada negociante exige el inter�s del capital adelantado para pagar impuestos, del mismo modo que exige el inter�s del capital invertido en pagar las mercanc�as. De este modo, todos los impuestos que se a�aden a los precios, se transfieren de mano en mano, aumentando a cada cambio, hasta que, en definitiva, gravitan sobre los consumidores, y, as�, �stos han de pagar mucho m�s de lo que el gobierno recauda. Un impuesto sobre la renta de la tierra, aunque obliga a los propietarios a pagarlo, no les da poder para obtener m�s por el uso de sus tierras. Por el contrario, obligando a quienes retienen tierras para especular, a venderlas o alquilarlas por lo que pueden obtener por ellas, un impuesto sobre el valor de la tierra tiende a aumentar la competencia entre los propietarios y, de este modo, a reducir el precio de la tierra. Certeza La exactitud es una importante cualidad de la tributaci�n, porque en la medida en que la recaudaci�n dependa del celo y lealtad de los recaudadores y del civismo y probidad de los contribuyentes, se dar�n ocasiones a los abusos y sobornos por una parte, y a las evasiones y fraudes por otra. Son notorias las continuas ocultaciones en las aduanas, la rid�cula falsedad de las declaraciones en los impuestos de utilidades, y la absoluta imposibilidad de lograr una justa evaluaci�n de la propiedad mueble. La p�rdida material infligida por estos impuestos, el coste que �sta incertidumbre a�ade a la cantidad que el p�blico paga y el gobierno no recauda, es muy grande. Cuando las costas y fronteras se guarnecen con un ej�rcito que se esfuerza en impedir el contrabando y otro ej�rcito empe�ado en burlar a aqu�l, es claro que el mantenimiento de ambos ej�rcitos ha de salir del producto del trabajo y capital. Los gastos y provechos de los contrabandistas, as� como las pagas de los funcionarios de aduanas, constituyen un impuesto sobre la producci�n nacional, a�adido al que el gobierno recibe. Y lo mismo ocurre con todo el dinero gastado en lograr leyes o decisiones para rehuir la tributaci�n; todas las costosas maneras de proporcionar mercanc�as eludiendo los impuestos; todo lo que en procedimientos legales y castigos gastan, no s�lo el gobierno, sino tambi�n los procesados, son otro tanto que estos impuestos toman del fondo general de riqueza sin aumentar los ingresos p�blicos. A�n as�, esta es la parte m�nima del coste. Los impuestos faltos de certeza atacan a la moral de la manera mas espantosa. Las leyes tributarias podr�an en bloque llamarse �Disposiciones para fomentar la corrupci�n de los funcionarios, destruir la honradez, y estimular el fraude, premiar el perjurio y el soborno y divorciar la idea de la ley de la idea de la justicia�. Este es su verdadero car�cter, y en esto tienen un �xito admirable. El impuesto sobre el valor de la tierra posee en su m�s alto grado la cualidad de la certeza. Se puede determinar y cobrar con una exactitud que participa de la fijeza de la tierra y de la imposibilidad de ocultarla. Si todos los impuestos se cargaran sobre el valor de la tierra separado del de las mejoras, el sistema tributario ser�a tan sencillo y claro y la atenci�n p�blica en fijarle tanto en �l, que la evaluaci�n para el impuesto podr�a hacerse y se har�a con la misma exactitud con que un corredor de fincas determina el precio a que se puede vender un solar. Equidad La idea vulgar, que nuestros sistemas de gravarlo todo intentan en vano llevar a cabo, es que cada uno pague en proporci�n a sus medios o en proporci�n a sus ingresos. Pero, prescindiendo de las insuperables dificultades pr�cticas para gravar a cada uno seg�n sus medios, es evidente que as� no se puede lograr la justicia. Sean, por ejemplo, dos hombres con iguales medios o iguales ingresos, uno con una familia numerosa, y otro que no ha de mantener a nadie m�s que a s� mismo. Los impuestos indirectos recaen muy desigualmente sobre estos hombres, pues el uno no puede evitar los impuestos sobre la comida, la ropa, etc., que su familia consume, mientras que el otro ha de pagarlos solamente sobre las cosas necesarias consumidas por �l mismo. Aun suponiendo los impuestos establecidos directamente, de modo que cada uno pague la misma cantidad, las entradas de uno est�n cargadas con el sustento de seis, ocho o diez personas; los ingresos del otro con el de una sola persona. Se dir� que esta dificultad es insuperable; que la naturaleza misma trae al mundo desvalidos a todos los seres humanos y deja su manutenci�n a cargo de sus padres, a los cuales proporciona, en cambio, grandes y dulces recompensas naturales. Pues bien, volv�monos a la naturaleza y leamos en su ley los mandatos de la justicia. La naturaleza da al trabajo y s�lo al trabajo. En el mismo Para�so Terrenal, un hombre se morir�a de hambre si no fuera por el esfuerzo humano. Si ahora tomamos a dos hombres con ingresos iguales, procedentes, los de uno, del ejercicio de su trabajo, y los del otro, de la renta de la tierra. �Es justo que ambos contribuyan por igual a los gastos del Estado? Claro que no. Los ingresos del primero representan riqueza que �l crea y a�ade a la riqueza total de la sociedad; los ingresos del otro no representan sino riqueza que toma del caudal general, sin devolver nada. El derecho del primero a disfrutar de sus ingresos se funda en la autoridad de la naturaleza, que recompensa el trabajo con la riqueza. El derecho del otro a disfrutar de sus ingresos es un derecho falso, fruto de una disposici�n administrativa que la naturaleza no conoce ni reconoce. El padre a quien digan que con su trabajo debe sustentar a sus hijos, ha de admitirlo, pues �ste es el decreto natural; pero puede exigir con justicia que, de lo que gane con su trabajo, no se le quite ni un c�ntimo, mientras quede un c�ntimo de los ingresos adquiridos por el monopolio de los bienes que la naturaleza ofrece imparcialmente a todos y en los que sus hijos, por derecho de nacimiento, tienen igual participaci�n. Se suele insistir en gravar por un igual toda clase de propiedad, fund�ndose en que toda la propiedad est� igualmente protegida por el Estado. Esta idea se funda, sin duda, en que el Estado hace posible el disfrute de la propiedad; que hay un valor creado y mantenido por la sociedad, que est� precisamente llamado a cubrir sus gastos. Ahora bien, �de qu� valores es verdad esto? Solamente del valor de la tierra. Este no aparece hasta que se ha formado la sociedad; y, a diferencia de los dem�s valores, aumenta con el crecimiento de la sociedad. Existe solamente mientras �sta existe. Dispersad la colectividad, m�s numerosa, y la tierra ahora tan valiosa no tendr� absolutamente ning�n valor. Con cada aumento de poblaci�n, el valor de la tierra sube; con cada disminuci�n, baja. Esto sucede solamente con todo lo que, como la propiedad de la tierra, es un monopolio por naturaleza. El impuesto sobre los valores de la tierra recae sobre quienes reciben de la sociedad un beneficio especial, y los grava en proporci�n al beneficio que reciben. Consiste en que la sociedad tome, para uso de la sociedad, el valor creado por la sociedad. Es la aplicaci�n de la propiedad com�n a usos comunes. Cuando el impuesto recaude toda la renta de la tierra para pagar los gastos necesarios de la colectividad, ning�n individuo tendr� ventaja alguna sobre ning�n otro, excepto las que le den su laboriosidad, destreza e inteligencia propias; y cada uno obtendr� lo que honradamente gane. CAPITULO 18 APOYOS Y OBJECIONES Los fundamentos de donde concluimos que el impuesto sobre el valor o renta de la tierra es el mejor m�todo para obtener ingresos p�blicos, han sido t�cita o expresamente admitidos por todos los economistas de m�rito, desde que se determin� la �ndole y la ley de la renta. Ricardo dice: �Un impuesto sobre la renta afectar�a solamente a la renta; recaer�a por completo sobre los propietarios y no se podr�a cargar sobre ninguna clase de consumidores� porque �dejar�a inalterada la diferencia entre el producto obtenido de la tierra menos productiva entre las cultivadas y el obtenido de tierra de cualquier otra calidad... Un impuesto sobre la renta no desalentar�a el cultivo de tierra nueva, pues esta tierra no paga renta y quedar�a libre de impuestos�. (Principios de Econom�a Pol�tica y Tributaci�n, capitulo 10.) McCulloch (Nota) declara que �desde un punto de vista pr�ctico, los impuestos sobre la renta de la tierra figuran entre los m�s injustos e impol�ticos que se puedan imaginar�, pero afirma esto fund�ndose s�lo en su suposici�n de que, en un pa�s viejo y con muchas mejoras, es pr�cticamente imposible dividir el provecho en sus componentes o distinguir entre la suma pagada por el uso del suelo y la suma pagada por el capital invertido en �l. Por otra parte, afirma que, si se efectuase esta distinci�n, �la suma pagada a los propietarios por el uso de los poderes naturales del suelo le podr�a sacar por completo mediante un impuesto, sin que aqu�llos pudieran cargar sobre nadie m�s ninguna porci�n del gravamen� y sin afectar al precio del producto. (Nota) Nota n.- 24 de las �Notas y disertaciones suplementarias� en su edici�n de 1838 de La Riqueza de las Naciones, de Adam Smith. En efecto: que la renta deber�a ser objeto especial de la tributaci�n, por razones de conveniencia y de justicia, est� impl�cito en la admitida doctrina de la renta y se puede hallar en embri�n en las obras de todos los economistas que han aceptado la ley de Ricardo. Que estos principios no se hayan llevado hasta sus ineludibles conclusiones, sin duda provienen del deseo de no amenazar ni ofender los enormes intereses implicados en la propiedad particular de la tierra, y tambi�n se debe a las falsas teor�as que, respecto al salario y a la causa de la pobreza, han dominado en las ideas econ�micas. Los Fisi�cratas Franceses Sin embargo, ha habido una escuela de economistas, los Economistas franceses (Fisi�cratas) del siglo XVIII, que comprendieron claramente lo que es evidente para las percepciones naturales del hombre no ofuscadas por la costumbre, a saber, que la renta de la propiedad com�n, la tierra ha de ser incautada para el servicio de todos. Como que conozco las doctrinas de Quesnay y sus disc�pulos solamente de segunda mano, por mediaci�n de los escritores ingleses, no puedo decir hasta que punto sus ideas especiales respecto a que la agricultura sea la �nica ocupaci�n productiva, etc., son concepciones err�neas o meras peculiaridades terminol�gicas. Pero si estoy seguro, por la proposici�n que daba cima a su teor�a, que Quesnay vio la relaci�n fundamental entre la tierra y el trabajo, m�s tarde olvidada, y que lleg� a la verdad pr�ctica, aunque quiz�s a trav�s de un raciocinio mal expresado. Los fisi�cratas no explicaban las causas que dejan un �producto neto� a los propietarios mejor que la succi�n de la bomba de agua se explicaba atribuyendo a la naturaleza el horror al vac�o. Pero se reconoci� el hecho en sus relaciones pr�cticas con la econom�a social y ellos vieron con igual claridad el bien que resultar�a de la perfecta libertad otorgada a la producci�n y al comercio al poner un impuesto sobre la renta en substituci�n de las cargas que estorban y desv�an la aplicaci�n del trabajo. Una de las cosas m�s lamentables de la Revoluci�n Francesa es que ahog� las ideas de los fisi�cratas precisamente cuando ganaban fuerza entre las clases pensadoras y, al parecer, iban a influir en la legislaci�n tributaria. Separaci�n del Valor de la Tierra La �nica objeci�n al impuesto sobre el valor de la tierra, que se encuentra en las obras de Econom�a Pol�tica reconoce sus ventajas. Dice que, por la dificultad de separar el valor de la tierra del valor de las mejoras, al gravar la renta de la tierra, podemos gravar otras cosas. McCulloch, por ejemplo, declara que los impuestos sobre la renta de la tierra son impol�ticos e injustos, porque el producto recibido por los poderes naturales e inherentes no puede distinguirse claramente del producto de los perfeccionamientos y mejoras, lo cual desalentar�a �stas. Si se desanima la producci�n al gravar valores que el trabajo y el capital han confundido �ntimamente con al valor de la tierra, �cu�nto mayor desaliento no implica el gravar, no solo �stos, sino todos los valores claramente separables creados por el trabajo y el capital? (Nota) (Nota) Esta pretendida dificultad solamente puede aplicarse al gasto en mejoras, tales como abonos, drenajes, explanaciones, terraplenes y puesta en cultivo, que se confunden con la tierra y, por lo tanto, no las admite f�cilmente el tasador encargado de se�alar, el valor que la tierra tendr�a en el supuesto de no haber ninguna construcci�n ni mejora sobre ella o en ella. Eximir las mejoras que se incorporan a la tierra es lo habitual en la legislaci�n de varios pa�ses en que ya se aplica en cierto grado el impuesto sobre el valor de la tierra. Por ejemplo, en Dinamarca se ordena esta exenci�n, previa prueba del gasto efectuado, marc�ndose, no obstante, un plazo de treinta a�os, despu�s del cual se considera que el gasto ya ha sido recuperado. De efecto an�logo son las disposiciones de la ley brit�nica por las cuales, al transferirse o venderse tierra agr�cola, se indemniza a sus ocupantes por el valor que queda de las mejoras hechas a su cargo mientras la ocupaban. A.W.M. Pero, de hecho, el valor de la tierra siempre se puede distinguir del valor de las mejoras. En pa�ses como los Estados Unidos hay mucha tierra valiosa que nunca se ha mejorado; y en muchos de los Estados, los tasadores suelen evaluar por separado la tierra y las mejoras, aunque luego las agrupan con el nombre de bienes ra�ces. A menudo la tierra pertenece a una persona y las construcciones a otra. Y cuando hay un incendio y las mejoras quedan destruidas, le queda a la tierra un valor perfectamente definido. En el pa�s m�s antiguo del mundo, esta valoraci�n no ofrece dificultad, si todo lo que se intenta es separar el valor de las mejoras claramente distinguibles, hechas dentro de un moderado per�odo de tiempo, del valor que tendr�a la tierra si �stas fuesen destruidas. Esto es, ciertamente, todo lo que la justicia o la pol�tica requieren. La exactitud absoluta es imposible en cualquier sistema y pretender separar de todo lo hecho por la raza humana, todos los dones originales de la naturaleza, ser�a tan absurdo como impracticable. Un pantano desecado o una colina terraplenada por los romanos constituye ahora para las Islas Brit�nicas una ventaja tan natural como si fueran obra de un terremoto o un glaciar. El hecho de que, pasado un cierto tiempo, el valor de estas mejoras permanentes se considere incorporado al de la tierra y seg�n esto pague impuesto, no puede tener un efecto desalentador sobre dichas mejoras. Lo cierto es que cada generaci�n construye y mejora para s� misma y no para el remoto porvenir. Actitud de las Partes Interesadas Se puede, sin embargo, preguntar: si el impuesto sobre el valor de la tierra es un sistema tributario tan ventajoso, �por qu� todos los gobiernos recurren de preferencia a tantos otros impuestos? La respuesta es obvia: el impuesto sobre el valor de la tierra recae sobre los propietarios y no hay manera de que ellos puedan cargarlo a los dem�s. De aqu� que una clase extensa y poderosa est� directamente interesada en subyugar el impuesto sobre el valor de la tierra y, como medio para obtener los ingresos p�blicos necesarios, substituirlo, con impuestos sobre otras cosas, del mismo modo que, en el siglo XVIII, los terratenientes ingleses lograron establecer sobre las bebidas un tributo que reca�a sobre todos los consumidores, en vez de los tributos por tenencia feudal, que �nicamente reca�an sobre ellos. Hay, pues, un inter�s definido y poderoso contrario al impuesto sobre el valor de la tierra. Pero los otros impuestos, en los que tanto conf�an los gobernantes modernos, no hallan especial oposici�n. Los hombres de estado se han ingeniado en discurrir sistemas de impuestos que exprimen los salarios del trabajo y el inter�s del capital. Casi todos estos impuestos los paga en definitiva el consumidor; y los paga de un modo que no le llama la atenci�n sobre el hecho; los paga en porciones tan peque�as y de maneras tan insidiosas que no lo advierte y no es probable que se tome la molestia de protestar eficazmente. Los que pagan el dinero directamente al recaudador, no s�lo no tienen empe�o en oponerse a impuestos que tan f�cilmente se descargan de sus propios hombros, sino que, muy a menudo, est�n interesados en que se impongan y subsistan, como lo est�n otros que se aprovechan o esperan aprovecharse del aumento de precios causado por dichos impuestos. Los impuestos por los permisos hallan el apoyo de aqu�llos a quienes se cargan, porque tienden a impedir que otros entren en el negocio. Con frecuencia, los impuestos sobre la fabricaci�n son gratos a los grandes fabricantes, por an�logas razones. Los derechos de aduanas de la importaci�n, no s�lo tienden a dar ventajas especiales a ciertos productores, sino que aumentan los beneficios de los importadores o traficantes que dispongan de grandes existencias. Y as�, para todos estos impuestos hay intereses particulares, capaces de organizarse pronto y actuar de acuerdo, que favorecen la imposici�n de los mismos, mientras que, ante un impuesto sobre el valor de la tierra, hay un inter�s fuerte y susceptible, dispuesto a opon�rsele con rudeza y tes�n.

