El comienzo del futuro

April 18, 2016 | Author: Cristóbal Alvarado Herrera | Category: N/A
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El comienzo del futuro Queridos hijos: Hoy, de regreso de una reunión, pasé por lo que fue la casa de mi niñez en Guayaquil, en el barrio Orellana, que es ya pleno centro de la ciudad y donde pasé una infancia feliz, algo tan importante para nuestro crecimiento como personas. Muchos recuerdos vinieron a mi mente –y también a mi corazón- de aquellos tiempos tan felices para mí. Sé que esta noche, mientras escribo, otros irán llegando en el silencio de mi escritorio. Ustedes ya duermen, María de Lourdes también se retiró a descansar (no sin antes reconvenirme por quitar tiempo al descanso), pero a mí me han acometido muchas ganas de contarles de esa época de mi vida. Muchas experiencias de entonces han hecho al hombre que soy ahora y al compartirlos con ustedes, les muestro más de mi, y creo que también puedo ayudarles a conocerse más a ustedes mismos. También en ustedes hay huellas mías que quizá puedan rastrear en aquel pedazo de mi vida que quiero evocar.

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Todos los hermanos en nuestra familia fuimos naciendo en diferentes ciudades. Yo nací cuando mi padre trabajaba en el Banco de Fomento en Guayaquil. Por entonces compró la casa en el Barrio Orellana, lo que supongo fue un gran acontecimiento para la familia y una incuestionable mejora en nuestra situación. Era este un barrio de la clase media, con muchos profesionales, y de allí surgieron muchos ciudadanos que desarrollaron actividades destacadas en nuestro país. Era una casa de un complejo habitacional construido por la Caja del Seguro Social. La casa se ofrecía con una financiación a 30 años plazo y a una tasa de interés fija y con cuotas que luego fueron siendo erosionadas por la inflación. Por entonces el barrio Orellana no era lo que es hoy y mucho ha perdido de los encantos que tenía en mi niñez. Ahora proliferan los edificios de oficinas, los comercios, algunas dependencias públicas y bancos y poco queda de las antiguas edificaciones. Muy tardíamente este lugar ha sido considerado un barrio patrimonial, porque ahora son pocas las casas que conservan la elegancia de antaño, los techados de tejas, y ese aire que evocaba a castillos. Ya no tiene este lugar de la ciudad, lamentablemente, la pulcritud que gozaba en aquellos años ni se siente la seguridad que sentíamos entonces cuando jugábamos en sus calles y plazas. Esta tarde me detuve en la vereda de lo que fue nuestra casa y me pregunto cómo nos parecía tan grande, cómo hacíamos para jugar torneos de pelota de tela en un espacio tan reducido. Recordé como fabricaba con mis hermanos y algunos amigos del barrio los ‘años viejos’ con ropa usada y rellenos de aserrín; le poníamos una careta pintada, sin pólvora (porque no había dinero para ello) y me paraba en la esquina a pedir plata que luego destinábamos a algunos “lujos”, como las gaseosas o los dulces que no abundaban en nuestra familia por aquellos tiempos. Creo que éstas fueron mis primeras actividades “empresariales”.

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Luego me vino a la memoria el departamento de la calle 6 de Marzo y Víctor Manuel Rendón, donde vivimos luego de regresar de Quito. Al frente había un local muy grande de la Asociación de Artesanos, que los sábados hacia grandes bailes con orquesta, desplegando ante mí un espectáculo fascinante de movimiento, música y parejas que danzaban, que me mostraba un mundo que, a veces, solo veía cuando mi papá me llevada al cine. La mía fue una infancia feliz y esto es un privilegio invalorable que hoy reconozco y que hace que las infancias que tienen otros niños sean para mi un motivo de gran preocupación.

En compañía Nuestra casa del Barrio Orellana tenía tres dormitorios: en uno dormían mis padres; en otro mis cinco hermanas y en el último los seis hermanos. En el dormitorio de los hombres había dos literas, una cama y mi cuna. Esa convivencia de trece personas en una casa relativamente pequeña para una familia tan numerosa, hizo que en mi niñez y juventud siempre me sintiera acompañado, porque mis mayores amigos estaban en la casa y yo dormía con ellos todos los días. Teníamos todo lo necesario, pero nuestra vida era austera, muy sobria. Mi mamá nos cosía la ropa que usábamos. Todavía recuerdo el olor de la tela nueva, sus colores. Cierro los ojos y puedo sentir el filo y las puntas de las camisas recién cosidas; escucho el sonido de la máquina de coser Singer de mi mamá a la que daba impulso con una manivela y con el incansable pedal. Mis pijamas, mis camisas y pantalones eran confeccionados por ella, al igual que las ropas de mis hermanos. ¡Que alegría sentía el día del estreno de una camisa nueva! No recuerdo haber ido jamás a un almacén para que me compraran alguna prenda de vestir.

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La laboriosidad de mi mamá era permanente. No solo nos hacía nuestras ropas y atendía todas las tareas de la casa. También hacía confecciones para niñas y bebés que se vendían en almacenes de Guayaquil y en las tiendas que tenían en Quito las hijas de mi tía Obdulia, la hermana de mi papá, su abuelo Enrique, lo que era una ayuda en el presupuesto de la familia. Por entonces en Guayaquil tampoco existían las cadenas de supermercados actuales, ni la costumbre de comprar las cosas para toda la semana. Y si la hubiese habido, nosotros no teníamos para hacerlo, y los alimentos y los productos de uso diario se compraban cada día en la tienda de la esquina: el arroz por libras, el azúcar por un cuarto de libra o media -según como estuvieran las finanzas-, las galletas y los fideos al peso, el jabón de lavar. Las verduras las comparaba mi mamá en el mercado que quedaba cerca de la casa. Luego apareció una tienda importante, llamada El Rosado, que se convertiría con el paso de los años en una cadena de grandes almacenes, y mi papá nos encargaba a uno de nosotros que realizáramos las compras. Recuerdo cuando al fin tuve edad para encargarme de esta excitante tarea, porque era ya una costumbre que quien hacía estas compras tenía el derecho a quedarse con las monedas del vuelto. Luego, mi problema era en qué invertir ese “botín”.

La gran mesa El comedor de nuestra casa era la habitación más grande y cabíamos los trece casi cómodamente. Tenía una mesa amplia que era el centro gravitatorio de la familia. Allí almorzábamos y cenábamos, los mayores jugaban al ping-pong o las cartas; otros conversaban o hacían los deberes. En torno a esa mesa rezábamos el Rosario, dirigidos por mi papá o mi mamá, y muchas veces se sumaban los pretendientes o

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enamorados de mis hermanas. Tenían entonces, creo, una buena excusa estos jovenzuelos para tomarle la mano a alguna de mis hermanas. Recuerdo –y esto no se lo había contado a nadie- un episodio que, en mi mente de niño, me hizo empezar a comprender las dificultades económicas de mis padres, el sacrificio que, con el solo sueldo de mi papá, se mantuviera dignamente una familia tan numerosa. En nuestra casa solía haber en algunas noches reuniones de matrimonios del Movimiento Familiar Cristiano. A esas reuniones asistía como orientador el Padre Abundio Velasco -un misionero diocesano muy activo, de origen vasco-, y se reflexionaba sobre distintos aspectos de la vida familiar a la luz de los valores cristianos. Una noche, al retirarse el Padre Abundio me llamó desde el descanso de la escalera y me entregó un sobre. “Dáselo a tu papa”, me dijo en voz baja y sin más explicaciones. Mi sentido del respeto me inhibió de cualquier pregunta, pero pude sentir a través del papel que se trataba de dinero. Intuí que era una ayuda económica que el Padre Abundio nos estaba dando con generosidad y respeto, seguramente consciente de las dificultades de mi padre por mantenernos con dignidad, sin sentir la falta de nada verdaderamente necesario. Para nosotros esas dificultades económicas no eran tan notorias porque en nuestra casa había mucha dignidad y felicidad. Naturalmente, nos hacían falta algunas pequeñas cosas que nos ofrecía la sociedad de entonces, pero mi enorme respeto por mi papá hacía que ni me pasara por la cabeza hacerle reclamos. En aquella época, para mis hermanos y yo ir al cine o tomar un helado era un lujo muy especial y creo que, por eso, tanto lo apreciábamos y disfrutábamos. Un paseo podía ser tomar el colectivo en la esquina de la casa, ir hasta la estación más extrema y regresar y yo era muy feliz en estas salidas, muchas veces junto a mi padre.

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Ustedes deben valorar mucho que no debieron afrontar grandes limitaciones. Los primeros años de nuestra familia, especialmente en la infancia y primera adolescencia de Guillermo Enrique, Santiago y Juan Emilio, vivimos en un departamento pequeño, de un sueldo que su mamá sabía administrar con gran prudencia, y la prosperidad llegó luego, con mucho esfuerzo. Sé igualmente –y es una bendición para mi- que ustedes siempre han sido chicos sobrios, que piden mucho menos de lo que yo puedo darles, y también sé, porque muchas veces lo he comentado con ustedes, cual es la realidad de millones de niños y jóvenes en este Ecuador, que no cuentan ni con lo mínimo y casi nada pueden esperar del futuro que hoy se está labrando para ellos. No me he sentido frustrado por las limitaciones y sacrificios de mi niñez y adolescencia. En todo caso ha sido parte de la fuerza impulsora para buscar mi propio camino, para buscar un trabajo, tener un salario. Por eso llegué incluso a buscar un empleo a los 15 años. Creo que en todo esto también influyó la formación religiosa que recibimos en nuestro hogar, que nos enseñó a valorar lo bueno que recibíamos cada día y a no desear o envidiar aquellos bienes que no eran indispensables y a comprender que el progreso material es el fruto del esfuerzo. Miro atrás y creo que comprendo mejor quien soy y por qué ya a los diez años, de alguna manera, comencé a tomar las riendas de mi vida, a sentir mis responsabilidades: iba solo al colegio, estudiaba sin que nadie me dijera nada y actuaba con la mayor seriedad. Recuerdo que en aquella casa del barrio Orellana solo teníamos un baño para los hijos. Todos cuentan en mi familia que me levantaba el primero para poder arreglarme a gusto y con tiempo y, luego, listo para el desayuno, despertaba a mis hermanos que iniciaban la batalla por su turno.

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Mi Papá Fui, como saben, el último de once hermanos. Mi madre tuvo dos hijos más: uno murió antes de nacer y el otro poco después. Esto hizo que mi padre tuviera conmigo esa gran diferencia de edad – cuando yo nací él ya tenía 55 años- lo que me producía cierta ansiedad y, naturalmente, hacía más difícil nuestro diálogo. Lo amé tanto como un hijo puede amar a su padre, pero no podía dejar de notar la diferencia con los papás de mis compañeros. La nuestra era una relación muy afectiva y a la vez distante. El enorme respeto que me inspiraba me hacía más difícil contarle muchas cosas. Pero esta situación también alimentó mi inquietud por ser autónomo; quería trabajar, producir dinero para hacer sentir orgulloso a mi padre y mi madre. Sé que el mundo ha cambiado, pero muchas veces me pregunto qué rasgos conservo como padre de quien era mi papá. Sé que, como él, soy formal, a veces en exceso; que me gusta vivir ajustado a principios –él fue inclaudicable-; que cumplo siempre con mi palabra. Esas son sus huellas en mí y espero también haberlas dejado en ustedes. Muchos de los males que hoy nos aquejan en Ecuador nacen en la ausencia de principios, de escrúpulos, de responsabilidad; de un falso pragmatismo que solo esconde justificaciones para la banalidad y las acciones en conveniencia propia. Sé también que soy más democrático, que puedo escuchar vuestras inquietudes, que respeto sus deseos. Y es que también creo profundamente en la libertad de los hombres. Estoy dispuesto a hacer lo que ustedes quieren; no lo que yo quiero. He aprendido a ser más flexible. Aunque debata con ustedes, aunque me enoje o me sienta resentido, yo creo firme-

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mente que cada uno es arquitecto de su destino. Claro que desde la experiencia, desde un mayor conocimiento de la vida, siempre querré ahorrarles un dolor, un tropiezo, una desilusión. Sé que comprenden esto que les digo porque lo han vivido y sé también que me respetan y que yo los respeto profundamente.

Vacaciones Evoco esta noche otros grandes momentos de aquel tiempo para compartirlo con ustedes y que quede en la memoria de nuestra familia. Quito siempre me ha gustado, es una ciudad hermosa, llena de historia, a la que siempre quería ir de niño cuando llegaban las vacaciones, aunque por entonces no me resultaba nada fácil. Mi papá difícilmente podía darme para el pasaje y yo tenía que arreglármelas para conseguir el dinero. Por lo general iniciaba una campaña con mis hermanos mayores; les decía que eran mis vacaciones y que deseaba irme a Quito y todos me daban su aporte si podían. Finalmente, siempre conseguía para el preciado pasaje en Trasandina, la cooperativa de transporte interprovincial de la época. Algunas veces me ayudaba mi cuñado Danilo Carrera, esposo de la tía María Eugenia. Ya Danilo era un profesional, un joven exitoso, con grandes méritos en sus estudios universitarios, que se había hecho famoso por su juventud y capacidad. Tenía un amigo que se llamaba Enrique Salas Castillo, que era una especie de mentor para Danilo. Había sido decano de la Facultad de Economía en la Universidad de Guayaquil y llegó a ser ministro. Enrique Salas sentía terror por los aviones, así que siempre se iba a Quito en su auto, y así lo hizo toda la vida, aún cuando estaba al frente de la cartera de Economía.