CAPITULO 19 LA PROPIEDAD EN LA TIERRA CONSIDERADA HIST�RICAMENTE

El descubrimiento de oro en California hizo regresar a los hombres a sus primeros principios, y se declar� por acuerdo que esta tierra cargada de oro quedase de propiedad com�n. El tratar la tierra como propiedad individual est� tan plenamente reconocido en nuestras leyes, maneras y costumbres, que a la gran mayor�a de la gente nunca se le ocurre ponerlo en tela de juicio, y, por el contrario, se considera necesario para el uso de la tierra. Si fuese verdad que la tierra siempre ha sido tratada como propiedad particular, esto no probar�a la justicia o necesidad de continuar trat�ndola as�. No lo probar�a m�s que la existencia universal de la esclavitud, en otros tiempos plenamente reconocida, demostrar�a la justicia o necesidad de la propiedad de la carne y sangre humana. Donde quiera que podamos averiguar la historia primitiva de la sociedad, sea en Asia, Europa, �frica, Am�rica o Polinesia, la tierra ha sido considerada propiedad com�n. Es decir, todos los individuos de la colectividad ten�an igual derecho al uso y disfrute de la tierra de la colectividad. Este reconocimiento del derecho com�n a la tierra no imped�a el pleno reconocimiento del derecho particular y exclusivo sobre las cosas que resultan del trabajo, ni se abandon� cuando el desarrollo de la agricultura impuso la necesidad de reconocer la posesi�n exclusiva de la tierra para asegurar el disfrute exclusivo de los resultados del trabajo ejercido en el cultivo. El reparto de la tierra entre las unidades productoras, fuesen familias, reuniones de familias o individuos, s�lo lleg� hasta lo necesario para aquel prop�sito. Creo que en todas partes se pueden averiguar las causas que han actuado suplantando el primitivo concepto del igual derecho al uso de la tierra por el concepto de derechos exclusivos y desiguales. En todas partes son las mismas que han conducido a negar los iguales derechos personales y a establecer clases privilegiadas. Estas causas pueden resumirse en la concentraci�n del poder en manos de jefes y castas militares, a consecuencia de una situaci�n b�lica, que les permiti� monopolizar las tierras comunes. Grecia y Roma La lucha entre el concepto del igual derecho al suelo y la tendencia a monopolizarlo en posesi�n individual fue la causa de los conflictos internos en Grecia y en Roma; y fue el triunfo final de esta tendencia lo que destruy� ambas naciones. Las grandes propiedades arruinaron a Grecia, como m�s tarde �las grandes propiedades arruinaron a Italia� (Latifundia perdidere Italiam. -- Plinio ) Y corno el suelo, a pesar de las advertencias de grandes legisladores y estadistas, qued� finalmente en posesi�n de unos pocos, la poblaci�n declin�, sucumbi� el arte, afeminose la inteligencia y el pueblo en que la humanidad hab�a alcanzado su m�s espl�ndido desarrollo se convirti� de burla y oprobio entro los hombres. La idea de la absoluta propiedad individual de la tierra, que la moderna civilizaci�n hered� de Roma, alcanz� all� su completo desarrollo en tiempos hist�ricos. Cuando la futura due�a del mundo se dej� ver por primera vez, cada ciudadano ten�a su peque�o terreno y hogar que eran inalienables y �la tierra de pan llevar, que era de derecho p�blico�, estaba sujeta al uso com�n. Fue de este dominio p�blico, constantemente extendido por la conquista, de donde los patricios lograron sacar sus grandes propiedades. Estas, por el poder con que lo mayor atrae lo menor, y a pesar del freno pasajero de limitaciones legales y repartos peri�dicos, arruinaron a los peque�os propietarios. Los peque�os patrimonios se incorporaron a los latifundios de los enormemente ricos, mientras los peque�os propietarios se vieron forzados a entrar en las brigadas de esclavos, se hicieron �colonos� arrendatarios o bien fueron arrojados a las provincias extranjeras reci�n conquistadas, donde se daba tierra a los veteranos de las legiones; o a la metr�poli, a engrosar las filas del proletariado que no ten�a para vender sino sus votos. El cesarismo, que pronto se convirti� en un desenfrenado despotismo de tipo oriental, fue el inevitable resultado pol�tico; y del imperio, incluso cuando abarcaba el mundo, en realidad s�lo qued� la corteza, cuyo desplome s�lo se evitaba por la vida m�s sana de las fronteras, donde la tierra se hab�a repartido entre los colonos militares o donde sobrevivieron m�s tiempo las antiguas costumbres. Pero los latifundios, que hab�an devorado el vigor de Italia, se arrastraron tenazmente hacia fuera, cortando la superficie de Sicilia, �frica, Espa�a y Galia en grandes posesiones cultivadas por esclavos o arrendatarios. Las robustas virtudes nacidas de la independencia personal se extinguieron. Una agricultura agotadora empobreci� el suelo, y las bestias salvajes suplantaron a los hombres, hasta que al fin irrumpieron los b�rbaros. Roma pereci�, y de una civilizaci�n antes tan soberbia quedaron solamente las ruinas. Tenencia Feudal El sistema feudal, que no es peculiar de Europa, sino que parece el resultado natural de la conquista de un pa�s ocupado, efectuada por una raza entre la cual la igualdad y la individualidad son todav�a vigorosas, reconoc�a claramente, por lo menos en teor�a, que la tierra pertenece a toda la sociedad, no al individuo. En el plan feudal, las tierras de la corona sosten�an gastos p�blicos que ahora se incluyen en la lista civil; las tierras de la Iglesia costeaban el culto, la instrucci�n p�blica y el cuidado de los enfermos e indigentes y manten�an una clase de hombres cuyas vidas se supon�an consagradas al bien p�blico y sin duda lo eran en gran parte, mientras que los feudos militares prove�an para la defensa p�blica. En la obligaci�n que pesaba sobre el terrateniente militar de poner en campa�a tal o cual fuerza cuando conviniese, as� como en la ayuda que cab�a prestar cuando se armaba caballero al primog�nito del soberano o �ste casaba a su hija o ca�a prisionero de guerra, hab�a un reconocimiento rudo y defectuoso, pero as� y todo indiscutible, de que la tierra no es propiedad individual, sino propiedad com�n. Ni siquiera se permit�a extender la autoridad del poseedor sobre su tierra m�s all� de su propia vida. Aunque el principio de la herencia pronto desaloj� el principio de la elecci�n, como siempre ha de ocurrir donde el poder est� concentrado, la ley feudal, sin embargo, exig�a que el representante del feudo siempre fuese tan capaz de cumplir los deberes como de recibir los beneficios anexos a la posesi�n territorial. Quien ten�a que ser �ste, no se dejaba al capricho individual, sino que de antemano se determinaba rigurosamente. Cercamientos de Tierras Comunales Al nacer y desarrollarse, el sistema feudal transform� la posesi�n absoluta en posesi�n condicional e impuso especiales obligaciones a cambio del privilegio de cobrar renta. Y en medio del sistema quedaron o nacieron colectividades agr�colas, m�s o menos sujetas a tributos feudales, que cultivaban el suelo como propiedad com�n; y aunque los se�ores donde y cuando ten�an poder para ello, exig�an todo lo que cre�an digno de exigirse, sin embargo, la idea del derecho com�n fue bastante vigorosa para persistir por costumbre en una considerable parte de la tierra. En la �poca feudal, las tierras comunales deben de haber abarcado una gran proporci�n de la superficie de casi todas las naciones europeas. Puede conjeturarse la extensi�n de las tierras comunales en Inglaterra durante el feudalismo sabiendo que, aunque la aristocracia empez� a cercarlas durante el reinado de Enrique VII, consta que entre 1710 y 1843 se tramit� la apropiaci�n de 3.064.165 hect�reas de tierras comunales, de las cuales 240.000 hect�reas han sido cercadas despu�s de 1845 y se estima en 800.000 hect�reas la tierra comunal que en Inglaterra queda todav�a. Concepto de la Tierra como Propiedad Com�n La doctrina del dominio eminente, que en teor�a hace del soberano el �nico due�o absoluto de la tierra, no nace sino de considerarle como representante de los derechos colectivos del pueblo. La primogenitura y la vinculaci�n, no son sino formas falseadas de lo que anta�o fue secuela de considerar la tierra como propiedad com�n. La misma distinci�n que en la terminolog�a legal inglesa se hace entre real property (propiedad inmueble o bienes ra�ces) y personal property (propiedad mobiliaria o bienes muebles) no es m�s que una reminiscencia de una primitiva distinci�n entre lo que en su origen era considerado propiedad com�n y lo que por su naturaleza se consideraba propiedad particular del individuo. Y el gran cuidado y ceremonial todav�a requerido para la transferencia de la tierra, no es sino una reminiscencia, hoy in�til y sin significado, de un convenio m�s general y ceremonioso anta�o requerido para transferir derechos que se consideraban pertenecientes, no a un miembro cualquiera, sino a todos los de una familia o tribu. El curso general del desarrollo de la moderna civilizaci�n desde el per�odo feudal, ha ido a la subversi�n de aquellos conceptos naturales y primarios de la propiedad colectiva del suelo. Por parad�jico que parezca, la ascensi�n de la libertad afuera de las ligaduras feudales ha ido acompa�ada de una tendencia a tratar la tierra, en la forma de propiedad que implica la esclavitud de las clases trabajadoras. Ahora esto empieza a sentirse fuertemente por todo el mundo civilizado en la presi�n de un f�rreo yugo que no se puede aliviar por mucho que se extienda el poder pol�tico o la libertad personal y que los economistas atribuyen err�neamente a la presi�n de leyes naturales y los trabajadores al poder opresivo del capital. Creaci�n de Grandes Propiedades Lo cierto es que en la Gran Breta�a el derecho del pueblo, como conjunto, al suelo de su pa�s natal, es reconocido de un modo mucho menos completo que en tiempos feudales. Una parte mucho menor del pueblo posee el suelo y su propiedad es mucho m�s absoluta. Las tierras comunales anta�o tan extensas y que tanto contribu�an a la independencia y manutenci�n de las clases inferiores, han sido, salvo un resto de tierra peque�o y aun sin valor, sometidas a propiedad individual y cercadas. Las grandes propiedades de la Iglesia, que eran esencialmente propiedad com�n destinada a fines p�blicos, han sido desviadas de estos fines, para enriquecer a los particulares. Los terratenientes militares se han librado de los tributos, y los gastos para sostener la organizaci�n militar y pagar el inter�s de una inmensa deuda acumulada por las guerras, se han cargado a todo el pueblo en impuestos sobre las exigencias y comodidades de la vida. La mayor parte de las tierras de la corona ha pasado a ser propiedad particular. El hacendado labrador ingl�s est� tan extinguido como el mastodonte. El escoc�s de clan, cuyo derecho al suelo de sus montes natales era tan indiscutible como el de su caudillo, fue expulsado para dejar sitio a los pastos de ovejas y cotos de ciervos de los descendientes de aquel caudillo. El derecho tribal del irland�s se convirti� en un arriendo revocable. La gran mayor�a del pueblo brit�nico no tiene sobre su tierra natal ning�n otro derecho que el de andar por las calles o cansarse por los caminos. A �l pueden aplicarse justamente las palabras de un tribuno del pueblo romano, Tiberio Graco: ��Hombres de Roma! Se os llama los se�ores del mundo, y, no obstante, no ten�is derecho a un pie cuadrado de su suelo. Las bestias salvajes tienen sus cuevas, pero los soldados de Italia no tienen sino agua y aire.� El crecimiento del poder nacional, ya en la forma de realeza, ya en la de gobierno parlamentario, despoj� a los grandes se�ores del poder e importancia individuales y de su jurisdicci�n y fuerza sobre las personas y as� reprimi� graves abusos. La desintegraci�n de las grandes propiedades feudales aument� el n�mero de propietarios y la abolici�n de las sujeciones con que los propietarios procuraban retener a los trabajadores en sus fincas, tambi�n contribuy� a apartar la atenci�n de la injusticia esencial impl�cita en la propiedad privada de la tierra. Al mismo tiempo, el continuo progreso de las ideas legales extra�das de la ley romana, que ha sido la gran mina y almac�n de la moderna jurisprudencia, tendi� a borrar la distinci�n entre la propiedad de la tierra y la propiedad de las dem�s cosas. De este modo, al extenderse la libertad personal, avanz� la propiedad individual de la tierra. El Hecho Fundamental de la Tenencia de la Tierra Adem�s, el poder pol�tico de los barones no se quebrant� con la revuelta de las clases que pod�an sentir claramente la injusticia de la propiedad de la tierra. Tales revueltas acontecieron una y otra vez; pero siempre fueron reprimidas con terribles crueldades. Lo que quebrant� el poder de los barones fue el crecimiento de las clases de los artesanos y comerciantes, entre cuyos salarios y la renta la relaci�n no es tan obvia. Adem�s, estas clases se desarrollaron bajo un sistema de gremios y corporaciones cerradas, que les permitieron atrincherarse algo contra la acci�n de la ley general del salario. Estas clases no vieron y todav�a no ven que la tenencia de la tierra es el hecho fundamental que en definitiva ha de determinar la situaci�n de la vida industrial social y pol�tica. Y as� ha habido la tendencia a asimilar la idea de la propiedad de la tierra a la idea de la propiedad de las cosas de producci�n humano, y hasta pasos dados hacia atr�s han sido aplaudidos como adelantos. Origen de las Deudas Nacionales La Asamblea Constituyente francesa, en 1789, crey� barrer una reliquia de la tiran�a cuando suprimi� los diezmos cargando el sostenimiento del clero sobre la tributaci�n general. El abate Siey�s fue el �nico en oponerse diciendo que, de este modo, a los propietarios se les eximir�a de una condici�n, el impuesto, bajo la cual pose�an sus tierras, y que ese impuesto ir�a a gravar el trabajo de la naci�n. Pero fue en vano. Por ser un sacerdote, se crey� que el abate Siey�s defend�a los intereses de su clase, cuando en realidad defend�a los derechos del hombre. En aquellos diezmos, el pueblo franc�s hubiera podido conservar un gran ingreso p�blico que no habr�a quitado ni un c�ntimo del salario del trabajo ni de la recompensa del capital.

De igual modo, la abolici�n de las tenencias militares en Inglaterra por el Parlamento Largo, ratificada despu�s del advenimiento de Carlos II, fue simplemente una apropiaci�n de las rentas p�blicas por los propietarios feudales, que as� se libraron del deber por el cual detentaban la propiedad com�n de la naci�n y lo endosaron a todo el pueblo en impuestos sobre todos los consumidores. Tambi�n a esa abolici�n se la present� durante mucho tiempo y todav�a se la presenta en los libros de leyes, como un triunfo del esp�ritu de libertad. Sin embargo, esa abolici�n es el origen de las inmensas deudas y los pesados impuestos en Inglaterra. Si s�lo se hubiese cambiado la forma de estos derechos feudales por otra mejor adaptada a los tiempos cambiados, las guerras inglesas nunca hubieran dado ocasi�n a contraer deudas ni de una sola libra, y el trabajo y el capital de Inglaterra no hubieran tenido que pagar ni un solo ochavo en impuestos para sostener los gastos militares. Todo ello hubiese salido de la renta que, desde aquella �poca, los terratenientes se han apropiado.

 

CAPITULO 20

EL JUSTO FUNDAMENTO DE LA PROPIEDAD

Aunque a menudo desviado en las m�s torcidas formas por el h�bito, la superstici�n y el ego�smo, el sentimiento de justicia, es, sin embargo, fundamental en la mente del hombre, y cualquiera que sea la discusi�n promovida por las pasiones humanas, seguramente no se debatir� tanto por la cuesti�n ��Es prudente?� como por la cuesti�n ��Es justo?�.

La tendencia de las discusiones populares a tomar una forma �tica tiene una causa. Procede de una ley de la mente humana; se apoya en un reconocimiento vago e instintivo de lo que probablemente es la verdad m�s honda que podemos alcanzar. Que s�lo lo justo es prudente; que s�lo lo justo es duradero.

�Qu� constituye el fundamento justo de la propiedad? �Qu� es lo que permite a un hombre decir de una cosa �es m�a� con justicia? �De qu� procede el sentimiento que reconoce su exclusivo derecho aun frente a todo el mundo? �No es, en primer lugar, el derecho del hombre a s� mismo, al uso de sus propias facultades, al goce de los frutos de su propio esfuerzo? Este derecho individual, originado y atestiguado por los hechos naturales de la organizaci�n individual (el hecho de que cada par de manos obedece a su propio cerebro y se relaciona con su propio est�mago, el hecho de que cada hombre es un conjunto definido, coherente, independiente), �no es lo �nico que justifica la propiedad particular? As� como el hombre se pertenece a s� mismo, tambi�n su trabajo puesto en forma concreta le pertenece. Y por esta raz�n, lo que un hombre hace o produce es suyo, aun contra todo el mundo. Nadie m�s puede reclamarlo justamente, y su exclusivo derecho a ello no implica da�o alguno a nadie m�s.

Por esto hay un derecho claro e indiscutible a la exclusiva posesi�n y disfrute exclusivos, de todo lo producido por el esfuerzo humano, derecho que es perfectamente justo, porque dimana del primer productor, a quien la ley natural se lo otorga.

Origen del T�tulo de Propiedad

Ahora bien, esto no es s�lo la fuente original de toda idea de propiedad exclusiva (como lo prueba la natural tendencia mental a retroceder a ello, cuando se discute dicha idea de propiedad exclusiva y la manera de desarrollarse las relaciones sociales), sino que necesariamente es la �nica fuente. No puede haber ning�n otro justo t�tulo de propiedad de una cosa sino el que deriva del t�tulo de productor y que se funda en el derecho del hombre a s� mismo. No puede haber otro justo t�tulo, porque no hay ning�n otro derecho natural, del cual se pueda derivar ning�n otro titulo, y porque el reconocimiento de cualquier otro t�tulo es incompatible con �ste y lo anula.

Porque, �qu� otro derecho hay, del cual pueda derivarse el derecho a la exclusiva propiedad de algo, si no es el derecho del hombre a si mismo? �De qu� otro poder reviste la naturaleza al hombre, sino el poder de ejercer sus propias facultades? �De qu� otro manera puede �l actuar o influir sobre las cosas materiales o los otros hombres? Paralizad sus nervios motores, y el hombre no tendr� m�s influencia o poder que un tronco o una piedra. �De qu� otra cosa puede, pues, proceder el derecho a poseer y dominar las cosas? Si no procede del hombre mismo, �de d�nde procede?

La naturaleza no reconoce al hombre ning�n derecho o dominio que no sea resultado de su esfuerzo. De ning�n otro modo se pueden extraer sus tesoros, dirigir sus poderes, utilizar o gobernar sus fuerzas. Ella no hace distinciones entre los hombres, sino que es absolutamente imparcial. No distingue entre el due�o y el esclavo, el rey y el s�bdito, el santo y el pecador. Para ella todos los hombres est�n en un mismo plano y todos tienen iguales derechos. No reconoce otra reclamaci�n que la del trabajo y reconoce �sta sin considerar al demandante. Si un pirata despliega sus velas, el viento las hinchar� igual que las de la barca del pac�fico mercader o del misionero. Si un rey y un hombre cualquiera caen por la borda al mar, ninguno de los dos mantendr� la cabeza fuera del agua si no es nadando. El propietario del suelo no cazar� los p�jaros m�s f�cilmente que el cazador furtivo. El pez morder� o no morder� el anzuelo sin mirar si quien se lo ofrece es un buen muchacho que va a la escuela dominical, o un picaruelo que falta a clase. El grano brotar� solamente si el terreno est� preparado y se siembra la semilla. S�lo a impulsos del trabajo el mineral puede salir de la mina. El sol brilla y la lluvia cae lo mismo sobre el justo que sobre el injusto.

En segundo lugar, este derecho de propiedad nacido del trabajo hace imposible cualquier otro derecho de propiedad. Si un hombre tiene justo derecho al producto de su trabajo, nadie puede tener derecho a la propiedad de algo que no sea producto del trabajo propio o del trabajo de quien le haya cedido su derecho. Si la producci�n da al productor el derecho a la propiedad y disfrute exclusivos, no puede, en justicia, haber exclusiva propiedad y disfrute de lo que no sea el producto del trabajo, y resulta injusta la propiedad privada de la tierra. Pues el derecho al producto del trabajo no se puede disfrutar sin el derecho al libre uso de las oportunidades ofrecidas por la naturaleza y admitir el derecho de la propiedad de �stas es negar el derecho de propiedad del producto del trabajo. Cuando quienes no producen pueden reclamar como renta una porci�n de la riqueza creada por los productores, en igual medida se niega a �stos el derecho a los frutos de su trabajo. Este argumento no admite r�plica.

Confusiones Respecto a la Propiedad

Lo que m�s impide ver la injusticia de la propiedad privada de la tierra es la costumbre de incluir en una sola categor�a como propiedad todas las cosas que se apropian o, si, se hace distinci�n, el delimitarlas, seg�n la il�gica clasificaci�n jur�dica, en propiedad personal y bienes ra�ces o en bienes muebles e inmuebles. La distinci�n natural y verdadera est� entre cosas que son productos del trabajo y cosas que son ofrecidas gratuitamente por la naturaleza, o, adoptando los t�rminos de la Econom�a Pol�tica, entre riqueza y tierra.

Estas dos clases de cosas se diferencian mucho en su esencia y relaciones, y el clasificarlas juntas como propiedad embrolla toda consideraci�n sobre la justicia o injusticia, la equidad o iniquidad de la propiedad.

Una casa y el terreno que ocupa son igualmente objeto de propiedad y los abogados los clasifican generalmente como bienes ra�ces. No obstante, en su naturaleza y relaciones, son dos cosas muy diferentes. Una es producida por el trabajo y pertenece a la clase que la Econom�a Pol�tica llama riqueza. La otra es una parte de la naturaleza y pertenece a la clase que los economistas llaman tierra.

El car�cter esencial de una clase de cosas es que contienen trabajo incorporado, existen gracias al trabajo humano, y que del hombre dependen su existencia o inexistencia, su aumento o disminuci�n. El car�cter esencial de la otra clase de cosas es que no contienen trabajo incorporado y existen independientemente del hombre y del trabajo humano; son el campo o ambiente en que el hombre vive; el almac�n de donde ha de abastecerse de lo necesario; la materia prima y la fuerza �nica con que su trabajo puede actuar.

Cuando se ha visto esta diferencia, se ve que la aprobaci�n que la justicia natural da a una especie de propiedad, la niega a la otra; que la justicia de la propiedad individual del producto del trabajo implica la injusticia de la propiedad individual de la tierra; que, mientras el reconocimiento de una pone a todos los hombres en igualdad de condiciones, el reconocimiento de la otra niega los iguales derechos del hombre, permitiendo que quienes no trabajan usurpen la natural recompensa de quienes trabajan.

El Igual Derecho a la Tierra

 

�Es extra�o que a los due�os de los esclavos del Sur, el reclamo para la abolici�n de la esclavitud parec�a una hipocres�a?

 

Si todos estamos aqu� por igual permiso del Creador, todos estamos aqu� con igual derecho al disfrute de su generosidad, con igual derecho a usar lo que la naturaleza ofrece tan imparcialmente. Este es un derecho natural e inalienable; un derecho que reside en todo ser humano, desde que llega al mundo, y que durante su permanencia en �ste no tiene m�s l�mite que el igual derecho de los dem�s.

No hay en la naturaleza nada parecido a un dominio absoluto de la tierra. No hay en el mundo poder alguno que pueda otorgar con justicia una concesi�n de tierra en propiedad exclusiva. Si todos los hombres que existen se unieran para renunciar a sus iguales derechos, ellos no podr�an renunciar a los derechos de sus sucesores. Pues, �qu� somos si no ocupantes por un d�a? �Acaso hemos hecho la tierra, para que hayamos de determinar los derechos de los que, despu�s de nosotros, la ocupar�n a su vez? Por muy numerosos que sean los pergaminos o antigua la posesi�n, la justicia natural no puede reconocer a un hombre ning�n derecho a poseer y usufructuar la tierra, que no sea el igual derecho de sus semejantes.