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Un día invitó a Danilo para que lo acompañara y como él se había enterado de que mi hermana Rocío y yo queríamos irnos a pasar vacaciones donde la tía Obdulia, nuestro cuñado nos ofreció llevarnos en el auto de Enrique. Yo saltaba de alegría, por supuesto, porque ya tenía arreglado lo del transporte. Tenía entonces nueve años y recuerdo ese viaje con gran emoción, porque siempre he tenido pasión por los autos, por la tecnología que empleaban, porque eran un gran adelanto y, por entonces, una comodidad a la que pocos podían acceder. Siempre he disfrutado muchísimo viajar en auto, aún hoy, y por eso disfruto las giras de los Bancos del Barrio cuando voy por las carreteras de Ecuador. Al siguiente año quise regresar y tuve un instante de audacia: averigüé el teléfono de Enrique Salas, que era un hombre importante y reconocido, lo llamé y pedí por él: “Economista Salas, soy Guillermo Lasso, el cuñado de Danilo Carrera. Quiero pedirle un favor: si usted tiene planeado un viaje a Quito, ¿podría llevarme en su auto?’, le dije de un tirón y con total desparpajo. Enrique Salas, que era un hombre encantador, inteligente, generoso, con gran indulgencia se comprometió a llevarme en su siguiente viaje. Creo, mirando esto retrospectivamente, que él supo valorar mi audacia. Cuando tenemos claros los objetivos, una parte muy importante es definir una estrategia y la otra, tener la energía para ejecutarla. Con el paso del tiempo muchas veces debí enfrentarme, en la vida privada y en la pública, a este tipo de situaciones, y comprendí que cuando se presenta un obstáculo, uno debe analizar el problema y reducirlo a sus elementos substanciales, planificar los mejores caminos y actuar con decisión, firmeza y voluntad. Muchas veces nos enfrentamos a situaciones de crisis, a problemas que parecen insalvables y complejísimos y en realidad, se trata de detenerse a pensar, porque siempre encontraremos una

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solución y, normalmente, esta es más sencilla de lo que creemos al comienzo. Recuerdo aquel viaje a Quito de manera muy especial, no solo por los jalones de oreja que me llevé de mi mamá cuando se enteró de mi “osadía” con Enrique Salas, sino por el maravilloso paisaje que hay que atravesar en este recorrido. Veo los arrozales inmensos, las garzas que picotean el suelo anegado o pintan de blanco los árboles solitarios; las bananeras de verde intenso que, como un océano de esmeraldas, se pierden en el horizonte; el paso por Santo Domingo, la carretera que serpentea el límite de la selva exuberante, el camino por las montañas violáceas por la tova volcánica, las cascadas, el clima que comienza a enfriar. Y luego las casas de Quito, sus avenidas, sus comercios, y esa vibración política que caracteriza a la capital y que yo ya era capaz de sentir y apreciar. Cierro los ojos y puedo ver otra vez el cielo de esa ciudad, de azul profundo, y evoco el cantar dulce del habla de sus habitantes, los olores cargados de azúcar, los sonidos de sus calles. La tía Obdulia vivía en una casa hermosa y moderna, que para mí era una especie de castillo mágico. Ella y su esposo Julio tenían un hijo: José Ayala Lasso, que fue Canciller, y dentro de su trayectoria diplomática se destacó por haber negociado los acuerdos de paz con el Perú, en 1998. Sus hijas –tuvo cuatro- eran mayores que yo y mucho me engreían cuando visitaba Quito, lo que era un motivo más que engalanaba mis vacaciones. Allí yo podía vivir todas las aventuras que Quito me ofrecía: podía ver televisión (empecé a interesarme por los programas políticos), visitar el supermercado, que entonces era una novedad deslumbrante para un niño; ir a la tienda de mis primas, las hijas de mi tía, y aprender cómo funcionaba un negocio, como llegaba la mercadería, como se cerraba la caja. En aquella época –sin las carreteras y los automóviles de hoy,

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en la que los aeropuertos abrían de 8 de la mañana a 5 de la tarde, no existía Internet, y todo estaba más lejos de lo que hoy lo sentimos- era todo un acontecimiento cultural para un costeño conocer gente de la Sierra, recorrer la capital, hacer nuevos amigos. Claro que yo aún sentía mucha nostalgia por mi familia y esperaba ansioso la llegada del cartero con noticias y, en especial, con las cartas de mi padre, cuyas palabras mitigaban mi añoranza. A veces -¡gran felicidad!- mi papá me mandaba en el sobre un billete de 20 sucres, lo que me permitía uno de los mejores momentos de las vacaciones: ir a una fuente de soda en la calle Amazonas para comerme un sándwich de queso con papitas y gaseosa. No cambio ese momento por asistir al más fastuoso de los restaurantes y bien sé, a esta altura, que la felicidad se encuentra en las cosas más simples y en los momentos de la cotidianeidad en que uno vive los afectos que expresa y recibe de sus seres queridos.

El punto de apoyo Cuando tenía 14 o 15 años, mi papá debió afrontar una jubilación que no deseaba y los recursos de nuestra familia se vieron muy afectados. Mis padres decidieron que todos los hijos que aún estábamos en edad de estudio debíamos cambiar del colegio San José La Salle, que era bastante costoso, al Vicente Rocafuerte que era del Estado. Finalmente quedé solamente yo en el San José La Salle gracias a que mi hermana María Mercedes, que trabajaba como secretaria en el Banco de Guayaquil, me pagó el colegio durante un año. Al año siguiente mi determinación estaba tomada: trabajaría para pagarme el colegio. Mi cuñado Danilo, que tiene 16 años más que yo, y que fue (y es) muy importante en mi vida, fue mi punto de apoyo. Él ya era

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un profesional reconocido y exitoso y acababa por entonces de fundar la Bolsa de Valores de Guayaquil. Con la misma decisión que llamé aquel día a Enrique Salas para que me llevara a Quito, fui a verlo y le pedí un empleo, por modesto que fuera. Fue así que comenzó mi carrera, en un trabajo de medio tiempo, anotando con tiza en una pizarra las cotizaciones de las acciones. Creo que Danilo vio en mí la determinación adecuada, conocía mi sentido de la responsabilidad y no lo defraudé. Hasta hoy es mi socio y sobretodo un gran amigo. Él me abrió la primera puerta, fue mi primer punto de apoyo. Todos necesitamos un punto de apoyo; que alguien crea en nosotros; que, como a la estrella de mar que agoniza bajo el sol en la arena, alguien nos tome en sus manos y nos ayude. Y para que esto ocurra, quien nos tiende la mano debe ver en nosotros la fuerza y la valentía para dar ese paso y seguir caminando. Sin mucho orden, hijos, he hilvanado hoy estos recuerdos y reflexiono que, para mi orgullo y para mi paz, he podido junto a su mamá, darles a ustedes una buena infancia, lo que es el cimiento sobre el que los hombres y las mujeres pueden construir vidas felices y productivas. Buenas noches, mis queridos hijos.