Si un hombre tiene dominio sobre la tierra en que otros han de trabajar, puede apropiarse el producto de su trabajo como precio del permiso para efectuarlo. De este modo se infringe la ley fundamental de la naturaleza, de que su disfrute sea consecuencia del esfuerzo. Uno gana sin producir; los otros producen sin ganar. Al uno le enriquecen injustamente; al otro le despojan. Hemos visto que esta injusticia fundamental es la causa de la injusta distribuci�n de la riqueza que divide la moderna sociedad en los muy ricos y los muy pobres. El continuo crecimiento de la renta, el precio que el trabajo est� obligado a pagar por el uso de la tierra, es lo que usurpa a los m�s la riqueza justamente ganada, y la acumula en manos de los pocos que no hacen nada para ganarla.

Distinci�n Entre Propiedad y Uso

El derecho a la exclusiva propiedad de cualquier producto humano es claro. Por mucho que hayan sido los cambios de due�o, al principiar la serie, hubo trabajo humano, hubo alguien que, habi�ndolo extra�do o producido con su esfuerzo, ten�a sobre el producto y ante toda la humanidad un derecho evidente, que pudo, en justicia, pasar de uno a otro por venta o donaci�n. Pero, �al final de qu� serie de cesiones o concesiones se puede hallar o suponer un derecho semejante sobre cualquier parte del universo material? Se puede demostrar semejante derecho original sobre las mejoras; pero es un derecho sobre las mejoras, no sobre la tierra misma. Si talo un bosque, deseco un pantano o relleno un cenagal, todo lo que puedo reclamar es el valor dado por estos esfuerzos. Esos no me dan ning�n otro derecho a la tierra, sino mi participaci�n, igual a la de todos los dem�s miembros de la colectividad, en el valor que el crecimiento de �sta le ha a�adido.

Pero, se dir�, hay mejoras que con el tiempo se confunden con la tierra misma. Muy bien. Entonces el derecho a las mejoras se confunde con el derecho a la tierra; el derecho individual se pierde en el derecho com�n. Lo mayor absorbe lo menor, y no al contrario. La naturaleza no procede del hombre, sino el hombre de la naturaleza a cuyo seno volver�n �l y todas sus obras.

Todav�a puede decirse: puesto que todos los hombres tienen derecho al uso y disfrute de la naturaleza, al hombre que usa la tierra se le ha de permitir el derecho exclusivo a su uso, para que pueda obtener todo el beneficio de su trabajo. Pero no hay dificultad en determinar d�nde termina el derecho individual y principia el derecho com�n. El valor nos proporciona una prueba delicada y exacta, y con su ayuda no hay dificultad, por densa que se haga la poblaci�n, en determinar y asegurar los derechos exactos de cada uno, los iguales derechos de todos.

El valor de la tierra, como hemos visto, es el precio del monopolio. No es la absoluta, sino la relativa capacidad de la tierra, lo que determina su valor. Cualesquiera que sean sus cualidades intr�nsecas, la tierra que no es mejor que otra asequible de balde, no puede tener valor. Y el valor de la tierra expresa siempre la diferencia entre ella y la mejor tierra que se puede obtener de balde. Por esto el valor de la tierra expresa de un modo exacto y tangible el derecho de la colectividad a la tierra pose�da por un individuo; y la renta expresa la cantidad exacta que el individuo ha de pagar a la colectividad para satisfacer los iguales derechos de los otros miembros de la colectividad.

C�mo Asegurar el Mejor Uso de la Tierra

Cualquiera que mire en torno suyo ve claramente que lo necesario para la explotaci�n de la tierra no es la propiedad absoluta de �sta, sino la seguridad de las mejoras.

Nada es m�s corriente que ver la tierra mejorada por quienes no son sus due�os. La mayor parte de la tierra de la Gran Breta�a es cultivada por arrendatarios, la mayor parte de los edificios de Londres est�n construidos sobre terreno arrendado, y aun en los Estados Unidos el mismo sistema se emplea en diversa medida. As�, pues, el uso independiente de la propiedad es cosa corriente.

�No se cultivar�a y mejorar�a igualmente toda esta tierra, si la renta se pagara al Estado o al Municipio como ahora se paga a los particulares? Si no se reconociera la propiedad privada de la tierra, sino que toda �sta fuese ocupada de aquel modo, pagando el ocupante o usuario la renta al Estado, �no se usar�a y mejorar�a la tierra tan bien y tan seguramente como ahora? No puede haber m�s que una respuesta: Claro que s�.

No es necesario decir a un hombre �esta tierra es tuya� para inducirle a cultivarla a mejorarla Basta decirle �todo lo que tu trabajo o capital produzca en esta tierra, ser� tuyo�. Dad a un hombre la seguridad de cosechar y sembrar�; aseguradle la propiedad de la casa que necesite construir y la edificar�. Estas son las naturales recompensas del trabajo. El hombre siembra con el fin de cosechar; el hombre edifica con el fin de poseer casas. La propiedad de la tierra no tiene nada que ver con ello.

No es la magia de la propiedad, como dec�a Arthur Young, lo que convirti� los arenales de Flandes en campos fruct�feros. Es la magia de la seguridad del trabajo. Esta puede obtenerse de otros modos que no sean hacer de la tierra propiedad particular. La sola promesa que hizo un terrateniente irland�s, de no exigir durante veinte a�os parte alguna en el cultivo, indujo a los labriegos irlandeses a convertir en vergeles una monta�a est�ril; con la seguridad de una renta del terreno fija durante un determinado plazo de a�os, los m�s costosos edificios de ciudades como Londres y Nueva York se erigen en terrenos arrendados.

El pleno reconocimiento de los derechos comunes sobre la tierra no se opone de ning�n modo al pleno reconocimiento de los derechos individuales sobre las mejores o el producto. Dos hombres pueden ser due�os de un buque sin aserrarlo por la mitad. La propiedad de un ferrocarril puede repartirse en cientos de miles de acciones, y, sin embargo, los trenes marchar�n con tanto orden y precisi�n como si s�lo hubiese un due�o. En Londres, se han constituido compa��as por acciones para poseer y administrar fincas. Todo podr�a marchar como ahora, y, sin embargo, reconocer plenamente el derecho com�n a la tierra, al expropiarse la renta en beneficio de la colectividad.

Los Derechos de las Generaciones Sucesivas

En cuanto a la prioridad de ocupaci�n como fundamento de un derecho individual completo y exclusivo a la tierra, es �sta la raz�n m�s absurda con que se puede defender la propiedad de !a tierra. �La prioridad de ocupaci�n da derecho exclusivo y perpetuo a la superficie de un planeta en el que, por ley natural, innumerables generaciones se suceden unas a otras! �Tuvieron los hombres de la anterior generaci�n m�s derecho que nosotros a usar este mundo? �O los de hace cien a�os? �O los de hace mil a�os? �O los constructores de t�mulos, los trogloditas, los contempor�neos del mastodonte y del mesohippus o las generaciones a�n m�s antiguas, que en oscuras �pocas s�lo concebibles corno per�odos geol�gicos, se sucedieron en la tierra que usufructuamos por tan poco tiempo?

El primero que llega a un banquete �tiene derecho a volver todas las sillas y reclamar que, sin su permiso, ning�n otro invitado participe de los manjares servidos? El primero que presenta el billete de entrada en la puerta de un teatro, �adquiere con su prioridad el derecho a cerrar las puertas y a que la representaci�n se haga para �l s�lo? El primer pasajero que sube a un vag�n de tren, �tiene derecho a esparcir su equipaje sobre todos los asientos, obligando a estar de pie quienes vengan luego?

Nuestros derechos a adquirir y a poseer no pueden ser exclusivos; en todas partes han de estar limitados por los iguales derechos de los otros. Del mismo modo que un pasajero en un vag�n puede extender su equipaje por tantos sitios como quiera, mientras no lleguen otros pasajeros, as� tambi�n un colono puede ocupar y usar tanta tierra como guste hasta que otros la necesiten (lo cual se ve en que la tierra adquiere valor), y entonces su derecho queda reducido por el de los otros, y la prioridad de ocupaci�n no da un derecho que prive a los dem�s de su igual derecho. De no ser as�, por la prioridad de ocupaci�n, un hombre podr�a adquirir y transmitir a quien quisiese, el derecho exclusivo no tan s�lo a unas pocas hect�reas, sino a todo un municipio, a toda una naci�n, a todo un continente.

CAPITULO 21

DERECHOS DE LOS PROPIETARIOS
A INDEMNIZACI�N

Es imposible estudiar Econom�a Pol�tica o tan s�lo pensar en la producci�n y distribuci�n de la riqueza, sin ver que la propiedad de la tierra difiere socialmente de la propiedad de cosas de producci�n humana.

Expresa o t�citamente, esto se admite en todas las obras corrientes de Econom�a Pol�tica, aunque, en general, tan s�lo como una vaga concesi�n o descuido. Generalmente, se desv�a la atenci�n, alej�ndola de la verdad, del mismo modo que un profesor de moral en un pa�s esclavista la desviar�a de un examen demasiado profundo de los derechos del hombre; y la propiedad de la tierra se acepta sin comentarios, como un hecho consumado, se considera necesaria para el uso de la tierra y para la existencia de la civilizaci�n.

La consideraci�n que parece motivar dudas es el que habi�ndose permitido tanto tiempo tratar la tierra como propiedad privada, al abolir �sta, obrar�amos injustamente con aquellos a quienes se ha permitido fundar sus c�lculos en la permanencia de dicha propiedad; que habiendo permitido poseer la tierra como leg�tima propiedad, al recobrar los derechos comunes, har�amos una injusticia a los que la compraron con lo que era indiscutiblemente su justa propiedad.

De este modo se afirma que, si abolimos la propiedad privada de la tierra, la justicia exige que indemnicemos plenamente a los que ahora la poseen, del mismo modo que el gobierno brit�nico, al abolir la compraventa de cargos militares, se sinti� obligado a indemnizar a quienes los hab�an adquirido confiando en poder venderlos a su vez; o como al abolir la esclavitud en las Indias Occidentales, se pagaron 20.000.000 de libras esterlinas a los due�os de esclavos.

Reprobaci�n de la Compra y Nacionalizaci�n de la Tierra

La mencionada idea sugiere que el gobierno compre al precio corriente la propiedad individual de la tierra de la naci�n; la idea que a John Stuart Mill, aunque percib�a claramente la injusticia de la propiedad particular de la tierra, le indujo a defender la recuperaci�n, no de toda la tierra, sino solamente de los futuros aumentos de su valor. Su proyecto era que se llevase a cabo una justa y aun liberal valuaci�n de toda la tierra del reino y que el Estado tomase los futuros aumentos de este valor que no fuesen debidos a mejoras efectuadas por el propietario.

Aun prescindiendo de las dificultades que estos engorrosos planes ofrecen del consiguiente aumento de las funciones gubernamentales, y de la corrupci�n que engendrar�an, el defecto inherente y esencial de los mismos consiste en la imposibilidad de solucionar por medio de componendas la radical diferencia entre lo justo y lo injusto. En la misma medida en que se salven las conveniencias de los due�os de la tierra, se desatender�n las conveniencias y los derechos generales, y si los propietarios nada han de perder de sus privilegios particulares, el p�blico nada puede ganar.

Comprar derechos de propiedad particular ser�a dar a los propietarios, en otra forma, un derecho de igual �ndole y cuant�a que el que ahora la propiedad de la tierra les da. Ser�a tomar para ellos, en forma de impuestos, la misma proporci�n de las pagas del trabajo y capital que hoy pueden apropiarse en forma de renta. Se salvar�a su injusta ventaja y subsistir�a la injusta desventaja de quienes no tienen tierra propia. Ciertamente, con el tiempo ser�a una ganancia para el pueblo, cuando el aumento de la renta hiciese la cantidad que ahora se llevan los propietarios, mayor que el inter�s del precio de compra al tipo actual; pero esto s�lo ser�a una ganancia futura y entretanto, no s�lo no habr�a alivio, sino que se aumentar�a mucho la carga impuesta al trabajo y al capital en beneficio de los propietarios. Porque uno de los componentes del actual valor de la tierra en el mercado es la expectativa de su futuro aumento.

Por esto, comprar la tierra al precio del mercado y pagar inter�s por el dinero pagado, ser�a cargar a los productores, no s�lo el pago de la renta actual, sino tambi�n el pago completo de la renta especulativa. 0, dicho de otro modo: se comprar�a la tierra a precios calculados a base de un r�dito menor que el ordinario (porque el futuro aumento del valor de la tierra, siempre hace que el precio de la tierra en el mercado sea mucho mayor de lo que ser�a el precio de cualquier otra cosa que diese igual ganancia) y se pagar�a el r�dito ordinario por el dinero invertido en la compra. De este modo, se tendr�a que pagar a los propietarios, no s�lo lo que ahora la tierra les da, sino una cantidad considerablemente mayor. Esto vendr�a a ser como si el Estado tomase la tierra de los propietarios en arriendo a perpetuidad a un tipo mucho mayor que el que ellos cobran actualmente. Por de pronto, el Estado se convertir�a en agente de los propietarios para el cobro de sus rentas y tendr�a que pagarles, no s�lo lo que ya recib�an, sino mucho m�s.

Insuficiencia del Impuesto Sobre el Mero Incremento

El plan, propuesto por Mill, de nacionalizar la futura �plus-val�a de la tierra�, fijando el actual valor de todas las tierras en el mercado y adjudicando al Estado el futuro incremento de valor, no aumentar�a la injusticia de la actual distribuci�n de la riqueza, pero no la corregir�a. La ulterior alza especulativa de la renta cesar�a, y en el futuro el pueblo obtendr�a la diferencia entre el aumento de la renta y la cantidad en que este aumento fue estimado al fijar el actual valor de las tierra, en el cual figuran, por supuesto, como componentes, lo mismo el valor futuro que el presente. Pero, para todo el porvenir, dejar�a una clase en posesi�n de la enorme ventaja que ahora tiene sobre las dem�s.

La propiedad privada sobre la tierra es una gran injusticia, audaz y descarada, como fue aquella de la esclavitud.

Ni hay raz�n para inquietarnos por los propietarios de la tierra. Que un hombre como John Stuart Mill concediese tanta importancia a la indemnizaci�n a los propietarios hasta el punto de proponer que tan s�lo se confisque el futuro incremento de la renta, solamente se explica por su conformidad con las doctrinas de que el salario sale del capital y de que la poblaci�n tiende constantemente a ejercer presi�n sobre las subsistencias. Esto le ofusc� respecto al resultado final de la apropiaci�n privada de la renta de la tierra. Hombre eminente, de ardiente coraz�n y noble inteligencia, nunca percibi�, sin embargo, la verdadera armon�a de las leyes econ�micas, ni comprendi� que de esa gran injusticia fundamental surgen la necesidad y la miseria, el vicio y la ignominia. De otro modo jam�s hubiese podido escribir esta frase: �La tierra de Irlanda, la tierra de cualquier naci�n pertenece al pueblo de esta naci�n. Los individuos llamados propietarios s�lo tienen derecho, seg�n la moral y la justicia, a la renta o a la indemnizaci�n por su valor en venta.� (Principios de Econom�a Pol�tica, libro 2, cap�tulo 10, secci�n 1) �En el nombre del profeta, esto jam�s! Si la tierra de cualquier naci�n pertenece al pueblo de esta naci�n, �qu� derecho, seg�n la moral y la justicia, tienen a la renta los individuos llamados propietarios? Si la tierra pertenece al pueblo, �por qu�, en nombre de la moralidad y la justicia, el pueblo ha de pagar el valor en venta de lo que e suyo?

Injusticia de la Apropiaci�n Individual de la Renta

Se ha dicho: �Si tuvi�semos que tratar con quienes primitivamente usurparon a la humanidad su herencia, pronto terminar�amos la cuesti�n.� (Herbert Spencer en Est�tica Social, publicada por primera vez en 1864.) �Por qu� no acabar�a de todos modos? Esta usurpaci�n no es como el robo de un caballo o de dinero, que cesa con la acci�n. Es una usurpaci�n reciente y continua, que prosigue cada d�a y cada hora. No es del producto del pasado, de donde se saca la renta; es del producto del presente. Es un gravamen continuo y constante sobre el trabajo. Cada martillazo, cada golpe del pico, cada impulso a la lanzadora, cada latido de la m�quina de vapor pagan su tributo. Cobra de las ganancias de los que arriesgan su vida en el fondo de las minas y de los que se encaraman en los m�stiles balanceados por encima de las espumantes oleadas. Roba calor al que tirita, comida al hambriento, medicina al enfermo, paz al afligido. Degrada, embrutece y exaspera. Amontona familias numerosas en un m�sero cuartucho. De mozuelos que podr�an ser hombres de provecho, hace candidatos a c�rceles y penales. Env�a la codicia y todas las malas pasiones a merodear por la sociedad, como el invierno empuja los lobos a las moradas de los hombres. Extingue en el alma humana la fe, y cubre la imagen de un Creador justo y misericordioso, con el manto de un destino duro, ciego y cruel.

No es tan s�lo una usurpaci�n en el pasado; es una usurpaci�n en el presente, que despoja de su derecho innato a los ni�os que ahora vienen al mundo. �Por qu� hemos de vacilar en acabar con este sistema? Porque fuisteis despojados ayer, anteayer y el d�a anterior, �es raz�n para que sufr�is el despojo de ma�ana y de pasado ma�ana? �Es raz�n para inferir que el usurpador ha adquirido un derecho a despojaros?

Si la tierra pertenece al pueblo, �por qu� continuar permitiendo que los propietarios tomen la renta o indemnizarlos por la p�rdida de la renta? Pensad qu� cosa es la renta. No sale espont�neamente de la tierra; no es debida a cosa alguna que el propietario haya hecho. Representa un valor creado por toda la colectividad. Dejad a los propietarios, si quer�is, todo lo que la posesi�n de la tierra les dar�a en ausencia del resto de la colectividad. Pero la renta, creaci�n de toda la sociedad, necesariamente pertenece a toda la sociedad.

Juzgad la causa de los propietarios seg�n las m�ximas de la ley civil que determina los derechos de los hombres. Se nos dice que la ley civil es la suma raz�n y, ciertamente, los propietarios no pueden quejarse de su sentencia, porque ha sido dictada por ellos y para ellos. Pues bien, �qu� concede la ley al poseedor inocente cuando la tierra que pag� con su dinero se adjudica a otro por pertenecerle de derecho? Absolutamente nada. El haberla comprado de buena fe no le da ning�n derecho. La ley no se inquieta por la �intrincada cuesti�n de la compensaci�n� al comprador inocente. La ley no dice, como dice John Stuart Mill: �La tierra pertenece a A y por esto B, que se ha cre�do ser el due�o, s�lo tiene derecho a la renta o a la indemnizaci�n por su valor en venta.� Pues, en verdad, esto ser�a como la famosa sentencia por la que, seg�n dicen, el tribunal de una causa contra un esclavo fugitivo dio �la ley al Norte y el negro al Sur�. La ley dice simplemente: �La tierra pertenece a A; que el juez le ponga en posesi�n de ella.� Al comprador inocente de un derecho injusto, no le da derecho a reclamar, no le concede ninguna indemnizaci�n. Y no s�lo hace esto, sino que le quita todas las mejoras realizadas de buena fe en dicha tierra.

Pod�is haber comprado la tierra a un alto precio, haciendo todas las diligencias para ver si el t�tulo de propiedad es bueno, pod�is haberla pose�do tranquilamente durante a�os sin pensamiento ni indicio de un demandante en contra; haberla hecho fruct�fera con vuestros afanes o haber levantado sobre ella un suntuoso edificio de m�s valor que ella o un modesto hogar, donde, rodeado de las higueras y las vides que hab�is plantado, esper�is pasar vuestros �ltimos d�as. No obstante, si Quirk, Gammon y Snap logran husmear una falla t�cnica en vuestros pergaminos o rastrear alg�n olvidado heredero que nunca se imagin� sus derechos, no s�lo la tierra, sino todas vuestras mejoras, os pueden ser arrebatadas. Es m�s. Seg�n la ley civil, despu�s que hay�is renunciado a la tierra y entregado las mejoras, os pueden pedir cuentas de los beneficios que de todas ellas hab�is sacado mientras las ten�ais.

Aplicando al pleito entre el pueblo y los propietarios de la tierra las mismas m�ximas de justicia formuladas por estos �ltimos en la ley y aplicadas diariamente por los tribunales ingleses y americanos en las disputas entre particulares, no tan s�lo no hemos de pensar en dar a los propietarios ninguna indemnizaci�n por la tierra, sino que deber�amos quitarles tambi�n todas las mejoras y lo dem�s que puedan tener.