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El maletín de mi papá Mis queridos hijos: Hoy quiero contarles más de mi papá, un abuelo al que no conocieron. Una persona que me inculcó grandes valores. Que me dio seguridad durante mi infancia y me enseñó el valor del afecto en el desarrollo de las personas. En diciembre del año pasado la tía Rocío me regaló un viejo maletín que le pertenecía. Esto desencadenó en mí muchos recuerdos que quiero compartir con ustedes porque su figura, lo que él representó en mi vida, explica mucho de la persona que hoy soy. En ese maletín encontré una foto de su abuela Nora, mi mamá. Es una foto de 1958 –yo tenía entonces apenas tres años y ella 42en la que estamos en la calle, junto a nuestra casa de entonces en el barrio Orellana. Además, había una foto de pasaporte de su abuela. Fue una alegría porque yo no tenía hasta entonces una foto de ella sola. También encontré dos libretas de ahorro con algunos sucres de su abuelo. Y una gran coincidencia: estas libretas son del Banco de Guayaquil al que hoy dedico la mayor parte de mis energías.

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En este viejo maletín había también un pequeño libro de oraciones con sus páginas desgastadas por el uso y una libreta de afiliación a la Caja del Seguro Social que documenta toda la vida laboral de su abuelo, que fue incansable, y que seguramente también influyó en muchas decisiones laborales que tomé años después. Allí está su trayectoria en trabajos bancarios, del Banco Provincial de Manabí, del Banco de Fomento, del Banco Provincial de Guayas y de otros trabajos que emprendió con gran sentido de sacrificio y de responsabilidad por ser el sostén de una familia de 11 hijos. En el maletín también estaba la tarjeta que lo acredita como “Contador Público Autorizado” con una vieja foto suya que evidencia que tú, Juan Emilio, tienes con él un gran parecido. Este maletín me llevó al pasado, incluso a aquel en que yo no había nacido todavía y que conozco por relatos familiares. Puedo así evocar y comprender mejor, desde la perspectiva de mi edad actual, la gravitación que mi papá ha tenido en mi vida, lo decisivo que han sido para mí los valores que me enseñó, la seguridad que dio a mi infancia y la gran importancia del afecto en el desarrollo de las personas. Espero, como su padre, haber sabido transmitirles ese cariño, ese respeto, esos valores, y que ustedes, a su vez, sepan hacer lo mismo con sus hijos. Muchos problemas que tiene hoy el Ecuador derivan del debilitamiento de las familias, de su disgregación, de la ausencia de los padres en la vida de sus hijos como sostén, guía y ejemplo. La falta de valores, la superficialidad, el consumismo, la desorientación, y asuntos más graves como la droga o la delincuencia, pueden prevenirse con una familia unida y con padres que dejen su impronta de afecto y cuidado en sus hijos. Hay aún un largo camino que recorrer en nuestro país para fortalecer la familia y los valores de una buena educación que genere a ecuatorianos que sean personas de bien, de compromiso, de

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esfuerzo y empeño, porque, las sociedades son, a la postre, lo que va construyendo cada persona desde su hogar y junto a sus hijos.

Su vida Su abuelo –Enrique Lasso Alvarado- nació, como ustedes saben, en Quito el 28 de marzo de 1900. Quedó huérfano de padre y madre a temprana edad, no más de diez o doce años. Su abuelo Enrique quedó al cuidado de sus hermanos mayores, en especial del tío Luisito, que era sacerdote. Me doy cuenta que no tengo muchos detalles sobre la familia de mis padres. Recuerdo claramente a la tía Obdulia, muy querida por mi padre, y también por mí. Recuerdo también a la tía Ernestina; escuché mencionar muchas veces al tío Luisito, aunque no lo conocí, y otra hermana, María Antonieta, que era monja. Mi primo José Ayala Lasso me relató una vez lo que había llegado a conocer de la familia de mi padre. Su padre era Antonio Humberto Lasso de la Vega y su madre María Luisa Alvarado Checa. Ellos murieron a fines de la primera o segunda década del siglo XX. Una epidemia de “males pulmonares” que hubo por entonces llevó a la tumba a mi abuela María Luisa y, según mi mamá, Antonio murió de amor dos o tres meses más tarde. La familia de mi papá no tenía grandes recursos y él, desde muy joven, mostró un temperamento firme y luchador que lo inclinaba a labrar su independencia. Creo que este es un rasgo de carácter que he heredado de él. Con apenas 24 o 25 años, mi papá tomó una gran decisión: irse de Quito a Manabí. Entonces era casi como decidir emigrar a otro país. Repaso mi propia vida y me identifico con estos pasos audaces en la juventud de mi papá, porque de ellos depende muchas

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veces el progreso personal. Podemos equivocarnos y siempre habrá tiempo para rectificar, pero muchas veces en la vida es necesario arriesgar, tener pujanza y voluntad de lucha. Cuando mi papá se fue a Manabí ya era contador público y comenzó a trabajar en el Banco de Fomento, por entonces una institución pública. A veces me pregunto cuánto influyó en mí el trabajo de mi papá, porque lo cierto es que siempre me incliné por las actividades relativas a las finanzas y el emprendimiento, que son la “sangre” que hace funcionar la economía y genera valor y progreso a las personas. Pese a sus estudios iniciales, mi papá no llegó a la universidad y fue toda su vida un gran autodidacta, algo que, también, de alguna manera, heredé yo, que opté muy joven por trabajar y avanzar, y dejé los estudios académicos, lo que no supone que haya abandonado mis deseos de saber y de estudiar. Ya entonces -y también a lo largo de su vida-, mi papá fue un gran lector y un apasionado de la música clásica, especialmente de Beethoven, porque siempre fue una persona romántica y sensible. Su abuelo disfrutaba de esos momentos de tranquilidad y música; de meditar, beber una copa de vino, pero también de compartir sus sentimientos y reflexiones con nosotros. Nos abría los caminos de la sensibilidad y también del razonamiento. Con mis hermanos nos peleábamos por atenderlo, mientras nos contaba algún suceso del día, y disputábamos su atención para contarle nuestras cosas. Disfrutaba mucho esa “competencia” de sus hijos por demostrarle afecto y sabía compensarnos con caricias y palabras cariñosas que nos llenaban de felicidad. Mi papá era –pienso hoy- un hombre nostálgico, quizá por haber perdido a sus padres tan prematuramente, y porque debió enfrentar la vida muy joven, en base a sus propias fuerzas. Su trayectoria laboral muestra a una persona comprometida con su tarea. Tengo muchas cartas de amigos suyos agradeciéndo-

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le por gestiones en el banco en las que destacan su honorabilidad y su vocación de servicio. Esta ha sido para mí una de sus tantas lecciones y algo que quiero compartir con ustedes: el compromiso con nuestro trabajo, la voluntad de servir a los demás con nuestro máximo esfuerzo, es parte del “secreto” del éxito laboral. Y su gran honradez. Allí donde nos toque, tenemos responsabilidades y cada cosa que hacemos tiene influencia en otras personas y ésta puede ser positiva o negativa. Esto nos obliga a reflexionar y decidir con prudencia, y nos obliga a esforzarnos por dar lo mejor y mantener una ética inquebrantable. A la corta o a la larga esto nos será devuelto y tendremos nuevas responsabilidades desde las que recomenzar para dar, otra vez, lo mejor de nosotros.

Riquezas Les he relatado que a mi familia nunca le faltó lo esencial, fue rica en afectos, pero vivió siempre de manera muy austera. Mi papá fue un empleado que vivió de su sueldo y debió mantener a una amplia familia. Siempre debió extremarse en las finanzas, especialmente en instancias que significaban gastos extraordinarios, como los matrimonios de mis hermanas o hermanos. Nunca lo escuché quejarse por asuntos económicos, aunque vivíamos con limitaciones, y ciertos gustos extraordinarios era ocasionales y muy valorados por todos nosotros. Los tiempos en que nuestra familia se desarrolló no son los actuales y en nuestra casa siempre se cultivaron los valores cristianos. Por entonces no había televisión y la vida familiar giraba en torno a las conversaciones, la música compartida, la lectura de libros. Las familias ecuatorianas solían tener más hijos, en especial las que profesaban la fe católica, como en nuestro caso. Quizá, por

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haber sido yo el onceavo hijo, es que siempre estaré en defensa de la vida desde la concepción hasta la muerte. De otro modo quizá no hubiera nacido. Creo firmemente que cada vida merece ser defendida y nadie tiene derecho sobre la vida de otro ser humano porque toda vida está llena de derechos y potencialidades que no podemos prever y que pueden dejar hondas huellas en la familia, en su entorno y la sociedad en la que se desarrolle.

Momentos con mi papá Cada día esperaba con ansiedad su regreso del trabajo -especialmente si tenía libretas con buenas calificaciones que mostrarle-, corría a abrazarlo y esperaba con ilusión sus frases cariñosas y de aliento. Es muy importante que los padres sepamos estar atentos a estos momentos, porque el estímulo a nuestros hijos es esencial en su desarrollo. Yo espero haber sabido estar atento con ustedes y que hayan sentido mi cariño y apoyo en todo momento y si alguna vez estuve ausente, absorbido por el trabajo, les pido perdón. Recuerdo los momentos en que lo sentía todo mío: las mañanas de domingo en que se quedaba hasta más tarde en la cama leyendo los periódicos y aceptaba que yo me refugiara a su lado para compartir ese momento, seguro en sus brazos. ¡Qué importantes son estos pequeños momentos familiares en el desarrollo de nuestro carácter! Espero que ustedes, en el futuro, tengan recuerdos como éste y espero también que valoren la importancia que esto tendrá en el desarrollo de sus propios hijos. Mi memoria registra con colores vívidos cuando mi papá me llevaba al Cine Presidente o al 9 de Octubre, en aquellas inolvidables funciones dobles que lamentablemente han caído en desuso.

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Algunos sábados iba a esperarlo a su oficina de Seguros La Unión que quedaba en el Malecón. Me quedaba quitecito en la sala de espera, viéndolo concentrado en el trabajo a través de la vidriera, expectante a su llamado. Me abría la puerta de su oficina y entraba yo en esa parte de su mundo de hombre adulto, escudriñaba su escritorio, le hacía preguntas propias de un niño, que él sabía responder con paciencia. Es en estos actos cotidianos como se transmiten los valores de los seres humanos de bien, en la que hombres y mujeres vamos aprendiendo a ser mejores personas. Son esos ámbitos destinados al trabajo lo que nos dan las primeras nociones de la vida laboral. Creo que por eso mismo yo les he estimulado desde pequeños la participación en mi trabajo, porque es una parte importante de mi vida y una forma más de transmitirles a ustedes mis valores, que conozcan de primera mano mi forma de actuar y los principios que me guían. Cuando con su abuelo nos íbamos de la mano de la oficina muchas veces era difícil la conversación entre aquel niñito que era yo y un hombre hecho y derecho, pero a pesar de ello muchas fueron las enseñanzas que puede obtener y hoy rescato profundamente los valores que él me inculcó

Edades Mi relación con mi papá tuvo mucho de la tradicional relación entre un padre y un hijo, pero la gran diferencia de edades hizo también que tuviera para mi algo de mi abuelo, a quien no conocí. La diferencia de edad que tenía con mi padre no facilitaba nuestra comunicación y muchas veces callé sobre temas que me preocupaban porque temía importunarlo con cuestiones de niño. Hoy me pregunto si debí ser tan recatado, porque sé de la importancia del diálogo entre padres e hijos.

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No obstante, recuerdo como si hubiera ocurrido ayer, su mano segura cuando me llevaba al colegio al comenzar las clases, y su contextura, que me parecía la de un gigante, lo que reforzaba mi sensación de estar protegido. Recuerdo esas ocasiones extraordinarias en las que me compraba una caja de chicles de colores y me cantaba estrofas de una popular canción: “… de colores, de colores se visten los campos en primavera, de colores, de colores son los pajaritos que vienen de afuera, de colores, de colores es el arco iris que vemos lucir. Y por eso los grandes amores de muchos colores me gustan a mí. Y por eso los grandes amores de muchos colores me gustan a mí”. Es tan importante para las personas tener colores en su infancia y que estos sigan brillando a lo largo de su vida. Ecuador es un país lleno de colores. Pienso que hoy la relación entre padres e hijos se ha tornado más cercana, pero por entonces, era más solemne, yo lo trataba de usted –aunque lo llamaba “papito”- y nunca se me hubiera ocurrido contradecirlo. A mi mamá, su abuela Nora, también la trataba de usted, pero contaba con su indulgencia de madre y con su mayor cercanía afectiva. Hoy, con ustedes hijos, tenemos un trato más llano y próximo, nos tuteamos, estamos al tanto de las minucias de nuestras vidas, y nuestro afecto fluye más espontáneamente, sin rituales. Las relaciones entre padres e hijos han cambiado, muchas veces para bien; otras, quizá no tanto. A veces es bueno mirar hacia aquel pasado para rescatar lo positivo de las relaciones basadas en el respeto y la autoridad y saber hoy conjugarlas con las expresiones de cariño sin cortapisas y la comunicación directa y franca que sustentan una sana vida familiar.