Pero yo no propongo ni creo que nadie proponga ir tan lejos. Basta con que el pueblo recupere la propiedad de la renta de la tierra. Dejad que los propietarios conserven sus mejoras y sus bienes muebles en posesi�n segura.

Y en esta medida de justicia no habr�a da�o para ninguna clase. Desaparecer�a la gran causa de la actual distribuci�n injusta de la riqueza y con ella el sufrimiento, la degradaci�n y el despilfarro que acarrea. Hasta los propietarios participar�an del beneficio general. La ganancia, incluso de los grandes propietarios, ser�a verdadera. La de los peque�os ser�a enorme. Porque, al dar la bienvenida a la Justicia, los hombres dan albergue a la servidora del Amor. La Paz y la Abundancia caminan en su s�quito, brindando sus dones, no a algunos, sino a todos.

Si en este cap�tulo he hablado de justicia y conveniencia como si la justicia fuese una cosa y la conveniencia otra, ha sido solamente para rebatir las objeciones de los que hablan as�. La m�s alta y verdadera conveniencia es la Justicia.

CAPITULO 22

CAMBIOS RESULTANTES
EN LA VIDA ECON�MICA Y SOCIAL

 

Eliminados los impedimentos que ahora oprimen la industria y estorban el intercambio, la producci�n de riqueza podr�a avanzar con una rapidez ni so�ada hoy d�a.

 

Al sustituir por un impuesto �nico sobre el valor de la tierra los numerosos tributos con que hoy se recaudan los ingresos p�blicos, las ventajas que se obtendr�an aparecer�n cada vez m�s importantes a medida que se examinen.

Abolir los actuales impuestos, cuyas acciones y reacciones entorpecen todos los engranajes del cambio y oprimen todas las formas de la producci�n, ser�a como quitarle de encima un peso enorme a un resorte poderoso. Impulsada por nuevas energ�as, la producci�n entrar�a en una nueva vida y el comercio recibir�a un est�mulo que se sentir�a en las m�s remotas arterias.

El actual sistema tributario obra sobre el cambio como desiertos y monta�as artificiales. Hacer pasar las mercanc�as por una aduana puede costar tanto como hacerles dar la vuelta al mundo. La actual tributaci�n obra sobre la energ�a, la laboriosidad, la destreza y el ahorro, como una multa impuesta a estas cualidades. Si hab�is trabajado con ah�nco en construiros una buena casa, mientras yo me he contentado con vivir en una choza, el recaudador de impuestos vendr� ahora cada a�o para haceros pagar una multa por vuestra energ�a y actividad, grav�ndoos m�s que a m�. Si hab�is ahorrado mientras yo malgastaba, os multar�n, mientras que a m� me eximir�n.

Castigamos con un impuesto al que cubre de grano maduro los campos est�riles; multamos al que instala maquinaria y al que deseca un cenagal. Hasta qu� punto estos impuestos pesan sobre la producci�n, s�lo lo comprueban quienes han intentado seguirlos a trav�s de sus ramificaciones porque su mayor peso recae en el aumento de los precios. Estos impuestos son, sin duda, semejantes al que el baj� egipcio puso a las palmeras. Si no inducen a talar los �rboles, por lo menos disuaden de plantarlos.

La Actividad se Desgrava

Abolir estos impuestos ser�a quitar a la actividad productora todo el enorme peso de la tributaci�n. La aguja de la costurera y la gran f�brica, el caballo de tiro y la locomotora, la barca de pesca y el buque de vapor, el arado del labriego y las existencias del mercader, quedar�an igualmente desgravados. Todos los hombres ser�an libres para hacer y ahorrar, para comprar y vender, sin ser multados con impuestos ni ser fastidiados por el recaudador. El gobierno, en vez de decir, como ahora, al productor: �Cuanto m�s aumentes la riqueza general m�s impuestos pagar�s�, le dir�a: ��S� tan activo, tan ahorrador, tan emprendedor como quieras y tendr�s toda tu plena recompensa� No ser�s multado por hacer crecer dos hojas de pasto donde antes crec�a una; no pagar�s impuesto por aumentar la riqueza general.�

�No ganar�a la sociedad al negarse a matar la gallina de los huevos de oro, al quitarle el bozal al buey que trilla el grano, al dejar a la actividad, el ahorro y la destreza su natural recompensa completa e intacta? Pues tambi�n para la colectividad hay una recompensa natural. La ley de la sociedad es �cada uno para todos�, lo mismo que �todos para cada uno�. Nadie puede guardarse para s� el bien que puede hacer, como tampoco puede guardarse el mal. Toda empresa productiva, adem�s de la ganancia del que la lleva a cabo, da indirectamente ventajas a los dem�s. Si un hombre planta un �rbol frutal, su ganancia est� en recoger la fruta en su tiempo y saz�n. Pero adem�s de esta ganancia, hay otra para toda la colectividad. Otros que no son el due�o se benefician del mayor suministro de fruta; los p�jaros que se acogen al �rbol vuelan lejos; la lluvia a que coadyuva no cae solamente en su campo; y hasta a los ojos que de lejos lo miran les da una sensaci�n de belleza. Y as� ocurre en todo lo dem�s. La construcci�n de una casa, una f�brica, un barco o un ferrocarril, benefician a otros, adem�s de los que obtienen las ganancias directas.

Bien puede la sociedad dejar al individuo productor todo lo que le incita a esforzarse; bien puede dejar al trabajador toda la recompensa de su trabajo y al capitalista todo el inter�s de su capital. Pues cuanto m�s producen el trabajo y el capital, m�s aumenta la riqueza conjunta de que todos pueden participar. Y esta ganancia general se expresa de un modo definido y concreto en el valor o renta de la tierra. He aqu� un fondo que el Estado puede adquirir, dejando que el trabajo y el capital obtengan �ntegras sus propias recompensas.

Se Abren Nuevas Oportunidades

Trasladar al valor o renta de la tierra la carga tributaria que grava la producci�n y el cambio, no s�lo dar�a nuevo est�mulo a la producci�n de riqueza; abrir�a nuevas oportunidades. Porque, con este sistema, nadie querr�a retener tierra sin usarla y la tierra que hoy se niega al uso, en todas partes se ofrecer�a a la explotaci�n. Y debe recordarse que esto no ocurrir�a s�lo en la tierra agr�cola, sino en todas las tierras. La tierra minera se abrir�a de par en par al uso, lo mismo que la tierra agr�cola, y, en el coraz�n de una ciudad, nadie podr�a negar la tierra a su uso m�s provechoso, ni en los suburbios pedir por ella m�s de lo justificado, en aquel momento, por el uso a que podr�a destinarse. Quien plantara un huerto, sembrase un campo, edificara una casa o construyese una f�brica, por mucho que le costara, no tendr�a que pagar m�s impuesto que si guardara yerma la tierra. El due�o de un solar vacante, por el privilegio de excluir del mismo a los dem�s mientras �l no necesitase usarlo, tendr�a que pagar lo mismo que su vecino que tiene una hermosa casa en el suyo. Guardar una hilera de ruinosas casuchas sobre una tierra valiosa costar�a tanto como si esta tierra estuviese ocupada por un gran hotel o un edificio de grandes almacenes repletos de ricas mercanc�as.

El precio de venta de la tierra bajar�a; la especulaci�n en tierra recibir�a un golpe mortal; acaparar tierra ya no dar�a ganancias. De este modo desaparecer�a la prima que, dondequiera que el trabajo es m�s productivo, se ha de pagar antes de poder efectuarlo. El labrador ya no tendr�a que pagar la mitad de sus caudales o hipotecar muchos a�os de trabajo, para obtener tierra que cultivar. La compa��a que tratase de levantar, una f�brica, no tendr�a que gastar por el emplazamiento una gran parte de su capital. Y lo que cada a�o se pagar�a al Estado, substituir�a todos los impuestos que ahora gravan las mejoras, maquinarias y existencias.

Efecto Sobre el Mercado de Trabajo

Considerad c�mo este cambio actuar�a sobre el mercado del trabajo. En vez de competir los trabajadores entre s� para conseguir ocupaci�n, reduciendo as� los salarios hasta el l�mite de la mera subsistencia, competir�an los patronos para conseguir trabajadores y los salarios subir�an la justa ganancia del trabajo. Porque en dicho mercado entrar�a, para emplear trabajo, el mayor de todos los competidores, cuya demanda de brazos no puede quedar satisfecha hasta que se ha contentado el deseo: la demanda hecha por el trabajo mismo. Los patronos, estimulados por el mayor giro, tendr�an que subir los salarios, compitiendo, no s�lo contra los dem�s patronos, sino frente a la aptitud de los trabajadores para establecerse por cuenta propia en las oportunidades naturales abiertas a ellos por el impuesto que impedir�a monopolizarlas.

Con las oportunidades naturales as� ofrecidas libremente al trabajo, con el capital o mejoras exentos de impuestos y con el cambio libre de restricciones, resultar�a imposible que, deseando trabajar, los hombres no puedan convertir su trabajo en las cosas que necesitan; cesar�an las repetidas crisis que paralizan la actividad; cada rueda de la producci�n se pondr�a en marcha; aumentar�a el comercio en todas direcciones y aumentar�a la riqueza de todos y cada uno. No obstante, por grandes que de este modo nos parezcan, las ventajas de transferir todas las cargas p�blicas a un impuesto sobre el valor de la tierra, no se puedan apreciar bien hasta que consideremos el resultado en la distribuci�n de la riqueza.

Efectos Sobre los Individuos y las Clases

 

 

Mientras avanzara el progreso, las condiciones de las masas mejorar�an  constantemente. No solo una clase se har�a m�s rica, sino que todos se har�an m�s ricos.

�Qui�n puede decir hasta qu� infinito poder se elevar� la capacidad productiva del trabajo gracias a disposiciones sociales que den a los productores de riqueza la justa proporci�n de sus ventajas y sus goces? Toda nueva fuerza puesta al servicio del hombre mejorar�a la situaci�n de todos. Y de la general inteligencia y actividad mental que dimanar�a de este mejoramiento de situaci�n, brotar�an nuevos desarrollos de poderes que ahora ni siquiera podemos so�ar.

Cuando por primera vez se propone poner todos los impuestos sobre el valor de la tierra y recaudar as� la renta, no faltan llamamientos al miedo de los peque�os propietarios rurales y due�os de su vivienda, dici�ndoles que se propone robarles su propiedad que tanto les cost� adquirir. Pero un momento de reflexi�n mostrar� que aquella proposici�n es, por s� misma, recomendable a todos aquellos cuyas conveniencias como terratenientes no excedan mucho a sus conveniencias como trabajadores, capitalistas o ambas cosas.

Mirad el caso del artesano, tendero u hombre de carrera que se ha procurado el solar y la casa en que vive y los contempla satisfecho como un sitio de donde su familia no puede ser expulsada en el caso de que �l muriese. Aunque tendr� que pagar impuesto por su tierra, quedar� libre de impuestos sobre su casa y mejoras, sobre su ajuar y propiedad mobiliaria, sobre lo que �l y su familia comen, beben y visten, mientras que sus ingresos aumentar�n mucho con el alza de los salarios, la constante ocupaci�n y la mayor actividad de los negocios.

Y lo mismo en el caso del agricultor. Yo no hablo del agricultor que nunca empu�a la esteva del arado, sino del que trabaja y posee una peque�a finca que cultiva con la ayuda de sus hijos y quiz�s de alg�n asalariado. Ganar� mucho al substituirse por un impuesto sobre el valor del suelo todos los impuestos sobre las cosas producidas, porque el primero carga s�lo el valor de la tierra, el cual en las comarcas agr�colas es bajo en comparaci�n con el de las capitales y ciudades, que es alto. Hect�rea por hect�rea, la finca mejorada y cultivada, con sus edificios, cerca, huertos, cosechas y existencias, no tributar�a m�s que una tierra yerma de igual calidad. Porque los impuestos, al recaer solamente sobre el valor de la tierra, gravar�an lo mismo la tierra mejorada que la tierra inculta.

En resumen, el agricultor que cultiva su propia tierra es trabajador y capitalista tanto como propietario, y vive de su trabajo y su capital. Su p�rdida ser�a nominal; su ganancia ser�a real y grande.

Esto tambi�n es verdad para los propietarios. Muchos de ellos son trabajadores en alg�n ramo; y es dif�cil hallar alg�n propietario de tierra que no sea tambi�n due�o de capital. Quien posee m�s tierra, suele poseer tambi�n m�s capital; tan cierto es esto, que se suele confundir el amo de tierras con el de capital. A quien le tomase la renta, el impuesto le dejar�a los edificios y los diversos bienes �muebles�. Le quedar�a mucho de qu� disfrutar y podr�a disfrutarlo en una sociedad mucho mejor que la actual. Los �nicos que relativamente perder�an ser�an quienes pueden perder mucho sin resultar de veras perjudicados. Y no habr�a temor a las grandes fortunas, porque cuando cada cual obtiene lo que gana de un modo justo, nadie gana m�s de lo que es justo. �Cu�ntos hombres hay que ganen honradamente un mill�n de d�lares?

Simplificaci�n del Gobierno

Desaparecer�a la gran injusticia que quita la riqueza de manos de los que la producen y la concentra en manos de quienes no producen. Las diferencias que persistiesen ser�an las naturales, no las artificiales provocadas al negar la igualdad de derechos. La riqueza no s�lo aumentar�a enormemente; ser�a distribuida de acuerdo con el grado en que la actividad, la destreza, el saber o la prudencia de cada uno contribuyera al caudal conjunto.

No es posible, sin extenderse demasiado, indicar todos los cambios originados o facilitados por esta reforma que reajustar�a los cimientos mismos de la sociedad. Uno de dichos cambios es la gran simplificaci�n que se podr�a hacer en el gobierno. Recaudar impuestos, evitar y castigar la ocultaci�n, registrar e inspeccionar los ingresos de tantas procedencias diferentes, constituye actualmente una gran parte de la tarea del gobierno. Por esto se ahorrar�a una inmensa y complicada red de administraci�n gubernamental. El alza de salarios, la aparici�n de nuevas oportunidades para que todos se ganen f�cil y c�modamente la vida, har�a disminuir en seguida y pronto eliminar�a de la sociedad los ladrones, estafadores y otras clases de criminales que provienen de la desigual distribuci�n de la riqueza. De este modo, la administraci�n de justicia en lo criminal, con todo su aditamiento de guardias, polic�a secreta, c�rceles y penitenciar�as, dejar�a de absorber tanta fuerza vital y atenci�n de la sociedad. Las funciones legislativa, judicial y ejecutiva del gobierno se simplificar�an enormemente. De este modo la sociedad se aproximar�a al ideal democr�tico de Jefferson.

CAPITULO 23

EL MOTIVO SUPREMO DE ACCI�N HUMANA

Al pensar en las posibilidades de organizaci�n social, nos inclinamos a creer que la codicia es el m�s fuerte de los m�viles humanos y que la seguridad de los sistemas de administraci�n solamente puede fundarse en mantener la honradez humana por medio del temor al castigo; que las conveniencias del ego�smo son siempre m�s fuertes que los intereses colectivos. Nada hay m�s lejos de la verdad.

Todo lo que tiene fuerza para el mal, puede tenerla para el bien. El cambio que ha propuesto destruir�a las condiciones que deforman impulsos ben�ficos en s� mismos, y transformar�a las fuerzas que hoy tienden a desquiciar la sociedad, en fuerzas que tender�an a unirla y purificarla.

Dad al trabajo libertad de producci�n y todas sus ganancias; tomad en beneficio de toda la colectividad el fondo creado por el aumento de la misma, y desaparecer�n la miseria y el temor a �sta. Los resortes de la producci�n quedar�an libres y el enorme aumento de la riqueza proporcionar�a a los m�s pobres amplia comodidad. Los hombres no se preocupar�an por hallar ocupaci�n, m�s de lo que hoy se preocupan por hallar aire que respirar; ni tendr�an que cuidarse de las exigencias f�sicas m�s de lo que se preocupan los lirios del campo. El progreso de la ciencia, el adelanto de los inventos, la difusi�n del saber beneficiar�an a todos. Con esta abolici�n de la miseria y del temor a �sta, decaer�a la admiraci�n de las fortunas y los hombres buscar�an el respeto y la aprobaci�n de sus semejantes por medios distintos de la adquisici�n y ostentaci�n de la riqueza. De esta manera se prestar�a a la direcci�n de los asuntos p�blicos y a la administraci�n de los fondos colectivos la destreza, la atenci�n, la fidelidad y la probidad que hoy se aplican solamente a los intereses particulares.

Corta de vista es la filosof�a que cuenta con el ego�smo como el m�s fuerte m�vil de la acci�n humana. Es ciega ante innumerables hechos de la vida. No ve lo presente ni lee con acierto el pasado. Si quer�is llevar del hombre a que no act�e, �a qu� apelar�is? No a su bolsillo, sino a su patriotismo; no al ego�smo, sino a la generosidad. El inter�s personal viene a ser como una fuerza mec�nica poderosa, es verdad; capaz de grandes y extensos resultados. Pero hay en la naturaleza humana lo que podr�a compararse a una fuerza qu�mica que funde, fusiona y domina, a la que nada le parece imposible. �Todo lo que un hombre tiene, lo dar� por su vida�. �sto es inter�s propio. Pero, fieles a impulsos m�s nobles, los hombres dar�n hasta la vida.

Lo que Inspira al Hombre

No es el ego�smo lo que puebla de h�roes y santos las cr�nicas de todos los pueblos. No es el ego�smo lo que en cada p�gina de la historia del mundo irrumpe con el s�bito esplendor de nobles gestas o expande el brillo suave de vidas bondadosas. No fue el ego�smo lo que alej� a Gautama de su casa real o mand� a la doncella de Orle�ns levantar la espada del altar; lo que sostuvo a los Trescientos en el Paso de las Term�pilas o junt� el haz de lanzas en el pecho de Winkelried; lo que encaden� a Vicente de Pa�l en el banco de la galera o que, durante el hambre en la India, encaminaba a los ni�os fam�licos tambale�ndose hacia los puestos de socorro, llevando a cuestas a otros a�n m�s d�biles y extenuados. Ll�mese religi�n, patriotismo, compasi�n, humanitarismo o amor a Dios, dadle el nombre que quer�is; hay una fuerza que sobrepuja y destierra el ego�smo; una fuerza que electriza el universo moral; una fuerza a cuyo lado todas las dem�s son d�biles. Dondequiera que han existido hombres, ha demostrado su poder, y hoy, como siempre, est� extendida por todo el mundo. Digno de l�stima es el que nunca la ha visto ni sentido. Mirad alrededor de vosotros. Entre hombres y mujeres vulgares, entre los cuidados y la lucha de la vida diaria, en el tumulto ruidoso de la calle y en la suciedad donde se refugia la miseria, por todas partes las tinieblas se iluminan con el tr�mulo brillo de su llama suave. Quien no la ha visto anduvo con los ojos cerrados. El que mira, puede ver que, como dice Plutarco, �el alma tiene en s� misma un principio de bondad y ha nacido para amar, tanto como para percibir, pensar o recordar�.

La que Impide el Desarrollo Arm�nico

 

 

Suprimir la miseria y el miedo a la miseria, dar a todas las clases ocio, comodidad e independencia, y las oportunidades para el desarrollo mental y moral, ser�a como conducir agua a un desierto.

Y esta fuerza de las fuerzas, que hoy se desperdicia o toma formas pervertidas, podemos utilizarla para fortalecer, elevar y ennoblecer la sociedad del mismo modo que hoy empleamos energ�as f�sicas que anta�o s�lo parec�an fuerzas destructoras. Todo lo que tenemos que hacer es darle libertad y objetivo. La injusticia que produce desigualdad; la injusticia que en medio de la abundancia tortura a los hombres con la miseria o los agobia con el temor a la miseria; que los desmedra en lo f�sico, los degrada intelectualmente y los pervierte en lo moral, es lo �nico que impide el desarrollo social arm�nico. Porque �todo lo que viene de los dioses es providencial. Somos creados para la colaboraci�n, como los pies, como las manos como los p�rpados, como las filas de dientes de arriba y de abajo�.(Marco Aurelio, Meditaciones, libro II )

Hay gente que son incapaces de comprender una situaci�n social mejor que la existente ahora, para quienes la posibilidad de una situaci�n social en que la codicia fuese desterrada, las c�rceles estuviesen vac�as, la conveniencias individuales se subordinasen al inter�s colectivo y nadie tratase de robar u oprimir a su pr�jimo, no es m�s que un desvar�o de visionario. Aunque entre ellas haya quienes escriben libros, ocupan c�tedras universitarias o suben a los p�lpitos, esta gente no piensa. Si acostumbrasen a comer en estos fonduchos donde los cuchillos y tenedores est�n encadenados a las mesas, creer�an que el hombre tiene la propensi�n natural a hurtar los cubiertos con que ha comido.

Contemplad una reuni�n de hombres y mujeres bien educados que comen juntos. No se disputan los manjares, no miran de tomar m�s que el vecino de al lado; no procuran atiborrarse ni sustraer comida. Por el contrario, cada uno se esmera en atender a su vecino antes de servirse a s� mismo, en ofrecer a otro lo mejor, antes de tomarlo para s�; y si alguno mostrase la m�s leve propensi�n a satisfacer su propio apetito de preferencia al de los dem�s, o a cometer alguna suciedad o rater�a, el castigo, pronto y severo, del desprecio social y el ostracismo, probar�an que la opini�n corriente reprueba semejante conducta.

Diferentes Estados Sociales

Todo esto es tan usual, que no llama la atenci�n, que parece el estado de cosas natural. No obstante, que los hombres no ambicionen alimento no es m�s natural que el no ambicionar riqueza. Los hombres codician el alimento cuando no est�n seguros de que haya una justa y equitativa distribuci�n que a cada uno le d� bastante. Pero cuando ya hay seguridad de ello, dejan de ambicionar comida. Igualmente en la sociedad, como est� constituida hoy, la gente codicia la riqueza, porque las condiciones de distribuci�n son tan injustas que, en vez de asegurar lo suficiente a cada uno, muchos tienen la certeza de estar condenados a la miseria. �El �ltimo mono es el que se ahoga� en la estructura social presente, y esto es la causa de las carreras y rebati�as por la riqueza, en las que se pisotea toda consideraci�n de justicia, compasi�n, religi�n y sentimientos; en las que los hombres olvidan sus propias almas y al borde de la tumba luchan por lo que no pueden llevarse m�s all�. Pero una equitativa distribuci�n de la riqueza, que librase del temor a la miseria, destruir�a la ambici�n de riqueza del mismo modo que en una sociedad bien educada se ha destruido la avidez por la comida.

Considerad el hecho real de una sociedad culta y refinada, en la cual las pasiones groseras no se refrenan por la fuerza o por la ley, sino por la opini�n general y el mutuo deseo de agradar. Si esto es posible para una parte de la sociedad, lo es para toda ella. Hay estados sociales en los cuales todo el mundo ha de ir armado, donde cada uno ha de mantenerse dispuesto a defender con mano fuerte su persona y sus bienes. Si con el progreso hemos superado esta situaci�n, podemos progresar a�n m�s all�.

El Est�mulo a Progresar

Se Puede decir, no obstante, que al desterrar la miseria y el temor a ella, se destruir�a el est�mulo al esfuerzo; la gente, sencillamente, se volver�a holgazana, y un estado de bienestar y satisfacci�n generales ser�a la muerte del progreso. Este es el argumento de los antiguos due�os de esclavos; que a los hombres no se les lleva al trabajo, si no es con el l�tigo. Nada hay m�s falso.

Se puede desterrar la miseria, pero quedar� el deseo. El hombre es un animal insatisfecho. S�lo ha comenzado a explorar y tiene ante s� todo el universo. Cada paso que da le abre nuevas perspectivas e inflama nuevos deseos. Es el animal constructor: forma, perfecciona, inventa y junta, y cuanto m�s grande es lo que hace, tanto m�s grande es lo que quiere hacer. Es m�s que un animal. Sea cual fuere la inteligencia que alienta en toda la naturaleza, el hombre est� hecha a su semejanza. El buque de vapor, impulsado por su resollante m�quina a trav�s de los mares, es, en su g�nero, ya que no en su calidad, una creaci�n, como lo es la ballena que los surca por debajo. El telescopio y el microscopio, �qu� son sino ojos adicionales que el hombre ha hecho para s�? Los suaves tejidos y bellos colores con que se adornan nuestras mujeres, �no corresponden al plumaje que la naturaleza dio al p�jaro? El hombre ha de hacer algo o imaginarse que hace algo, porque en �l palpita el impulso creador; el que simplemente se tumba al sol, no es un hombre natural, sino un anormal.

No es el trabajo en s�, lo que repugna al hombre; no es la natural necesidad del esfuerzo lo que es una maldici�n; lo es s�lo el esfuerzo que no produce nada, el esfuerzo del cual no se pueden ver los resultados. Afanarse d�a tras d�a y no lograr m�s que lo indispensable para vivir, esto es lo que es penoso de veras; es como el suplicio infernal que obligaba a bombar su pena de ahogarse o a rodar una cabria su pena de ser aplastado. Pero libres de esta necesidad, los hombres trabajar�an con m�s ah�nco y mejor, porque entonces lo har�an siguiendo sus inclinaciones entonces realmente se dar�an cuenta de estar haciendo algo para s� mismos o para los dem�s.

De hecho, el trabajo que mejora la situaci�n de la humanidad, el trabajo que difunde el saber, aumenta el poder, enriquece la literatura y eleva el pensamiento, no se hace para ganarse la vida. No es el trabajo de esclavos impuesto por el l�tigo del amo o por las exigencias de la vida animal. Es el trabajo de los que lo hacen por el trabajo mismo, y no para comer o beber o vestir u ostentar. En una situaci�n social en que la miseria fuese abolida, el trabajo de esta clase aumentar�a enormemente.

Poder Mental Liberado

Me inclino a creer que el resultado de recaudar la renta de la manera que he propuesto, dar�a lugar a que la organizaci�n del trabajo, donde se requieran grandes capitales, tomase la forma cooperativa, puesto que la m�s equitativa distribuci�n de la riqueza juntar�a el capitalista y al trabajador en una misma persona. Pero, que sea o no as�, tiene poca importancia. La dura fatiga del trabajo rutinario desaparecer�a. Los salarios ser�an demasiado altos y las oportunidades demasiado grandes, para que nadie se viese obligado a reprimir y sofocar las m�s elevadas cualidades propias, y en toda ocupaci�n el cerebro auxiliar�a a la mano. El trabajo, aun el m�s basto, se volver�a agradable. La tendencia de la producci�n moderna a subdividirse no implicar�a monoton�a ni mengua de la habilidad del trabajador, puesto que la aliviar�an la brevedad de la jornada, la variedad y la alternaci�n de las ocupaciones manuales con las intelectuales.

El mayor de los despilfarros debidos a la actual estructura social es el despilfarro de poder mental. �Cu�n peque��simas son las fuerzas que contribuyen al avance de la civilizaci�n, comparadas con las que permanecen latentes! �Cu�n pocos son los pensadores, los descubridores, los inventores, los organizadoras, en comparaci�n con la gran masa del pueblo! Sin embargo, hombres como estos nacen en abundancia; son las circunstancias las que a tan pocos permiten desarrollar sus facultades.

De lo mejor que hay en nosotros, adquisiciones, posici�n y hasta car�cter, �Cu�n poco se puede atribuir a nosotros mismos! �Cu�nto debemos a las influencias que nos han moldeado! �Qui�n hay que sea prudente, instruido, discreto o fuerte, que, al recordar la historia �ntima de su vida, no pueda, como el emperador Estoico, dar gracias a los dioses, por haberle proporcionado en todas partes multitud de buenos ejemplos, nobles pensamientos y felices ocasiones? �En qui�n, llegado al meridiano de su vida y mirando a su alrededor, no hallar�a eco el pensamiento del piadoso ingl�s, al ver un criminal yendo al pat�bulo: �A no ser por la gracia de Dios, all� hubiera ido yo�? La herencia tiene muy poca importancia, si se compara con el medio ambiente. Este, decimos, es el resultado de mil a�os de progreso europeo; aqu�l, el de mil a�os de petrificaci�n china. Pero situad un ni�o en el coraz�n de China y, excepto el �ngulo de los ojos y el color del cabello, el cauc�sico crecer�a como los que le rodean, hablando igual lenguaje, pensando iguales ideas, demostrando iguales gustos. Trocad en su cuna a lady Vere de Vere por una ni�a de los barrios bajos, y la sangre de cien condes, �har�a de aqu�lla una mujer culta y refinada?

Suprimir la miseria y el miedo a la miseria, dar a todas las clases ocio, comodidad e independencia, el decoro y los refinamientos de la vida y las oportunidades para el desarrollo mental y moral, ser�a como conducir agua a un desierto. La tierra est�ril se revestir�a de verdor y los sitios infecundos, de donde la vida parecer�a desterrada se animar�an con la jaspeada sombra de los �rboles y el melodioso canto de los p�jaros. Talentos ahora ocultos, virtudes insospechadas, brotar�an haciendo la vida humana m�s rica, m�s completa, m�s feliz, m�s noble. Porque en los hombres redondos metidos en huecos triangulares y en los hombres triangulares apretujados en huecos redondos; en estos hombres que malgastan sus energ�as pugnando por ser ricos; en los que en las f�bricas se convierten en m�quinas o que la necesidad encadena al banco o al arado; en estos ni�os que crecen en la sordidez, el vicio y la ignorancia, hay facultades de primera calidad y los talentos m�s espl�ndidos. Todo lo que necesitan es la oportunidad para desarrollarlos.

Considerad las posibilidades de un estado de la sociedad que diera esta oportunidad a todos. Dejad que la imaginaci�n complete el cuadro; sus colores son demasiado brillantes para pintarlos con palabras. Figuraos la elevaci�n moral, la actividad intelectual, la vida social. Considerad c�mo los individuos de toda colectividad est�n entrelazados por mil relaciones mutuas y c�mo, en el actual estado de cosas, hasta los pocos afortunados que est�n en el v�rtice de la pir�mide social, han de sufrir, aun sin saberlo, por la miseria, la ignorancia y la degradaci�n que se extiende a sus pies. El cambio que yo propongo ser�a en bien de todos, hasta del mayor propietario. �No estar�a m�s seguro del porvenir de sus hijos, al dejarlos sin un c�ntimo en tal estado social, que al dejarles la mayor fortuna en �ste? Si semejante estado de la sociedad existiera en alg�n sitio, �no pagar�a barata la entrada en �l, al ceder todas sus propiedades? --

CAPITULO 24

LA LEY DEL PROGRESO HUMANO

 
�Tambi�n �ste, oh Roma, ser� tu destino alg�n d�a!  

Cualquiera que sea el origen del hombre, todo lo que sabemos de �ste, es en cuanto es hombre, tal como ahora lo encontramos. No hay memoria ni rastro suyo en condiciones inferiores a las que todav�a se pueden encontrar entre salvajes. Cualquiera que sea el puente por el cual haya cruzado el vago abismo que hoy lo separa de los irracionales, no queda de �l ning�n vestigio. Entre los salvajes inferiores de que tenemos noticias y los animales superiores, hay una diferencia irreconciliable, no tan s�lo de grado, sino de clase. Los animales inferiores al hombre presentan muchas de las caracter�sticas, acciones y emociones humanas; pero al hombre, por bajo que se halle en la escala de la humanidad, no se le ha encontrado nunca privado de una cosa, de la cual los animales no presentan la menor huella, algo claramente perceptible, pero casi indefinible, que le da la facultad de progresar.

El castor construye un dique, el p�jaro un nido, la abeja una celda; pero mientras el dique del castor, el nido del p�jaro y la celda de la abeja se construyen siempre seg�n el mismo modelo, la casa del hombre pasa de la tosca caba�a de hojas y ramas a la magn�fica mansi�n provista de todas las comodidades modernas. El perro puede, hasta cierto punto, relacionar la causa con el efecto, y se le pueden ense�ar algunas habilidades; pero su capacidad en este sentido no ha mejorado ni por asomo en todos los siglos en que ha sido compa�ero del hombre progresivo, y el perro de la civilizaci�n no es ni pizca m�s capaz o inteligente que el perro del salvaje errante. No sabemos de ning�n animal que use vestidos, cueza sus alimentos, se haga herramientas o armas o tenga un lenguaje articulado. En cambio, a no ser en la f�bula, nunca se ha encontrado ni mencionado un hombre que no haga todo esto. Es decir, el hombre, dondequiera que le conocemos, ostenta este poder, esta facultad de completar lo que la naturaleza ha hecho por �l, con lo que �l hace para s� mismo. Y de hecho, son tan inferiores los dotes f�sicas del hombre, que en ninguna parte del mundo podr�a subsistir sin aquella facultad.

En todo tiempo y lugar, el hombre manifiesta esta facultad. Pero el grado en que la emplea var�a mucho. Entre la rudimentaria canoa y el buque de vapor, entre el burdo �dolo de madera tallada y el viviente m�rmol del arte griego, entre las nociones del salvaje y la moderna ciencia, hay una diferencia enorme.

Condiciones del Progreso Social

Los diversos grados en que se emplea esta facultad no pueden atribuirse a diferencias de capacidad original. Los pueblos hoy m�s adelantados eran salvajes en tiempos hist�ricos, y encontramos las mayores diferencias entre pueblos del mismo linaje. Ni pueden atribuirse por completo a diferencias del ambiente f�sico; en muchos casos, la cuna del saber y de las artes est� hoy ocupada por pueblos en la barbarie. Todas aquellas diferencias est�n evidentemente ligadas al desarrollo social. Excepto, quiz�s, en lo m�s rudimentario, el hombre s�lo puede progresar viviendo con sus semejantes. Por esto, todas esas mejoras en los poderes y condiciones del hombre, las resumimos con el t�rmino �civilizaci�n�. El hombre adelanta a medida que se civiliza o aprende a colaborar en la sociedad.

�Cu�l es la ley de este progreso? �Por qu� principio general podemos explicar los diferentes grados de civilizaci�n que han alcanzado las diversas colectividades? �En qu� consiste esencialmente el progreso de la civilizaci�n, que nos permita decir, de las diversas disposiciones sociales, cu�les lo favorecen y cu�les no; o explicar por qu� una instituci�n o situaci�n puede en unas �pocas adelantarlo y en otras retardarlo?

La Teor�a Evolucionista

La creencia reinante es que el progreso de la civilizaci�n es un desarrollo o evoluci�n, en el curso del cual las facultades y cualidades humanas aumentan y mejoran por la acci�n de causas semejantes a las que se admiten para explicar el origen de las especies, a saber, la supervivencia del m�s fuerte y la transmisi�n hereditaria de las cualidades adquiridas. En otras palabras, se cree que la civilizaci�n es el resultado de fuerzas que poco a poco cambian el car�cter y mejoran y elevan las facultades del hombre; y que este mejoramiento tiende a avanzar cada vez m�s hacia una civilizaci�n cada vez m�s elevada.

En medio de una civilizaci�n floreciente, esta teor�a del progreso nos parece muy natural. Pero sus defensores, cuando miran el mundo que nos rodea, se encuentran frente a un hecho an�malo: las civilizaciones inm�viles, petrificadas. Con la teor�a de que el progreso humano es el resultado de causas generales y continuas, �c�mo nos explicamos las civilizaciones que han progresado mucho y luego se han paralizado? No se puede decir del hind� y del chino que nuestra superioridad sobre ellos es el resultado de una educaci�n m�s prolongada; que nosotros venimos a ser como los adultos de la naturaleza, mientras que ellos son los ni�os. Los hind�es y los chinos eran civilizados cuando nosotros �ramos salvajes. Ten�an grandes ciudades, gobiernos altamente organizados y poderosos, literatura, filosof�a, modales corteses, considerable divisi�n del trabajo, vasto comercio y primorosas artes, cuando nuestros antepasados eran b�rbaros n�madas, que viv�an en chozas y tiendas de piel. Mientras nosotros hemos avanzado desde aquel estado salvaje, ellos se han quedado estancados. De todas las civilizaciones que conocemos un poco, la m�s inm�vil y fosilizada fue la de Egipto, en la que hasta el arte acab� por adoptar una forma convencional e inflexible. Pero sabemos que, antes de �sta, debi� existir una �poca de vida y vigor, una civilizaci�n que se desplegaba lozana y expansiva, como la nuestra, pues de otro modo las artes y las ciencias nunca habr�an alcanzado tanta altura. Y excavaciones recientes han sacado a luz, m�s all� de lo que sab�amos del Egipto, un Egipto a�n m�s antiguo, con estatuas y relieves que, en vez de un tipo r�gido y formalista, irradian vida y expresi�n y muestran un arte animoso, ardiente, natural y libre, se�al segura de una vida din�mica y expansiva.

Civilizaciones Detenidas

Si el progreso fuese el resultado de leyes fijas, invariables y eternas que impulsan al hombre adelante, �c�mo nos explicamos estas civilizaciones detenidas? No es solamente que el hombre haya avanzado tanto en la senda del progreso y luego se haya detenido; es que ha avanzado tanto y luego ha retrocedido. Lo que contradice la teor�a no es s�lo un caso aislado: es la regla universal. Todas las civilizaciones que hasta hoy el mundo ha visto, han tenido sus fases de crecimiento vigoroso, de parada y estancamiento, de decadencia y caida. De todas las civilizaciones que han nacido y florecido, s�lo quedan hoy las que se han detenido y la nuestra, que a�n no es tan antigua como lo eran las pir�mides, cuando Abraham las contempl� y ten�an veinte siglos de historia comprobada.

Sin duda alguna, nuestra civilizaci�n tiene una base m�s amplia, es de un tipo m�s avanzado, se mueve m�s aprisa y se remonta m�s alto que cualquier civilizaci�n anterior; pero, en este concepto, apenas est� m�s avanzada respecto a la civilizaci�n greco-romana, que �sta lo estaba respecto a la civilizaci�n asi�tica; y si Io estuviese, esto no probar�a nada en cuanto a su permanencia y futuro avance, mientras no se demuestre que es superior en aquellas cosas que causaron el fracaso definitivo de sus predecesoras. Lo cierto es que nada est� m�s lejos de explicar los hechos de la historia universal que la teor�a seg�n la cual la civilizaci�n es el resultado de una serie de selecciones naturales que act�an mejorando y elevando las facultades humanas. La civilizaci�n ha nacido en diferentes �pocas, en diferentes sitios y ha progresado en diferentes medidas, lo cual no es incompatible con dicha teor�a, porque puede resultar del diferente equilibrio entre las fuerzas impulsoras y resistentes. Pero es absolutamente incompatible con ella, el hecho de que el progreso no ha sido continuo en n�ng�n sitio, sino que en todas partes se ha detenido o ha retrocedido, Pues si el progreso determinase un mejoramiento de la naturaleza humana, y de este modo originase otro nuevo progreso, por regla general, y aunque hubiera alguna interrupci�n pasajera, el avance ser�a continuo, el adelanto conducir�a a un nuevo adelanto y la civilizaci�n se desenvolver�a en civilizaciones superiores.

Imperios Fenecidos

No s�lo la regla general, sino la regla universal es lo contrario. La tierra es la tumba de imperios fenecidos, no menos que la de hombres difuntos. En vez de que el progreso prepare a los hombres para un mayor avance, cada civilizaci�n que en su �poca fue vigorosa y progresiva como hoy la nuestra, ha venido a detenerse por s� misma. Una y otra vez el arte ha declinado, la cultura ha deca�do, ha menguado el poder y se ha enrarecido la poblaci�n, hasta que los remanentes de quienes hab�an erigido famosos templos y poderosas ciudades, desviado r�os, perforado monta�as, cultivado el suelo como un jard�n y llegado al sumo refinamiento en las minucias de la vida, fueron m�seros b�rbaros, que ni siquiera recordaban lo que hab�an hecho sus antepasados y miraban los restos de su anterior grandeza como obra de magia o de la poderosa raza antediluviana. ��Tambi�n �ste, oh Roma, ser� tu destino alg�n dia!�, exclam� Escipi�n llorando sobre las ruinas de Cartago; y la descripci�n de Macaulay de un neozeland�s meditando sobre el arco roto del Puente de Londres, acude a la imaginaci�n, hasta de los que ven levantarse ciudades en el yermo y contribuyen a poner los cimientos de un nuevo imperio. Y as�, al erigir un edificio p�blico, dejamos en la piedra angular mayor un hueco en el cual sellamos cuidadosamente algunos recuerdos de nuestros d�as, previendo el tiempo en que nuestras obras ser�n ruinas y nosotros mismos seremos olvidados.

La teor�a que explica el avance de la civilizaci�n por cambios en la naturaleza del hombre, no logra explicar los hechos, pues el pueblo que comienza una nueva civilizaci�n nunca ha sido educado y modificado hereditariamente por la anterior, sino que es una raza nueva que viene de un nivel inferior. Los b�rbaros de una �poca han sido los civilizados de la siguiente, a su vez reemplazados por nuevos b�rbaros. Hasta ahora, siempre ha sucedido que los hombres, bajo las influencias de la civilizaci�n, aunque al principio mejoran, despu�s degeneran. Toda civilizaci�n que ha sido subyugada por b�rbaros, en realidad ha perecido por la decadencia interna.