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Su retiro Mi papá se vio obligado a jubilarse a comienzos de los años 70’ a consecuencia de la dictadura militar del general Guillermo Rodríguez Lara que enfrentó a los hermanos Icaza, a la sazón de gran relevancia en el mundo bancario de Ecuador y propietarios del Banco La Previsora y del Banco de Descuento. Aquel gobierno emitió un decreto de carácter general que obligó a jubilarse a los mayores de 70 años, lo que alcanzó a mi padre y lo llevó a un retiro que no deseaba cuando aún estaba en plena lucidez y era físicamente sano. Fue un duro golpe para él, no solo por la necesidad de un sueldo, sino porque era un hombre muy activo para quien el ocio era algo impensable. Creo que se sintió viejo por primera vez y este recuerdo me llena de reflexiones sobre la vejez y sobre lo impactante que puede ser muchas veces el retiro para una persona que se siente en plenitud y quiere seguir aportando a su familia y a la sociedad.

Su muerte Como ustedes saben, hijos, su abuelo murió del corazón en Estados Unidos en 1979. Yo tenía 23 años entonces y ya trabajaba en la compañía financiera Fecrédito. Corría un caluroso julio y yo estaba en Nueva York asistiendo a un seminario de gran importancia para mí, que me estaba iniciando en este mundo bancario. Mis padres llegaron a Miami porque mi papá tenía ya problemas al corazón y todos sus hijos habíamos contribuido con recursos para que se hiciera un chequeo médico de fondo en esa ciudad. Como nunca había estado con ellos en el exterior, los invité a Nueva York y, lleno de emoción y expectativa, fui a buscarlos al aeropuerto de La Guardia.

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Nos dirigimos a la casa de Rosita, su prima, hija de la tía Rebeca, que vivía entonces en New Jersey y se había ofrecido para alojar a mis padres. A poco de llegar mi papá se excusó y fue a su habitación. Allí cayó fulminado por un infarto. En aquellos minutos interminables, angustiantes en que esperábamos ayuda médica, él encontró fuerzas para abrazarme y darme la bendición. La ambulancia lo llevó al hospital y ya no volvería a verlo con vida. Quedé atontado varios minutos y salí hacia el hospital donde recibí la terrible noticia que ya esperaba. El mundo se me vino abajo. Nunca estamos preparados para estos momentos, aunque sabemos que nos puede tocar enfrentarlos. Luego del entierro en Guayaquil regresé a mis obligaciones en el seminario. Seguí con mi vida, disimulando que se me había roto el corazón y mi indescriptible dolor. Hoy guardo aquel maletín que me dio su tía Rocío como un gran tesoro, aunque lo mejor que me queda de su abuelo Enrique, mi padre, son los recuerdos y enseñanzas que me dejó. Los valores que hace de uno un mejor ser humano, la seguridad para emprender nuestros sueños y el compromiso con las personas que nos rodean. Felizmente, él llegó a verme encaminado en la vida. Me hubiese gustado que viera que he seguido progresando y que los viera a ustedes, a nuestra familia. Sé que se sentiría muy orgulloso. Que descansen, hijos.

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Mi Mamá Hijos míos: Esta noche, en el silencio de la casa, inicio este encuentro íntimo con ustedes y quiero contarles de mi madre, que fue para mí un ejemplo de cariño y sostén -como yo quisiera que fueran todas las madres- y que me enseñó el valor de la austeridad y la felicidad en los pequeños hechos cotidianos. Ustedes no tuvieron la fortuna de conocer a su abuela Nora. Ella murió poco después de que su mamá y yo nos casamos y ahora miro desde mi escritorio el retrato que conservo de ella, en la vereda, frente a nuestra casa en Guayaquil. Apenas me reconozco en ese pequeño niño rubio de tres o cuatro años, cobijado entre los brazos de mi mamá, sonriente y feliz, y los recuerdos de esa infancia llenan mi corazón. Mi madre, como mi papá, también dejó hondas huellas en mí. Fue una mujer muy sobria, extremadamente laboriosa y me enseñó la importancia de la familia, me inculcó su profunda fe cristiana, y me mostró cómo siempre es posible encontrar la felicidad en las pequeñas alegrías que la vida nos da cada día. Yo llegué a

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su vida algo tarde, pero le quedaron energías para darme el amor que yo necesitaba. Su abuela Nora nació en Portoviejo, Manabí y cuando conoció a su abuelo era muy joven; tenía 16 años menos que él. Sus abuelos se casaron en Portoviejo el 15 de enero de 1938. Se habían conocido dos o tres años antes. Mi padre tenía 38 años, y mi mamá tenía 22. Ella nació en 1916, el 14 de febrero. Cuando yo nací, ya tenía 39 años. Su bisabuela, mi abuela, a quien tuve la suerte de conocer, se llamaba Magdalena Poggio y era apenas dos años mayor que mi padre. Por otra parte, su bisabuelo, se llamaba Rafael Mendoza Pinoargote, murió siendo joven todavía. Era Jefe del Cuerpo de Bomberos de Portoviejo, que en aquel entonces era un cargo tan importante que todavía hay una escuela que lleva su nombre. De esta unión nacieron mi mamá y mi tío Guillermo. Creo que en homenaje a él me pusieron Guillermo a mí, pues no hay otro en la familia hasta que tú llegaste, Guillermo Enrique. Su abuela Nora era una manabita que cocinaba muy bien, sabía coser y bordar con gran habilidad, y este fue un conocimiento útil en la vida de la familia, ya que ella, no solo confeccionaba nuestra ropa, sino que también ayudaba al presupuesto, haciendo prendas que se vendían en diferentes comercios. Mi madre, naturalmente cocinaba a diario para todos nosotros, y a veces, vivíamos un acontecimiento, cuando preparaba el pastel de dos harinas, los panes de yuca; la fanesca, cuya receta recibió de mi tía Obdulia, la querida hermana de mi padre. Aquella fanesca serrana se hacía con los granos pelados uno a uno y, además, con buen bacalao. Su preparación era un evento de varios días en el que todos contribuíamos. Recibíamos los granos serranos que nos enviaba la tía Obdulia, y luego los clasificábamos. A mí me encantaba sacarle la cáscara a los chochos. Era parte de la fiesta familiar que en Semana Santa nos reunía a todos. Los hermanos que ya estaban casados iban con sus esposos, esposas

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y suegros, y aquellos almuerzos se extendían hasta las diez de la noche. Mi mamá era una de esas señoras, dedicada al hogar y al cuidado de los hijos casi de manera exclusiva. Como esposa y madre, sobre todo en la época en que le tocó vivir, seguía a mi padre a cualquier ciudad donde él fuera a trabajar, buscando algo mejor para sus hijos. Así se trasladaron de Portoviejo, a Manta, Babahoyo, Guayaquil, Quito y finalmente regresaron a Guayaquil. Siempre estaba en la casa, cuando salíamos y cuando regresábamos, sentada en la máquina de coser o bordando con un dedal. Nunca se quejó de la situación económica, no pedía nada ni se preocupaba por el lujo, pues no estaba acostumbrada a ninguna exigencia. El lujo para ella era el pastel de dos harinas o un bonito vestido cosido por ella para mis hermanas, con telas que compraba en el Bazar Suizo. La preocupación más grande de mis hermanos y mía era que mi mamá se pinchara con una aguja. Ella era diabética y los diabéticos tienen problemas con la cicatrización. Mi papá controlaba con abnegación el estado de salud de mi mamá; le medía el azúcar con los métodos rudimentarios de la época, con unas tiras de papel que se iban arrancando para hacer la prueba del cambio de color. Mi papá realizaba esta medición a medio día, sin falta, y él mismo le ponía las inyecciones de insulina. Realizaba toda la operación como un ritual, desde la esterilización de los instrumentos hasta la inyección final y lo hacía en presencia de todos. Era un acto de ternura infinita, en la que él asumía con total seriedad ese papel protector, esta muestra de amor y mi mamá se dejaba cuidar. Vivíamos a dos cuadras de la iglesia de San Agustín, y una vez al mes salíamos a las cinco de la mañana para rezar el Rosario de la Aurora. Era un espectáculo ver el amanecer mientras caminábamos alrededor del Parque de San Agustín, rezando junto a otras familias.