Individuos y Naciones

Por esto, �hemos de decir que hay una vida nacional o de la raza, como hay una vida Individual? �Que todo conjunto social tiene, por decirlo as� una cierta cantidad de energ�a, cuyo consumo lleva necesariamente a la decadencia? Esta es una idea antigua y difundida que de un modo constante e incongruente aparece en los escritos de quienes exponen la teor�a evolucionista. Pero, mientras sus individuos se renuevan constantemente con el vigor nuevo de la infancia, una colectividad no puede envejecer, como envejece un hombre, por la decadencia de sus fuerzas. Mientras su fuerza conjunta deba ser la suma de las fuerzas de sus componentes individuales, una colectividad no puede perder fuerza vital, a no ser que la de sus componentes disminuya. Sin embargo, en la comparaci�n vulgar que asemeja el poder vital de una naci�n al de un individuo, asoma el reconocimiento de una verdad evidente, la certeza de que los obst�culos que acaban por detener el progreso nacen de este mismo progreso, y que las causas que han destruido todas las civilizaciones precedentes, han sido las condiciones creadas por el mismo crecimiento de la civilizaci�n.

Diferencias de Civilizaci�n. Sus Causas

En toda colectividad numerosa, as� como entre distintos grupos o clases, podemos ver diferencias parecidas a las que hay entre civilizaciones distintas, diferencias de saber, creencias, costumbres, gustos y lenguaje, que, en sus extremos entre gente de igual raza y pa�s, aparecen tan marcadas como las que hay entre pueblos civilizados y salvajes. Del mismo modo que en pueblos contempor�neos se pueden hallar a�n todas las fases del desarrollo social, a partir de la edad de piedra, tambi�n hoy en el mismo pa�s y en la misma ciudad se pueden hallar uno junto a otro grupos que muestran parecidas divergencias. En paises tales como Inglaterra y Alemania, ni�os de la misma raza, nacidos y criados en el mismo lugar, crecer�n hablando el idioma de modo diferente, profesando diversas creencias, siguiendo costumbres diferentes y mostrando gustos distintos; y hasta en un pa�s como los Estados Unidos, se observan diferencias de esta �ndole, aunque no en igual grado, entre grupos y c�rculos distintos.

Pero estas diferencias no son, ciertamente, innatas. Ning�n ni�o nace metodista o cat�lico, pronunciando o no la h aspirada. Todas las diferencias que distinguen los diversos grupos o c�rculos proceden de la asociaci�n dentro de los mismos.

Los jen�zaros eran j�venes que en edad temprana fueron arrebatados a sus padres cristianos, pero no eran musulmanes menos fan�ticos, ni mostraban menos todos los rasgos del car�cter turco. Los jesuitas y otras �rdenes muestran un car�cter marcado, pero, ciertamente, este car�cter no se perpet�a por transmisi�n hereditaria. Y hasta asociaciones tales como escuelas y regimientos, cuyos componentes permanecen s�lo un corto tiempo en ellas, manifiestan caracter�sticas generales debidas a impresiones mentales perpetuadas por la asociaci�n.

Este conjunto de tradiciones, creencias, costumbres, leyes, h�bitos y asociaciones, que nacen dentro de cada colectividad y rodean a cada individuo, es el gran elemento que determina el car�cter nacional. Esto, m�s bien que la transmisi�n hereditaria, es lo que diferencia al ingl�s del franc�s, al alem�n del italiano y al americano del chino. De este modo es como se conservan, extienden o cambian los rasgos nacionales.

Atributos F�sicos y Mentales

Una raza de hombres con actividad mental no mayor que la de los animales, hombres que solamente coman, beban, duerman y procreen, sin duda podr�an, por un tratamiento cuidadoso y selecci�n en la cr�a y a fuerza de tiempo, adquirir diferencias corporales y de car�cter tan grandes como las que por medios parecidos se han obtenido en los animales dom�sticos. Pero hombres de esa clase no los hay; y en los hombres, tales como son las influencias mentales, actuando a trav�s del esp�ritu sobre el cuerpo a cada paso, interrumpir�an el proceso. Con toda probabilidad, los hombre han estado sobre la tierra m�s tiempo que varias especies animales. Han estado separados unos de otros bajo diferencias de clima que produce las m�s marcadas diferencias en los animales, y, sin embargo, las diferencias f�sicas ente las diversas razas humanas apenas son mayores que la que hay entre caballos blancos y caballos negros; ciertamente no son tan grandes como entre perros de la misma subespecie, por ejemplo entre la distintas variedades de spaniel o de terrier. Y aun respecto a estas diferencias f�sicas entre razas humanas, los que las explican por la selecci�n natural y la transmisi�n hereditaria, afirman que fueron producidas cuando el hombre estaba mucho m�s pr�ximo al animal, es decir, cuando ten�a menos entendimiento.

Y si esto es cierto respecto a la constituci�n f�sica del hombre, �cu�nto m�s no lo ser� respeto a su constituci�n mental? Venimos al mundo con todos nuestros componentes f�sicos; pero el entendimiento se desarolla despu�s.

Tomad un n�mero de ni�os nacidos de los padres m�s civilizados y llevadlos a un pa�s deshabitado. Suponed que, por alg�n milagro, se mantienen hasta la edad de cuidarse de s� mismos y �qu� tendr�ais? Los salvajes m�s desvalidos de que tenemos noticia. Tendr�an que decubrir el fuego; inventar los m�s rudimentarios utensilios y armas; formar el lenguaje. En suma, tendr�an que tropezar a cada paso, como un ni�o que aprende a andar, para poseer los conocimientos m�s sencillos que las razas inferiores poseen ahora. No dudo en lo m�s m�nimo que, con el tiempo, har�an todas aquellas cosas, pues todas esas posibilidades est�n latentes en la mente del hombre, del mismo modo que la facultad de andar est� latente en su estructura corporal, pero no creo que las hiciesen mejor o peor, m�s despacio o m�s aprisa, que en iguales circunstancias, las har�an los ni�os de padres salvajes. Dados los m�s elevados poderes mentales que individuos excepcionales hayan desplegado, �qu� ser�a de la humanidad, si una generaci�n quedase separada de la siguiente por un intervalo de tiempo como los diecisiete a�os de la cigarra? Un intervalo como �ste reducir�a la humanidad, no al salvajismo, sino a un estado, comparado al cual el salvajismo que conocemos parecer�a civilizaci�n.

Semejanza Esencial en la Naturaleza Humana

Por el contrario, suponed que un n�mero de ni�os salvajes, ignor�ndolos las madres (pues hasta esto ser�a necesario para hacer el experimento con imparcialidad), substituyesen a otros tantos ni�os de la civilizaci�n. �Podemos suponer que al desarrollarse presentar�an alguna diferencia? Creo que nadie que haya tratado diferentes pueblos, pensar�a as�. La gran lecci�n que as� se aprende es que �la naturaleza humana es naturaleza humana en todo el mundo�. Y esta lecci�n se puede aprender tambi�n en los libros. No me refiero a los relatos de viajeros, porque los informes que los civilizados nos dan en su libros sobre los salvajes, muy a menudo son como los informes que de nosotros dar�an los salvajes, si pudiesen hacernos visitas a toda prisa y luego escribir libros; hablo de aquellas memorias de la vida e ideas de otros tiempos y otros pueblos, que traducidas a nuestro lenguaje actual, son como reflejo de nuestras propias vidas y destellos de nuestras propias ideas. El sentimiento que inspiran es el de la esencial semejanza de los hombres. �Este es -- dice Emmanuel Deutsch -- el resultado de todas las investigaciones en la historia o en el arte: Eran como nosotros.�

El Hombre Moderno y sus Precursores

No hay pruebas para admitir un mejoramiento mental de la raza dentro de los tiempos que conocemos. �Puede la civilizaci�n moderna presentar poetas, artistas, arquitectos, fil�sofos, oradores, estadistas o guerreros mejores que los de la antigua? No hace falta recordar nombres. Cualquier ni�o de la escuela los conoce. Para nuestros modelos y personificaciones del poder mental, recurrimos a los antiguos. Si pudi�semos suponer que Homero o Virgilio, Dem�stenes o Cicer�n, Alejandro, Anibal o C�sar, Plat�n o Lucrecio, Euclides o Arist�teles, volviesen a esta vida, �podr�amos suponer que fuesen inferiores en algo a los hombres de hoy? O, si tomamos cualquier �poca, aun la de mayor atraso, posterior a la cl�sica o cualquier otra anterior que conozcamos algo, �no encontraremos hombres que, en las circunstancias y conocimientos de su tiempo, mostraron un poder mental tan elevado como el de los hombres de hoy? Y, entre las razas menos adelantadas, cuando fijamos en ellas nuestra atenci�n, �no encontramos hoy hombres que, dentro de sus circunstancias, presentan cualidades mentales tan grandes como pueda mostrarlas la civilizaci�n? La invenci�n del ferrocarril, dada la �poca en que ocurri�, �demuestra mayor inventiva que la de la carretilla cuando �sta a�n no exist�a? Nosotros, los hombres de la civilizaci�n moderna estamos muy por encima de los que nos han precedido y de las razas contempor�neas menos adelantadas. Pero es porque estamos sobre una pir�mide, no porque seamos m�s altos. Lo que los siglos han hecho por nosotros no es aumentar nuestra estatura, sino levantar una construcci�n sobre la cual podemos afianzar nuestros pies.

El Papel que Desempe�a la Herencia

No digo que todos los hombres posean las mismas capacidades o sean iguales en mentalidad, como tampoco digo que sean iguales en lo f�sico. Entre los incontables millones que han venido a esta tierra y se han ido de ella, probablemente nunca hubo dos hombres que en lo f�sico ni en lo mental fuesen exactamente iguales. Ni siquiera digo que no haya diferencias raciales de mentalidad tan claramente marcadas como lo son las diferencias raciales en lo corporal. No niego la influencia de la herencia en la transmisi�n de peculiaridades mentales, del mismo modo y quiz�s en el mismo grado en que se transmiten las peculiaridades corporales. Sin embargo, me parece que hay un patr�n com�n y unas proporciones naturales de la mente, como los hay del cuerpo, hacia los cuales todas las desviaciones tienden a regresar. Las circunstancias en que nos encontramos, pueden producir deformaciones, como las producen los �cabezas chatas� comprimiendo el cr�neo de sus hijos o los chinos vendando los pies de sus hijas. Pero, as� como los ni�os �cabezas chatas�, siguen naciendo con cabeza de forma natural y las ni�as chinas con los pies normalmente proporcionados, tambi�n la naturaleza parece volver al tipo mental normal. El ni�o no hereda el saber de su padre, m�s de lo que hereda el ojo de cristal o la pierna artificial del mismo; el hijo de los padres m�s ignorantes puede llegar a ser un promotor de la ciencia o un gu�a del pensamiento.

Las diferencias entre la gente de colectividades de distintos lugares y tiempos, que llamamos diferencias de civilizaci�n, son inherentes no al individuo, sino a la sociedad. Resultan, no de diferencias en las unidades, sino de las condiciones en que estas unidades se incorporan a la sociedad.

Importancia del Medio Ambiente Social

Considero que la explicaci�n de las diferencias que distinguen las colectividades es �sta: que cada sociedad, grande o peque�a, teje necesariamente para s� misma una red de saber, creencias, costumbres, lenguaje, gustos, instituciones y leyes. En esta red tejida por cada sociedad (o mejor en estas redes, pues cada colectividad superior a la m�s sencilla est� compuesta de colectividades menores que se superponen y enlazan entre s�), el individuo es recibido al nacer y sigue en ella hasta su muerte. Esta es la matriz en que la mente se desenvuelve y cuyo sello toma. As� es como se desarrollan y perpet�an las costumbres, religiones, prejuicios, gustos y lenguajes. As� es como se transmite la habilidad y se acumula el saber y como los descubrimientos de una �poca forman la provisi�n com�n y el pelda�o para la siguiente. Esto, aunque, con frecuencia opone al progreso los m�s serios obst�culos, es lo que lo hace posible. Es lo que hoy permite a cualquier chico de la escuela aprender en pocas horas m�s cosas del universo que las conocidas por Ptolomeo y sit�a al m�s torpe hombre de ciencia muy por encima del nivel alcanzado por la gigantesca inteligencia de Arist�teles.' Esto es para la raza lo que la memoria es para el individuo. Nuestras artes admirables, nuestras trascendental ciencia, nuestros maravillosos inventos, nos han venido de esta manera.

El progreso humano avanza a medida que los adelantos hechos por una generaci�n quedan as� asegurados como propiedad com�n de la siguiente y sirven de punto de partida para otros nuevos adelantos.

El Poder Mental, Motor del Progreso

�Cu�l es, pues, la ley del progreso humano, la ley que ha de explicar clara y terminantemente por qu�, aunque probablemente la humanidad comenz� con las mismas facultades y al mismo tiempo, existen ahora tan grandes diferencias en el desarrollo social? No es dif�cil descubrir esta ley. No pretendo darle precisi�n cient�fica, sino s�lo indicarla.

Los incentivos para el progreso son los deseos inherentes a la naturaleza humana, el deseo de satisfacer las necesidades de �ndole animal, las de �ndole intelectual, y las de �ndole efectiva; el deseo de ser, saber y hacer, deseos que, aun sin ser infinitos, nunca pueden quedar satisfechos, porque crecen a medida que se satisfacen.

La mente es el instrumento con el cual el hombre avanza y con el cual cada avance queda asegurado y convertido en punto de apoyo para nuevos adelantos. Por esto el poder mental es el motor del progreso, y el hombre tiende a avanzar en proporci�n al poder mental que se aplique a progresar, que se dedique a aumentar el saber, perfeccionar los m�todos y mejorar las condiciones sociales.

El trabajo que un hombre puede hacer con su inteligencia tiene un l�mite, como lo tiene el que puede hacer con su cuerpo; por esto, el poder mental que se puede destinar al progreso es solamente el que sobra despu�s de gastar el exigido por finalidades no progresivas. Estos fines no progresivos, en los cuales se consume poder mental, pueden ser de mantenimiento y de conflicto. Entiendo por mantenimiento, no s�lo el de la existencia, sino tambi�n el de la posici�n social y de los avances logrados. Entiendo por conflicto no s�lo la guerra y sus preparativos, sino todo gasto de poder mental en la satisfacci�n del deseo a costa de los dem�s y en la resistencia a esta agresi�n.

Comparando la sociedad a un bote, su avance por el agua depende, no del esfuerzo de la tripulaci�n, sino del esfuerzo dedicado a hacerlo avanzar. Este ser� disminuido por todo gasto de esfuerzo en achicar agua, en luchar los tripulantes entre s� o en bogar en diferentes direcciones.

Requisitos del Progreso

En la soledad, mantener la existencia exige todos los poderes del hombre. El poder mental para aplicaciones m�s elevadas, s�lo se pone en libertad por medio de la asociaci�n de los hombres en colectividades, la cual permite la divisi�n del trabajo y todas las econom�as resultantes de la colaboraci�n de un mayor n�mero. Por esto, la asociaci�n es la primera condici�n esencial del progreso.

El perfeccionamiento es posible cuando los hombres se re�nen en asociaci�n pac�fica, y cuanto m�s extensa y unida sea �sta, mayores son las posibilidades de perfeccionamiento. Y como el despilfarro de poder mental gastado en lucha ser� mayor o menor seg�n que, respectivamente, se desatienda o reconozca la ley moral que da a todos una igualdad de derechos, por esto la equidad (o justicia) es la segunda condici�n esencial del progreso.

Por lo tanto, la asociaci�n en equidad es la ley del progreso.

La asociaci�n libera poder mental para gastarlo en mejorar, y la equidad (o justicia o libertad, pues estos t�rminos significan aqu� lo mismo, el reconocimiento de la ley moral) impide la disipaci�n de este poder en luchas est�riles

El hombre es social por naturaleza. No necesita que le apresen y domestiquen, para inducirle a vivir con sus semejantes. La extrema incapacidad con que entra en la vida y el largo per�odo necesario para la madurez de sus facultades, requieren el lazo familiar; y �ste, como podemos observar, es m�s extenso y, en toda su extensi�n, m�s fuerte entre los pueblos m�s rudos que entre los pueblos m�s cultos. Las primeras sociedades son familias, agrandadas hasta tribus, que conservan todav�a un mutuo parentesco de consanguinidad, y hasta cuando han llegado a ser grandes naciones, todav�a se atribuyen un origen com�n.

Los hombres tienden al progreso en cuanto se agrupan. Por la mutua colaboraci�n aumentan el poder mental que se puede dedicar al perfeccionamiento, pero en cuanto se provoca el conflicto, o la asociaci�n engendra la desigualdad de condici�n y poder, esta tendencia al progreso disminuye, se detiene y finalmente se transforma en retroceso.

Por qu� Cay� Roma

Mucho antes que los godos o v�ndalos irrumpiesen a trav�s del cord�n de legiones, incluso mientras sus fronteras avanzaban, Roma llevaba la muerte en el coraz�n. Las grandes propiedades hab�an arruinado Italia. La desigualdad hab�a secado la fuerza y destruido el vigor del mundo romano. El gobierno pas� a ser un despotismo que ni el asesinato pod�a moderar; el amor a la patria se convirti� en servilismo; se alardeaba p�blicamente de los vicios m�s inmundos; la literatura cay� en puerilidades; se olvid� el saber; comarcas f�rtiles, sin los estragos de la guerra, quedaron desiertas; por todas partes, la desigualdad produjo la decadencia pol�tica, mental, moral y material. La barbarie que arroll� a Roma no vino de afuera, sino de adentro. Era la obligada consecuencia de un sistema que hab�a substituido los peque�os hacendados de Italia por esclavos y colonos y hab�a parcelado las provincias en grandes fincas para las familias del Senado.

El Fundamento de la Civilizaci�n

 

 

Yo no s� tocar ning�n instrumento de cuerda; pero s� deciros c�mo de una aldehuela se hace una ciudad grande y gloriosa. � Tem�stocles

En todos sus detalles, as� como en sus rasgos principales, el origen y crecimiento de la civilizaci�n europea demuestra cu�n verdad es que el progreso avanza cuando la sociedad tiende a una asociaci�n m�s compacta y a una mayor equidad. Civilizaci�n es colaboraci�n. Uni�n y libertad son sus factores. El gran aumento de la asociaci�n, no s�lo por el desarrollo de colectividades mayores y m�s densas, sino por el aumento del comercio y m�ltiples cambios que mantienen unida cada una de ellas y las enlazan entre s� por separadas que est�n; el desarrollo de la ley internacional y municipal; los avances en la seguridad personal y de la propiedad, en la libertad individual y hacia el gobierno democr�tico; los avances, en suma, hacia el reconocimiento de los iguales derechos a la vida, a la libertad y a la b�squeda de la felicidad. Esto es lo que ha hecho nuestra civilizaci�n moderna tanto m�s grande y elevada que cualquier anterior a ella. Es lo que, poniendo en libertad el poder mental, ha descorrido el velo de la ignorancia que ocultaba al saber humano todo el globo, excepto una peque�a porci�n del mismo, el poder mental que ha medido las �rbitas de las esferas en revoluci�n y nos hace ver la vida moverse y palpitar en una gota de agua; que nos ha abierto la antec�mara de los misterios de la naturaleza y ha le�do los secretos de un pasado enterrado hace mucho tiempo; que ha puesto a nuestro servicio fuerzas f�sicas a cuyo lado los esfuerzos humanos son exiguos, y que ha aumentado el poder productivo con miles de grandes inventos.

Reprobaci�n de la Guerra y la Esclavitud

Con el esp�ritu de fatalismo que, como ya indiqu�, impregna la literatura corriente, esta de moda hablar hasta de la guerra y la esclavitud como medios de progreso humano. Pero la guerra, que es lo contrario de la asociaci�n, no puede ayudar al progreso, sino solamente cuando impide ulteriores guerras o derriba barreras antisociales que por si mismas son una guerra pasiva. En cuanto a la esclavitud, no creo que ninguna vez haya ayudado a establecer la libertad. Desde el m�s rudo estado en que cabe imaginar al hombre, la libertad, sin�nimo de la equidad, ha sido el est�mulo y la condici�n del progreso. la esclavitud nunca ha contribuido ni pudo contribuir al mejoramiento. Tanto si la sociedad consiste en un solo amo y un solo esclavo como si la forman miles de amos y millones de esclavos, la esclavitud trae consigo un despilfarro del poder humano; pues no s�lo el trabajo esclavo es menos productivo que el trabajo libre, sino que el poder de los amos se malgasta en retener y vigilar a sus esclavos, desvi�ndose de las direcciones en que est� el verdadero progreso. En todos sus aspectos, la esclavitud, como toda otra negaci�n de la igualdad natural de los hombres, ha estorbado e impedido el progreso. En la misma proporci�n en que la esclavitud desempe�a un papel importante en la organizaci�n social, el progreso se detiene. Que la esclavitud fuese universal en el mundo cl�sico es, sin duda, la raz�n por la cual la actividad mental que tanto puli� la literatura y refin� al arte, nunca acert� a hacer ninguno de los grandes descubrimientos e inventos que distinguen la moderna civilizaci�n. En una colectividad esclavista, las clases altas pueden adquirir lujo y refinamiento, pero nunca inventiva. Todo lo que degrada al trabajador y le roba los frutos de su fatiga, sofoca el esp�ritu de invenci�n e impide utilizar los inventos y descubrimientos, aun cuando se hayan hecho.

S�lo a la libertad le es dado el hechizo que subyuga a los genios m�gicos, custodios de los tesoros de la tierra y de las fuerzas invisibles del aire la ley del progreso humano, �qu� es sino la ley moral? En cuanto la organizaci�n social promueve la justicia, reconoce la igualdad de derechos entre los hombres y asegura a todos la perfecta libertad que s�lo est� limitada por la igual libertad de los dem�s, la civilizaci�n ha de progresar. En cuanto deja de actuar as� la civilizaci�n que avanza, se estanca y retrocede.

CAPITULO 25

COMO PUEDE DECAER LA CIVILIZACI�N MODERNA

Seg�n la ley que hemos averiguado, las condiciones del progreso son la asociaci�n y la equidad. Desde la �poca en que, por vez primera, podemos discernir los destellos de la civilizaci�n en medio de las tinieblas que siguieron a la ca�da del Imperio de Occidente, el desarrollo moderno se ha encaminado hacia la igualdad pol�tica y legal; a la abolici�n de la esclavitud; a la derogaci�n de la servidumbre personal; a la supresi�n de privilegios hereditarios; a la substituci�n del gobierno arbitrario por el parlamentario; a la libertad de criterio en cuestiones religiosas; a la m�s igual seguridad personal y de propiedad de los de clase alta y baja, d�biles y fuertes; a la mayor libertad de movimiento y ocupaci�n; de palabra y de imprenta. La historia de la moderna civilizaci�n es la historia de los avances en este sentido, de las luchas y triunfos de la libertad personal, pol�tica y religiosa. Y la ley general se manifiesta en que, a medida que esta tendencia se ha afirmado, la civilizaci�n ha avanzado, mientras que, al reprimir o retrogradar dicha tendencia, la civilizaci�n se ha paralizado.

Donde hay algo as� como una equitativa distribuci�n de la riqueza, cuanto m�s democr�tico sea el gobierno, mejor ser� �ste; pero donde hay una gran desigualdad en la distribuci�n de la riqueza, cuanto m�s democr�tico sea el gobierno, peor ser� �ste; porque, aunque una democracia corrompida no puede en s� misma ser peor que una autocracia corrompida, sus efectos sobre el car�cter nacional ser�n peores. Dar el sufragio a vagabundos, a indigentes, a hombres para los cuales la ocasi�n de trabajar es una d�diva, a hombres que han de mendigar, robar o morirse de hambre, es invocar la destrucci�n. Poner el poder pol�tico en manos de hombres amargados y degradados por la pobreza es como atar teas encendidas a unas zorras y soltarlas entre las mieses, es arrancar los ojos a un Sans�n y ce�ir sus brazos a las columnas de la vida nacional.

Para transformar un gobierno republicano en el despotismo m�s vil y m�s cruel, no es necesario cambiar la forma de sus instituciones o abandonar la elecci�n popular. Despu�s de C�sar, pasaron siglos antes que el due�o absoluto del mundo romano pretendiese gobernar de otro modo que con la autorizaci�n de un Senado que temblaba ante su presencia.

La forma no es nada cuando el esp�ritu ha desaparecido, y las formas de gobierno popular son las que el esp�ritu de la libertad abandona m�s f�cilmente. Los extremos se tocan, y un gobierno por sufragio universal e igualdad te�rica, en circunstancias que inciten al cambio, puede con la mayor facilidad convertirse en despotismo. Porque all� el despotismo se impone en nombre del pueblo y con el poder del pueblo. Una vez conseguida la �nica fuente de poder, todo se consigue. No hay clases oprimidas a que recurrir, ni clases privilegiadas que, defendiendo sus derechos, puedan defender los de todos. No queda dique que detenga la inundaci�n, ni altura paro salvarse de ella.

Los azares de la sucesi�n hereditaria o de la elecci�n por la suerte (el sistema de algunas de las rep�blicas de la antig�edad) pueden a veces colocar en el poder al sabio y al justo; pero en una democracia corrompida, la tendencia siempre es dar el poder al peor. La honradez y el patriotismo llevan la carga, triunfa la desaprensi�n. Los mejores gravitan hacia el fondo, los peores flotan a lo alto y los viles s�lo se ver�n despose�dos por otros m�s viles. Como que el car�cter nacional se ha de asimilar gradualmente, las cualidades con que se gana el poder y, por consiguiente, el respeto, se extiende la opini�n desmoralizada que, en el largo transcurso de la historia vemos una y otra vez, transformando razas de hombres libres en razas de esclavos. Un gobierno democr�tico corrompido, corrompe al fin al pueblo, y cuando el pueblo se degrada no cabe resurrecci�n. La vida ha huido, s�lo permanece la carro�a: ya s�lo falta que el arado del destino la oculte bajo tierra.

Esta transformaci�n del gobierno popular en un despotismo del tipo m�s vil y m�s degradante, que irremisiblemente ha de resultar de la desigual distribuci�n de la riqueza, no es cosa de un porvenir remoto. Ha empezado ya y avanza r�pidamente ante nuestros ojos. Se vota con m�s despreocupaci�n; cuesta m�s despertar al pueblo con la necesidad de reformas y es m�s dif�cil llevarlas a cabo; las diferencias pol�ticas dejan de ser diferencias de principios, y las ideas abstractas est�n perdiendo su poder; los partidos caen bajo la direcci�n de lo que en el gobierno general ser�an oligarqu�as y dictaduras. Todo esto son pruebas de decadencia pol�tica.

Las corrientes inferiores de estos tiempos, parecen arrastrarnos de nuevo hacia las antiguas condiciones de que so��bamos habernos librado. El desarrollo de las clases artesanas y comerciantes quebrant� gradualmente el feudalismo cuando hab�a llegado a ser tan completo que los hombres supon�an el cielo organizado en forma feudal y atribu�an a la primera y la segunda persona de la Trinidad los respectivos cargos de soberano y feudatario supremo. Pero ahora, el desarrollo de las industrias y el cambio, actuando en una organizaci�n social en que la tierra se ha convertido en propiedad particular, amenaza con obligar a todo trabajador a buscarse un due�o. Nada parece escapar a esta tendencia. En todas partes la producci�n tiende a tomar una forma en la cual hay un se�or y muchos servidores. Y cuando uno es amo y los otros sirven, aqu�l mandar� a �stos aun en asuntos como el voto.

Ante nuestros ojos se van minando los cimientos mismos de la sociedad, mientras nos preguntamos, �c�mo es posible que se destruya una civilizaci�n como �sta, con sus ferrocarriles, su prensa diaria y sus tel�grafos? Mientras la literatura respira la creencia de que hemos dejado atr�s, y en el porvenir seguiremos dejando cada vez m�s lejos el estado salvaje, hay indicios de que en realidad estamos retrocediendo hacia la barbarie.

Aunque no podamos decirlo abiertamente, la fe general en las instituciones democr�ticas disminuye y se debilita all� donde han alcanzado su m�s pleno desarrollo; ya no se cree confiadamente como anta�o en la democracia como origen de la prosperidad nacional. Los hombres pensadores empiezan a ver sus peligros, sin ver el modo de evitarlos; est�n empezando a admitir la opini�n de Macaulay (Nota) y a desconfiar de la de Jefferson. Poco a poco el pueblo se est� acostumbrando a la creciente corrupci�n; el signo pol�tico de peor ag�ero es la difusi�n de un sentir que o bien duda que haya un hombre honrado en cargos p�blicos o lo cree tonto de no aprovechar la ocasi�n. Es decir, el pueblo mismo se est� corrompiendo.

(Nota) V�anse las cartas de Macaulay a Randall, bi�grafo de Jefferson.

Cualquiera que piense ver� claro a d�nde lleva esta marcha. Cuando la corrupci�n sea cr�nica, el esp�ritu p�blico se pierda, la tradici�n del honor, la virtud y el patriotismo se debiliten, se desprecie la ley y no quede esperanza en las reformas; entonces; en las masas enconadas se engendrar�n fuerzas volc�nicas que, al present�rseles una ocasi�n propicia, romper�n y destruir�n. Hombres fuertes y sin escr�pulos, aprovechando la ocasi�n, se convertir�n en int�rpretes de los deseos ciegos y pasiones violentas del pueblo y barrer�n las instituciones, desprovistas ya de vitalidad. La espada volver� a ser m�s poderosa que la pluma y, en el desenfreno de la destrucci�n, la fuerza bruta y la locura salvaje alternar�n con el letargo de una civilizaci�n decadente.

�De d�nde vendr�n los nuevos b�rbaros? Id por los barrios m�seros de las grandes ciudades y ya ahora ver�is sus hordas agolpadas. �C�mo perecer� el saber? Los hombres dejar�n de leer y los libros prender�n incendios o se convertir�n en cartuchos.

Sobresalta pensar cu�n d�biles huellas quedar�n de nuestra civilizaci�n, si pasa por las angustias que acompa�aron la decadencia de todas las civilizaciones anteriores. El papel no dura tanto como el pergamino, ni nuestros m�s firmes edificios y monumentos pueden compararse en solidez con los templos labrados en la roca y los tit�nicos edificios de las antiguas civilizaciones. Y la inventiva nos ha dado no s�lo el vapor y la imprenta, sino tambi�n el petr�leo, la nitroglicerina y la dinamita.

No obstante, insinuar en el d�a de hoy la posibilidad de que nuestra civilizaci�n decaiga, parece el colmo del pesimismo. Las tendencias especiales a que he aludido son evidentes para quienes piensan, pero, para la mayor�a de �stos, as� como para las grandes masas, la fe en el verdadero progreso es todav�a hondo y fuerte, es una creencia fundamental que no admite ni la sombra de una duda.

Pero cualquiera que medite sobre ello, ver� que, necesariamente, as� ha de ocurrir donde el adelanto se convierte en retroceso. Porque en el desarrollo social, como en todas las dem�s cosas, el movimiento tiende a persistir en l�nea recta, y por esto, donde ha habido un anterior adelanto, cuesta much�simo reconocer la decadencia, aunque haya comenzado de pleno; hay una tendencia casi irresistible a creer que el movimiento adelante, que ha sido progreso y sigue marchando, es todav�a progreso. La red de creencias, costumbres, leyes, instituciones y h�bitos, constantemente tejida por cada colectividad, y que produce en el individuo envuelto en ella todas las diferencias de car�cter nacional, no se desenreda nunca. Es decir: en la decadencia de la civilizaci�n, los pueblos nunca bajan por el mismo camino que subieron.

Y f�cilmente se ve que el retroceso de la civilizaci�n, que sigue a un per�odo de progreso, puede ser tan gradual que en su tiempo no llame la atenci�n; que, por desgracia, la mayor�a de la gente necesariamente ha de tomar la decadencia por adelanto. Por ejemplo, hay una enorme diferencia entre el arte griego del per�odo cl�sico y el del Bajo Imperio; sin embargo, el cambio fue acompa�ado o m�s bien causado por un cambio del gusto. Los artistas que con m�s presteza siguieron este cambio, fueron en su �poca considerados como los mejores. Y lo mismo ocurri� en la literatura. Al volverse m�s insulsa, pueril y ampulosa, lo har�a obedeciendo a un gusto alterado, que tomar�a su creciente debilidad por una creciente fuerza y belleza. El escritor realmente bueno no encontrar�a lectores; se le considerar�a rudo, seco o pesado. Y as� declinar�a el drama; no porque faltasen excelentes obras, sino porque el gusto dominante fue, cada vez m�s, el de una clase menos culta que, naturalmente, tendr�a por lo mejor en su clase aquello que m�s admiraba. Y as� tambi�n en la religi�n, las supersticiones a�adidas por un pueblo supersticioso ser�an consideradas por �ste como mejoras. Cuando empieza la decadencia, el retorno a la barbarie, donde no sea considerado en s� mismo como un progreso, parecer� necesario para hacer frente a las exigencias de los tiempos.

No es preciso investigar si, en las actuales corrientes de opini�n y gusto, hay ya se�ales de retroceso; pero hay muchas cosas que indiscutiblemente demuestran que nuestra civilizaci�n ha llegado a un per�odo cr�tico y que, de no d�rsele un nuevo impulso hacia la equidad social, quiz�s en el porvenir, el siglo XIX ser� considerado como el de su apogeo.

La tendencia a la desigualdad, que es la obligada consecuencia del progreso material donde la tierra est� monopolizada, no puede ir mucho m�s all� sin llevar nuestra civilizaci�n hacia el sendero de bajada que tan f�cilmente se emprende y tanto cuesta abandonar. En todas partes la creciente intensidad de la lucha por la vida, la creciente necesidad de poner en tensi�n todos los nervios para no ser arrollado y pisoteado en la rebati�a por la riqueza, est� agotando las fuerzas que obtienen y conservan los perfeccionamientos. Cuando en una bah�a o en un r�o, la marea pasa del flujo al reflujo, no lo hace de golpe, sino que en algunos puntos a�n sube, mientras en otros ya empieza a bajar. Que el sol pasa por el mediod�a, s�lo se ve en la direcci�n que toman las acortadas sombras, pues el calor del d�a sigue aumentando. Pero tan seguro como que a la pleamar sigue el reflujo y al descenso del sol la oscuridad, es que, aunque el saber siga aumentando y la invenci�n adelante y nuevos estados se pueblen y las ciudades se extiendan todav�a, la civilizaci�n ha empezado a decaer cuando, en proporci�n a la poblaci�n, hemos de construir m�s y m�s c�rceles, m�s y m�s asilos y m�s y m�s manicomios. No es de arriba abajo como mueren las sociedades; es de abajo arriba.

Hay un sentimiento vago, pero general, de desilusi�n; una creciente amargura entre las clases trabajadoras y una extensa sensaci�n de inquietud. Esto, si fuese acompa�ado de una idea precisa sobre la manera de lograr el alivio, ser�a un signo de esperanza, pero no es as�. Aunque hace tiempo que la escuela se ha generalizado, la com�n facultad de relacionar efecto y causa no parece haber mejorado ni un �pice.

Qu� cambio puede venir, ning�n mortal puede decirlo, pero que alg�n gran cambio ha de venir, los hombres reflexivos empiezan a sentirlo. El mundo civilizado se estremece al borde de un gran movimiento. 0 bien ser� un salto adelante que abra paso a progresos a�n no so�ados o ser� un hundimiento que nos retornar� a la barbarie. .

CAPITULO 26

EL LLAMAMIENTO DE LA LIBERTAD

La verdad a que nos ha llevado la parte pol�tico-econ�mica de nuestra investigaci�n, se observa claramente en la subida y ca�da de las naciones y en el crecimiento y decadencia de la civilizaci�n. Concuerda con los arraigados conceptos de relaci�n y consecuencia que llamamos ideas morales.

Esta verdad implica a la vez una amenaza y una promesa. Los males que brotan de una injusta y desigual distribuci�n de la riqueza, no son incidentes del progreso, sino tendencias que han de detenerlo; no se curar�n por s� solos, sino que, por el contrario, si no se suprime su causa, han de aumentar m�s y m�s, hasta que nos retrograden a la barbarie por el camino que siguieron todas las civilizaciones pret�ritas. Esos males no los imponen las leyes naturales. Proceden �nicamente de desarreglos sociales que infringen las leyes naturales; y al suprimir su causa, daremos un enorme impulso al progreso.

Al consentir el monopolio de las oportunidades que la naturaleza ofrece generosamente a todos, hemos desairado el principio fundamental de la justicia. Pero al suprimir esta injusticia y asegurar los derechos de todos los hombres a las oportunidades naturales, nos ajustaremos a la ley, extirparemos la gran causa de la antinatural desigualdad en la distribuci�n de la riqueza y el poder; aboliremos la pobreza; amansaremos las crueles pasiones de la codicia; secaremos las fuentes del vicio y la miseria; alumbraremos las tinieblas con la l�mpara del saber; daremos nuevo vigor a la invenci�n y un nuevo impulso al descubrimiento; sustituiremos la debilidad pol�tica con la fuerza pol�tica; y haremos imposibles la tiran�a y la anarqu�a. La reforma que he propuesto est� de acuerdo con todo lo que pol�tica, social y moralmente es deseable. Tiene las cualidades de una verdadera reforma, porque facilitar�a todas las dem�s reformas. No es otra cosa que la realizaci�n de la letra y el esp�ritu de la verdad enunciada en la Declaraci�n de la Independencia Americana, la verdad evidente que es el coraz�n y el alma de la Declaraci�n: �Que todos los hombres han sido creados iguales; que su Creador les dot� de ciertos derechos inalienables; que entre �stos se hallan la vida, la libertad y la b�squeda de la felicidad.�

Estos derechos se niegan al negar el igual derecho a la tierra, en la cual y de la cual el hombre ha de vivir forzosamente. La igualdad de derechos pol�ticos no compensa la negaci�n del igual derecho a los dones de la naturaleza. Cuando se niega el igual derecho a la tierra, al aumentar la poblaci�n y progresar los inventos, la libertad pol�tica se convierte simplemente en la libertad de competir para emplearse por salarios de hambre.

Honramos la Libertad en el nombre y en la forma. Le levantamos estatuas y cantamos sus alabanzas. Pero no hemos confiado plenamente en ella. Y, con nuestro avance, crecen tambi�n sus exigencias. �No quiere que se le sirva a medias!

�Libertad! es una palabra para conjurar, no para cansar el o�do con fr�volas bravatas. Porque Libertad significa Justicia y Justicia es la ley natural, la ley de salud, armon�a y vigor, la ley de la fraternidad y la colaboraci�n.

Quienes creen que la Libertad ya cumpli� su misi�n al abolir los privilegios hereditarios y dar a los hombres el voto, los que piensan que ya no tiene que ver con los asuntos cotidianos de la vida, no han visto su verdadera grandeza; para ellos los poetas que la cantaron fueron vanos copleros, y sus m�rtires, insensatos. Como el sol es se�or de la vida y de la luz; como sus rayos no s�lo perforan las nubes, sino que nutren todo desarrollo, surten todo movimiento, y, de lo que sin ellos fuera una masa inerte y fr�a, engendran seres en infinita variedad y belleza, as� es la libertad para los hombres. No es por una idea abstracta por lo que los hombres han luchado y sucumbido y en todas las �pocas se han levantado los defensores de la Libertad y sus m�rtires han sufrido.

Decimo que la Libertad es una cosa y la virtud, la riqueza, el saber, la invenci�n, el vigor nacional y la independencia patria son otras cosas. Pero, de todas �stas, la Libertad es la fuente, la madre, la condici�n necesaria. Es para la virtud como la luz para el color; para la riqueza como el sol para el trigo; para el saber como los ojos para la vista. Es el genio de la invenci�n, el m�sculo de la robustez del pa�s, el esp�ritu de la independencia nacional. Donde la Libertad se levanta, crece la virtud, aumenta la riqueza, cunde el saber, la invenci�n multiplica el poder del hombre, y la naci�n m�s libre sobresale en fuerza y valor entre sus vecinas como Sa�l entre sus hermanos, m�s alta y m�s bella. Donde la Libertad se hunde, se marchita la virtud, mengua la riqueza, se olvida el saber, cesa la invenci�n, y los imperios, un d�a poderosos en las armas y las artes, se convierten en indefensa presa de b�rbaros m�s libres.

Solamente en destellos truncados y con luz parcial, el sol de la Libertad ha brillado entre los hombres, y, no obstante, ha engendrado todo el progreso.

La Libertad vino a una raza de esclavos humillados bajo el l�tigo de los egipcios, y los sac� de la casa de la esclavitud. Ella los fortaleci� en el desierto, y de ellos hizo una raza de conquistadores. El libre aliento de la ley mosaica arrebat� a sus pensadores a las alturas desde donde contemplaron la unidad de Dios, e inspir� a sus poetas estrofas que a�n expresan la mayor exaltaci�n del pensamiento. La Libertad amaneci� en la costa fenicia, y las naves pasaron las Columnas de H�rcules para surcar el mar tenebroso. Derram� una luz parcial sobre Grecia, y el m�rmol se anim� en formas de ideal belleza, la palabra sirvi� de instrumento a las ideas m�s sutiles y, contra la exigua milicia de las ciudades libres, las incontables huestes del Gran Rey se estrellaron cual olas contra la roca. Verti� sus rayos sobre las parcelas de los peque�os hacendados de Italia, y de su energ�a naci� un poder que conquist� el mundo. Se reflej� en los escudos de los guerreros germ�nicos, y Augusto llor� sus legiones. Saliendo de la noche que sigui� a su eclipse, sus oblicuos rayos cayeron nuevamente sobre ciudades libres, y renaci� un saber olvidado, comenz� la moderna civilizaci�n y un nuevo mundo fue descubierto; y al crecer la Libertad, crecieron tambi�n el arte, la riqueza, el poder, la ciencia y el refinamiento.