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Mi mamá era una mujer muy emotiva y preocupada de lo que nos sucedía a nosotros. Si alguno sacaba una mala nota o se quedaba suspenso en alguna materia sufría y sentía que ella había tenido alguna falla. También tenía su carácter y cuando tenía que corregirnos lo hacía con firmeza. También era muy estricta en cuanto a la relación de mis hermanas con sus amigos y enamorados. Ponía horarios de visita y jamás permitió que salieran sin compañía, lo que para mí era una dicha, pues recibía invitaciones al cine, al fútbol, a pasear en los autos de mis cuñados y, cuando se querían hacer los simpáticos con la novia, algunos me hacían regalos. Para gastarles bromas a mis hermanas, los más chicos espiábamos las visitas y cuando veíamos que un enamorado se acercaba demasiado, simulábamos los pasos de mi mamá para reírnos luego con el susto de la inocente pareja. Su abuela Nora también se preocupaba mucho de las relaciones sociales de sus hijos, de quiénes eran los amigos, qué películas veían, cómo se vestían. Ella misma se vestía como una señora de la época pero con mucha sencillez, a pesar de que cuando los invitaban a un matrimonio o a un evento social se vestía con gran elegancia, con mucha dignidad y buen gusto. A mi papá le encantaba ponerse smoking y ver a mi mamá vestida de fiesta, como a mi me encanta ver a su bella madre cuando se engalana para alguna ocasión especial. Toda mi infancia y adolescencia pude observar y sentir orgullo, por el respeto especial que había por mi papá y mi mamá, por nuestra familia en general, que representaba una especie de símbolo, tener once hijos y todos unidos y felices. Espero que ustedes también se sientan orgullosos por la familia que tenemos. En aquel tiempo no había abundancia económica, pero sí de cariño y valores y esto es algo que no depende del dinero. Como toda madre, ella era más flexible y condescendiente con nosotros, aunque compartía la firmeza de mi papá en nuestra edu-

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cación y ambos tenían valores e ideas muy claras sobre el tema. Encuentro también muchos de sus rasgos en su mamá, aunque ambas pertenecen a tiempos diferentes. Cuando me casé ya era un joven emergente y prometedor, pero no tenía aún recursos económicos. Quizá, comparado con otros jóvenes de mi generación ya había logrado muchas cosas, como un departamento propio, un automóvil, trabajaba intensamente, e incluso había emprendido una empresa constructora con mi hermano Enrique. A su abuela Nora la afectó mucho la muerte de mi padre y después la soledad. Murió poco tiempo después. Luego de mi matrimonio y luna de miel, mi mamá insistió en que nos quedáramos con ella en la casa, cediéndonos incluso su dormitorio. Pero nuestros planes eran de irnos a vivir a nuestro departamento, que ya estaba listo, y sé que ella se quedó triste. No había día que yo o mis hermanos no nos preocupáramos por ella y estuviéramos atentos a sus deseos y necesidades. Mucho he pensado en la fortuna de haber podido acompañar a mi mamá hasta su muerte, aunque este sea uno de mis recuerdos más dolorosos porque también me tocó, como con mi padre, estar a su lado en ese trance. Mi mamá tuvo conmigo un afecto grandísimo, y fue para mí un ejemplo de vida. Con ella aprendí lo tremendamente importante que es la familia, como base de la sociedad y de la misma forma, fue ella quien me inculcó la profunda fe cristiana que hoy tengo. Ella me enseñó a ver la vida de una manera positiva y sentir la felicidad y alegría en lo compartido en el afecto, en lo sencillo, en la bendición de tener lo necesario sin desear lo vano. Les cuento todo esto porque quiero que su recuerdo también siga vivo en ustedes. Los abraza, su papá.

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Por siempre mi amor Hijos queridos: Lo mejor que me ha pasado en la vida fue conocer a su madre. Quiero compartir con ustedes mis recuerdos más íntimos y hablarles del amor. Es en ese sano amor, completo, excluyente, que nosotros, simples mortales, podemos realizarnos y continuarnos en este mundo y afrontar sus desafíos. Bien sé que es una dicha que a no todos llega, que a veces es fugaz. Pero para poder vivirla, es necesario que estemos con nuestro corazón abierto, dispuesto a la generosidad de dar. Algunos de ustedes -como tú, Guillermo Enrique-, han encontrado el amor y estas construyendo ya una nueva familia. Tu esposa Diana espera a mi anhelado primer nieto. Los demás también irán encontrando su lugar en el corazón de otra persona y abrirán el vuestro para compartir la vida. Es lo mejor que puedo desearles. Yo era un chico tímido, educado en un colegio que era solo para hombres, y en aquellos tiempos el tema de las mujeres era una especie de tabú.

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Me consideraba muy feo, flaco, y sin atractivos. Empecé a construir mi vida de muy joven y eso mejoró mi autoestima. Llegar a vivir solo, de mi trabajo, en un modesto departamento de Quito, me hizo sentir mucho mejor. Cuando conocí a María de Lourdes yo no había tenido aún una enamorada. Sentí atracción hacia ella desde el primer instante en que la conocí, y eso fue muy importante para un joven entonces inexperto y lleno de inseguridades. Ella era muy sencilla, dulce. Tenía una familia con características parecidas a las de mi familia; gente muy católica y sin grandes recursos económicos. Al comienzo no supe la edad de María de Lourdes, ni se la pregunte. Ella aparentaba más edad de la que en realidad tenía, y yo menos. Me sorprendí mucho cuando supe que apenas tenía 14 años. Yo ya había cumplido los 21. A veces me pregunto, mi querida hija María Mercedes, -que hoy vas a cumplir 14 años y te sigo viendo más como niña que como mujer-, si me gustaría que tuvieras un enamorado de 21. Creo que no. A menos que pudiera ver que, como yo entonces, se trata de un joven sencillo y trabajador, con sueños e ilusiones sanas. Hoy vivimos otros tiempos – han pasado 30 años- aunque yo siga creyendo que tu infancia se prolongará un tiempo más y no tenga apuro alguno por conocerte un enamorado. María de Lourdes es y será el gran amor de mi vida, mi sostén y refugio. ¡Hemos compartido tantas cosas! ¡Cuántas nos quedan aún por compartir! Nuestras familias se conocían lejanamente. Su madre es prima segunda de mi cuñado Danilo. Hay una foto premonitoria, que aún conservo, en el Parque Seminario de Guayaquil, frente a la casa de los abuelos de María de Lourdes, en la que está mi papá junto a sus padres, conversando animadamente. Su mamá, Leonor Crespo de Alcívar, estaba en ese momento embarazada de quien sería luego la compañera de