�No confiaremos en ella?

En nuestra era, como en anteriores, se arrastran las insidiosas fuerzas que, produciendo desigualdad, destruyen la Libertad. El horizonte empieza a nublarse. De nuevo, la Libertad nos llama. Hemos de continuar sigui�ndola; hemos de confiar plenamente en ella. O la acogemos por completo o no permanecer�. No basta que los hombres voten; no basta que, en teor�a, sean iguales ante la ley. Han de tener libertad para aprovechar las oportunidades y medios de vida; han de estar en igualdad de condiciones respecto a los dones de la naturaleza. O esto o la Libertad retirar� su luz. O esto o vendr�n las tinieblas, y las mismas fuerzas desarrolladas por el progreso, se convertir�n en poderes de destrucci�n. Esta es la ley universal. Esta es la lecci�n de los siglos. Si sus cimientos no descansan sobre la justicia, la estructura social no puede sostenerse.

Nuestra instituci�n social primaria es una negaci�n de la justicia. Al permitir que un hombre posea la tierra sobre la cual y de la cual han de vivir otros hombres, hemos convertido a �stos en esclavos, en un grado que aumenta a medida que el progreso material avanza. Esta es la alquimia sutil que, por caminos invisibles, quita a las masas de todos los pa�ses civilizados el fruto de su penoso esfuerzo, que, en vez de la esclavitud abolida, instituye otra m�s dura y m�s desamparada, y que de la libertad pol�tica engendra el despotismo.

Esto es lo que convierte los beneficios del progreso material en maldici�n. Lo que amontona seres humanos en s�tanos malsanos e inmundas viviendas; llena c�rceles y burdeles; atormenta los hombres con la miseria y los consume con la codicia; roba la gracia y la belleza de la perfecta feminidad; y arrebata a los ni�os la alegr�a y la inocencia de la aurora de la vida.

Una civilizaci�n fundamentada as�, no puede subsistir. Las leyes eternas del universo lo proh�ben. Las ruinas de los imperios extintos confirman y el testimonio de las conciencias responde que no puede ser. Algo m�s grande que la benevolencia, m�s augusto que la caridad -- la Justicia misma -- nos exige que reparemos este agravio. La Justicia, que no ser� denegada, que no puede ser eludida; la Justicia que, con la balanza, lleva la espada. �Esquivaremos el golpe con liturgias y oraciones? Cuando los ni�os gimen hambrientos y las madres extenuadas lloran, �podremos, levantando Iglesias, desviar los decretos de la ley inmutable?

Aunque emplee el lenguaje de la plegaria, es blasfemia lo que atribuye a los inescrutables decretos de la Providencia el dolor y el embrutecimiento que vienen de la pobreza; dirigir las manos en s�plica al Padre de todos y hacerle responsable de la miseria y el crimen de nuestras grandes ciudades. Un hombre compasivo hubiera ordenado mejor el mundo; un hombre justo aplastar�a con el pie un hormiguero tan ulceroso. No es el Todopoderoso, sino nosotros, los que somos responsables del vicio y la miseria que emponzo�an nuestra civilizaci�n. El Creador nos colma con sus d�divas, que sobran para todos. Pero, como cerdos que se disputan la comida, las pisoteamos en el cieno, mientras nos desgarramos unos a otros.

Hoy, en los mismos centros de nuestra civilizaci�n, hay miseria y sufrimiento bastante para agobiar el coraz�n de quien no cierra los ojos y no tenga nervios de acero. �Osaremos volvernos al Creador pidi�ndole alivio? Supongamos que nuestra s�plica fuese escuchada y que brillara el sol con mayor potencia; que una nueva fuerza impregnase el aire; un nuevo vigor el suelo; que por una hoja de pasto que hoy crece, crecieran dos, y que la semilla que da cincuenta diera cien. �Disminuir�a la pobreza o se aliviar�a la necesidad? �No, evidentemente, no! Cualquier buen resultado que se obtuviese, s�lo ser�a pasajero. Los nuevos poderes del universo material s�lo podr�an ser utilizados por medio de la tierra. Mientras la tierra siguiese siendo propiedad particular, las clases que ahora monopolizan la generosidad del Creador, monopolizar�an todas sus nuevas d�divas. Las rentas subir�an, pero los salarios continuar�an al nivel de la simple subsistencia.

�Es posible que de este modo los dones del Creador puedan ser usurpados impunemente? �Es cosa leve que al trabajo se le usurpe su ganancia, mientras la codicia se revuelca en la riqueza, que los m�s hayan de pasar hambre, mientras los menos se atiborran? Acudid a la historia, y en cada p�gina se puede aprender que este agravio nunca queda impune; que N�mesis, que sigue. a la injusticia, nunca duerme ni vacila. Mirad hoy a vuestro alrededor. �Puede continuar esta situaci�n? �Podemos decir siquiera: �Despu�s de nosotros, el diluvio�? No. Los pilares del Estado se estremecen tambi�n ahora, y ardientes fuerzas sacuden los mismos cimientos de la sociedad que las comprime. La lucha que ha de vivificarnos o arrastrarnos a la ruina est� pr�xima, si no est� ya entablada.

El �fiat! creador ha proseguido. Con el vapor y la electricidad y los nuevos poderes nacidos del progreso, han venido al mundo nuevas fuerzas, que, o bien nos propulsar�n hacia una mayor altura, o bien nos aplastar�n, como han aplastado todas las naciones y civilizaciones precedentes. Entre las ideas democr�ticas y la organizaci�n aristocr�tica de la sociedad hay un conflicto irreconciliable. No podemos continuar permitiendo que los hombres voten y oblig�ndoles a vagabundear. No podemos seguir educando a los ni�os y ni�as en nuestras escuelas p�blicas y al mismo tiempo negarles el derecho a ganarse honradamente la vida. No podemos seguir charlando de los inalienables derechos del hombre, y al mismo tiempo negando el inalienable derecho a la generosidad del Creador.

Pero si, mientras a�n hay tiempo, nos volvemos a la Justicia, si confiamos en la Libertad y la seguimos, desaparecer�n los peligros que nos acosan, y las fuerzas que nos amenazan se convertir�n en agentes de encumbramiento. Pensad en los poderes hoy despilfarrados, los infinitos campos del sabor a�n inexplorados, las posibilidades que los grandes inventos de este siglo nos insin�an. Abolida la miseria; trocada la codicia en nobles pasiones; ocupando la fraternidad, nacida de la equidad, el sitio de la envidia y el temor que ahora alinean a unos hombres contra otros; liberado el poder mental en condiciones que den bienestar y ocio al m�s humilde, �qui�n puede medir la altura a que puede remontarse nuestra civilizaci�n? �Las palabras no alcanzan a expresarlo! Es la Edad de Oro cantada por la poes�a y revelada en las sublimes met�foras de los profetas. Es la gloriosa visi�n que siempre ha obsesionado al hombre con destellos de vacilante resplandor. Es la visi�n de aqu�l, cuyos ojos se cerraron en �xtasis en Patmos. �Es la culminaci�n del Cristianismo, la Ciudad de Dios sobre la tierra, con sus murallas de jaspe y sus puertas nacarinas! �Es el reinado del Pr�ncipe de la Paz!

CAPITULO 27

CONCLUSI�N

La verdad que he procurado esclarecer no ser� aceptada f�cilmente. Si pudiera serlo, hace tiempo que se habr�a admitido; si pudiera serlo, nunca se la habr�a ofuscado. Pero hallar� amigos que trabajar�n por ella; sufrir�n por ella; si es preciso morir�n por ella. Tal es el poder de la Verdad.

�Prevalecer� al fin? Al fin, s�. Pero, en nuestros tiempos o en tiempos en que se conserve alguna memoria de nosotros, �qui�n osar� afirmarlo?

Para el que, viendo la privaci�n y la miseria, la ignorancia y el embrutecimiento causados por instituciones sociales injustas, procura remediarlas en la medida de sus fuerzas, hay desenga�os y amarguras. As� ha sucedido desde tiempo antiguo. As� ocurre tambi�n ahora. Pero la idea m�s amarga, que a veces alcanza al mejor y al m�s valiente, es la de la ineficacia del esfuerzo, la inutilidad del sacrificio. �A cu�n pocos de los que siembran la semilla les es dado verla crecer y aun saber con certeza que crecer�!

No nos enga�emos. Una y otra vez se ha levantado en el mundo la bandera de la Verdad y la Justicia y una y otra vez ha sido pisoteada, a menudo revolcada en sangre. Si le basta a la Justicia levantar la cabeza para ahuyentar la injusticia, �por qu� han de o�rse tanto tiempo los lamentos de los oprimidos?

Sin embargo, para quienes ven la Verdad y quieren seguirla, para los que reconocen la Justicia y quieren defenderla, el �xito no es el �nico prop�sito. �El �xito! Con frecuencia la falsedad y la injusticia pueden darlo. La Verdad y la Justicia, �no han de tener algo para dar, algo que sea muy suyo por derecho propio, suyo en esencia y no por accidente?

Que lo tienen siempre, lo saben todos los que han sentido su exaltaci�n. Pero a veces se agolpan nubarrones. Es triste, muy triste, leer la vida de los que hicieron algo por sus semejantes. A S�crates le dieron la cicuta; a Graco lo mataron a palos y pedradas; y a Uno, el m�s grande y puro de todos, lo crucificaron.

En esta investigaci�n he seguido el curso de mi propio pensamiento. Cuando mentalmente la emprend�, no ten�a teor�a alguna que defender, ni conclusi�n alguna que probar. Solamente, cuando contempl� la repugnante miseria de una gran ciudad, espantado y afligido, no hubiera descansado, pensando cu�l era su causa y c�mo se pod�a remediar.

Pero, de esta investigaci�n he sacado algo que no pensaba encontrar, y una fe que hab�a muerto, revive.

El anhelo de una vida futura es natural y profundo. Crece con el desarrollo intelectual y quiz� nadie lo sienta m�s realmente que los que han empezado a ver cu�n grande es el universo y cu�n infinitas son las perspectivas que cada adelanto del saber nos presenta, perspectivas cuya exploraci�n nos requerir�a nada menos que una eternidad. Pero, en el ambiente intelectual de nuestros tiempos, a la gran mayor�a de hombres en quienes las sencillas creencias han perdido su base, les parece imposible considerar este anhelo, a no ser como una esperanza vana e infantil, nacida del egotismo humano y sin el menor fundamento o garant�a, y que, por el contrario, parece incompatible con los conocimientos positivos.

Cuando averiguamos el origen y hacemos el an�lisis de las ideas que de este modo destruyen la esperanza en una vida futura, pienso que hallaremos su ra�z, no en revelaci�n alguna de las ciencias f�sicas, sino en ciertas ense�anzas de la ciencia pol�tica y social que se han infiltrado profundamente en todas las direcciones del pensamiento. Tienen su ra�z en las doctrinas de que hay una tendencia a procrear m�s seres humanos de los que se pueden sustentar, de que el vicio y la miseria resultan de las leyes naturales y son el veh�culo del progreso humano y de que �ste se verifica por una lenta evoluci�n de la raza. Estas doctrinas, que, en general, se admiten como verdades probadas, hacen lo que (excepto cuando la interpretaci�n cient�fica se ti�e con ellas) el desarrollo de las ciencias f�sicas no hace: reducen al individuo a la insignificancia; destruyen la idea de que el orden del universo pueda tener miramiento alguno con su existencia o reconocer lo que llamamos cualidades morales.

Es dif�cil reconciliar la idea de la inmortalidad del alma con la idea de que la naturaleza derrocha hombres tray�ndolos constantemente a la vida donde no hay sitio para ellos. Es imposible reconciliar la idea de un Creador inteligente y ben�fico con la creencia de que la miseria y la degradaci�n que le toca en suerte a tan gran parte de la humanidad resulten de los decretos de Aqu�l. Y la idea de que el hombre en lo mental y lo f�sico es el resultado de lentas modificaciones perpetuadas por la herencia, sugiere irresistiblemente la idea de que el objeto de la existencia humana no es la vida del individuo, sino la vida de la raza. De este modo se ha desvanecido en muchos de nosotros y se est� desvaneciendo en muchos m�s aquella fe que, para las luchas de la vida, es el apoyo m�s fuerte y el m�s hondo consuelo.

En el transcurso de nuestra investigaci�n, hemos hallado estas doctrinas y vimos su falsedad. Hemos visto que la poblaci�n no tiende a sobrepasar las subsistencias. Hemos visto que el despilfarro de fuerzas humanas y la profusi�n del dolor humano no proceden de las leyes naturales, sino de la ignorancia y el ego�smo de quienes reh�san adaptarse a ellas. Hemos visto que el progreso no se efect�a cambiando el modo de ser del hombre, sino que, por el contrario, la naturaleza humana es, en general, siempre la misma.

As� se destruye la pesadilla que destierra del mundo actual la creencia en una vida futura. No es que se eliminen todas las dificultades, pues, por m�s vueltas que demos, venimos a parar a lo que no podemos comprender; pero se eliminan las dificultades que parec�an terminantes e insuperables. Y as� nace la esperanza.

Pero esto no es todo.

La Econom�a Pol�tica ha sido llamada la ciencia aciaga y, tal como se la suele ense�ar, es decepcionante y desalentadora. Pero esto ocurre, como ya hemos visto, solamente porque se la ha degradado y encadenado, se han descoyuntado sus verdades, ignorado sus armon�as, amordazado su palabra y transformado su protesta contra el mal en una defensa de la injusticia. Liberada, como he procurado liberarla, en su propia armon�a, la Econom�a Pol�tica irradia esperanza.

Porque, bien comprendidas, las leyes que gobiernan la producci�n y distribuci�n de la riqueza, demuestran que la privaci�n y la injusticia del presente estado social no son inevitables. Por el contrario, demuestran que es posible un estado social en el que se desconozca la pobreza y en el que todas las mejores cualidades y m�s altas facultades de la naturaleza humana hallen oportunidad para desarrollarse completamente.

Y adem�s, cuando vemos que el desarrollo social no es gobernado por una especial providencia ni por un destino cruel, sino por una ley que es a la vez inmutable y ben�fica; viendo que la voluntad humana es el gran factor y que, considerando a los hombres como conjunto, su situaci�n es la que ellos mismos se crean; viendo que la ley econ�mica y la ley moral son esencialmente una sola cosa, y que la verdad adquirida por el penoso esfuerzo de la inteligencia, no es sino la que el sentido moral alcanza por una r�pida intuici�n; entonces, un torrente de luz irrumpe en el problema de la vida individual. Los incontables millones de hombres como nosotros que por esta tierra pasaron y siguen pasando, con sus alegr�as y tristezas, sus esfuerzos y afanes, sus anhelos y temores, su fuerte percepci�n de cosas m�s profundas que los sentidos, sus sentimientos comunes en que se fundan los credos m�s divergentes, sus peque�as vidas, ya no parecen un derroche sin objeto.

El gran hecho que la ciencia muestra en todas sus ramas, es la universalidad de la ley. Dondequiera que la investigue, sea en la ca�da de una manzana, o en la revoluci�n de los soles binarios, el astr�nomo ve efectos de la misma ley, actuando en las dimensiones m�nimas en que podemos distinguir el espacio, de la misma manera que act�a en las insondables distancias de que su ciencia trata. De m�s all� del alcance de su telescopio llega un astro que luego desaparece. En tanto que puede seguirse su curso, no cumple la ley. �Dir� �l que esto es una excepci�n? Por el contrario, el dice que lo que ha visto es solamente una parte de su �rbita; que m�s all� del alcance de su telescopio, la ley subsiste. Efect�a sus c�lculos, y �stos, al cabo de siglos, se ven confirmados.

Si averiguamos las leyes que gobiernan la vida humana en la sociedad, vemos que en la colectividad m�s grande como en la m�s peque�a, son las mismas. Vemos ser manifestaciones de un mismo principio las que a primera vista parec�an divergencias y excepciones. Vemos que dondequiera que la indaguemos, la ley social, conduce hacia la ley moral y est� de acuerdo con ella; que, infaliblemente, en la vida de una colectividad, la justicia lleva su recompensa y la injusticia su castigo.

Las leyes que la Econom�a Pol�tica descubre, como los hechos y relaciones de �ndole f�sica, armonizan con lo que parece la ley del desarrollo mental, no un progreso inevitable e involuntario, sino un progreso cuya fuerza inicial es la voluntad humana. La inteligencia apenas se comienza a despertar antes que las facultades corporales declinen. S�lo llega a percibir confusamente el vasto campo que se le ofrece y s�lo empieza a conocer y emplear su fuerza, a descubrir relaciones y extender sus simpat�as, cuando, con la muerte del cuerpo, se va para siempre. A menos que haya algo m�s, parece haber aqu� una brecha, una falla. Tr�tese de un Humboldt o de un Herschel, de un Mois�s mirando desde Pisgah, de un Josu� al frente de sus huestes o de una de estas almas dulces y pacientes cuyas vidas transcurren radiantes entre estrechos horizontes, parece que, si la mente o el car�cter aqu� desarrollados no hubiesen de pasar m�s all�, habr�a en ello una inconsecuencia incompatible con lo que podemos ver de la eslabonada ilaci�n del universo.

Por una ley fundamental de nuestra mente, la ley en que, de hecho, la Econom�a Pol�tica se apoya en todas sus deducciones, no podemos concebir un medio sin un fin, un designio sin un objeto. A no ser que el hombre pueda ascender m�s o llevar a cabo alguna cosa superior, su existencia es incomprensible. Tan fuerte es esta necesidad metaf�sica, que quienes niegan al individuo alguna cosa superior a esta vida, se ven obligados a transferir a la raza la idea de la perfectibilidad. Pero, como ya hemos visto (y se podr�a completar mucho el argumento), no hay nada que indique un perfeccionamiento de la raza. El progreso humano no es un perfeccionamiento de la naturaleza humana. Los avances que constituyen la civilizaci�n no se logran en la constituci�n del hombre, sino en la constituci�n de la sociedad. Por esto no son fijos y permanentes, sino que pueden perderse en cualquier momento; es m�s, tienden a ello constantemente.

�Cu�l es, pues, el sentido de la vida, esta vida absoluta e inevitablemente limitada por la muerte? Para m�, s�lo se comprende como entrada y vest�bulo de otra vida. De la cadena de ideas que hemos ido siguiendo, parece surgir vagamente una vislumbre, un tenue fulgor de relaciones finales, cuya descripci�n s�lo puede intentarse por medio del s�mbolo y la alegor�a.

Mirad, hoy, en torno a vosotros.

�Aqu�, ahora, en nuestra sociedad civilizada, las viejas alegor�as tienen a�n significado, los antiguos mitos son a�n verdad! Todav�a la senda del deber conduce a menudo al Valle de la Sombra de la Muerte, Cristiano y Fiel van por las calles de la Feria de Vanidades, y golpes estrepitosos resuenan sobre la armadura de Gran Coraz�n. Ormudz lucha todav�a contra Arim�n, el Pr�ncipe de la Luz contra los Poderes de las Tinieblas. Al que quiera o�r, le llaman los clarines del combate.

�Y c�mo llaman y llaman, hasta que se enardece el coraz�n que los oye! �Almas fuertes y nobles intenciones, la humanidad os necesita! La belleza todav�a yace prisionera, y ruedas de hierro aplastan lo bueno, lo verdadero y lo bello que las vidas humanas podr�an producir.

Y los que luchan al lado de Ormudz, aunque entre s� no se conozcan, en alguna parte, alg�n d�a ser�n convocados.

Para citar este texto puede utilizar el siguiente formato: George, Henry (1880) Progreso y miseria. Texto completo en http://www.eumed.net/cursecon/textos/ Vea tambi�n Henry George (1839-1897) en "Grandes Economistas" www.eumed.net/cursecon/economistas/ Ramos Gorostiza , Jos� Luis: "Henry George y el Georgismo" en Contribuciones a la Econom�a, septiembre 2004. Texto completo en http://www.eumed.net/ce/ Texto completo, para imprimir, en formato DOC (150 p�ginas, 529 Kb) en formato PDF (150 p�ginas, 579 Kb)

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