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mi vida. ¡Cuántas veces habré pasado entonces por la puerta de sus abuelos! ¡Cuántas veces me habré cruzado en la infancia y adolescencia, sin saberlo, con los padres de mi gran amor! Esta foto la encontré en un álbum familiar que me mostró su mamá al comienzo de nuestro noviazgo. Mi padre y los suyos salían de una reunión del Movimiento Familiar Cristiano y mi suegra Leonor lucía orgullosa su embarazo. Todos los matrimonios tienen sus tiempos y momentos, buenos y malos. Nosotros hemos podido superar los malos y disfrutar intensamente los buenos. María de Lourdes ha sabido amoldarse a mí, se ha sacrificado por mí, lo sé. Ha soportado a un esposo que trabaja 12 horas diarias, que tiene momentos de tensión, pero nunca ha dejado de hacerme ver que lo más importante a cuidar es la familia. Ella me acompaña en los viajes, en las giras que hago por Ecuador para visitar los Bancos del Barrio, y también a esos otros rincones del país en los que vemos y comprendemos el dolor que persiste, la frustración y la enorme obra que queda por hacer. María de Lourdes no ha sido ajena a esto y gran parte de su tiempo y energía lo dedica, como ustedes saben, a la Fundación Resurgere, que apoya a personas que atraviesan diferentes problemas y forma guías espirituales para que trabajen en la comunidad para sostener a personas que afrontan los muchos males de nuestra actual sociedad, como el alcoholismo, la droga y la violencia familiar. Ella es muy piadosa y tiene una gran sensibilidad social: ha visitado la Isla Trinitaria antes que yo, instalando comedores para los niños y les ha dado catequesis. Desde hace quince años inició la Fundación Casa de la Misericordia y con sus amigas y ustedes, los mayores, iban a alimentar a los mendigos por las calles. Ella ha sabido estar siempre en esta primera línea de batalla porque es allí donde, también, podemos rescatar una estrella de mar y devolverla a la vida. No podría envejecer sin ella.

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Sé que su carácter es fuerte, sus opiniones son muy importantes para mí y no es una mujer condescendiente. Sabe exigirme e interpelarme, y hacerme entrar en razón, si es necesario. Sé también que es un poco celosilla, lo que mucho me halaga, aunque nunca le haya dado razón. Nunca he caído en tentaciones y puedo decir con orgullo que en mí han prevalecido los principios y nada tengo de qué avergonzarme. Mi respeto y mi amor por María de Lourdes están por encima de todo. Conocí a su madre en 1977, en una de esas visitas que hacía a Guayaquil. Era un caluroso enero cuando viajé para el bautizo de la hija de María Eugenia y Danilo. El evento reunió a las dos familias, y allí estaban los Alcívar con sus tres hijas mayores: María del Pilar, María del Carmen y María de Lourdes. Fue un amor a primera vista, que los hay. Desde el primer instante quedé fascinado con María de Lourdes, bella, de piel canela, con el pelo largo y abundante; sencilla, suave, dulce y tímida. Irresistible. Conversamos y bailamos un poco. La fiesta estaba en pleno auge, pero se acabó el hielo y me ofrecí de inmediato en salir a buscar más. Confieso hoy que era una especie de huída: mi hermano Carlos y mi hermana Cecilia se habían dado cuenta de mi interés por María de Lourdes y me hacían bromas, lo que me ponía nervioso. La excusa del hielo permitió que me fuera en la vieja furgoneta Volkswagen de mi hermano, con su larga e imprecisa palanca de cambios, a buscar hielo acompañado de María de Lourdes y sus hermanas. Más confiado, le pregunté por su vida, le conté de la mía, y tuve ánimo suficiente como para pedirle el teléfono, haciéndome el distraído ante los comentarios que en voz baja intercambiaban sus hermanas. Después regresé a mi trabajo en Quito, pero la llamé todos los días de la semana, conversamos, y cuando regresé, eufórico, anhelante, el siguiente fin de semana, le traje de regalo lo que hoy

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puede parecer una puerilidad, pero entonces era casi una osadía: una tarjeta con una caña de pescar que sostenía un hilo con un anzuelo en la punta y que cuando se abría aparecía una frase: “Me has pescado y me gusta el anzuelo”. La invité a pasear en el carro de Carlos, obviamente acompañada de sus hermanas. Nunca salimos solos mientras fuimos enamorados. En el camino, acerqué suavemente mi mano a la de ella y con el dedo meñique tomé el suyo, y le entregué la tarjeta. La leyó y la entendió como lo que era: una declaración de amor. A la semana de habernos conocido ya éramos enamorados. Desde esa fecha nunca nos hemos separado. Mi mamá y mi papá la querían mucho, y ella fue la razón principal para que regresara a Guayaquil. Fue muy grato regresar al maravilloso clima de agosto de esa ciudad, a la cercanía constante de mis padres, y poder estar más tiempo con mi enamorada, con la que tenía un noviazgo muy feliz. Era mi primera relación cercana con una mujer; era mi primera relación afectiva de complicidad, diálogo abierto y comprensión. Por entonces María de Lourdes estudiaba en el Liceo Panamericano, que quedaba en el barrio Centenario, y me pidieron que diera clases en el mismo colegio sobre Sociología y Economía, a un curso superior al que ella cursaba. Todas las chicas del colegio sabían que éramos enamorados e incluso, fui profesor de su hermana María del Carmen. Algunas tardes nos íbamos a una cafetería, El Melba, que era nuestro lugar favorito, siempre acompañados por alguna mujer de la casa. Yo ya tenía una situación cómo para mantener un matrimonio y también quería estudiar en el exterior, así que analicé la posibilidad de irme al Tecnológico de Monterrey y encontré que tenían un colegio secundario. Se me ocurrió la audacia de proponerle a mi suegra la increíble idea de casarme enseguida con María de Lourdes e irnos a México y estudiar los dos, yo en la universidad y ella en el colegio.

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Su abuela Leonor, de una manera amable y sonriente con que enfrentaba cualquier situación en la vida, me dijo que no, y que María de Lourdes terminaría en Guayaquil su bachillerato y recién después nos íbamos a poder casar. Debimos esperar a que ella se graduara en enero de 1981 y nos casamos el 6 de febrero. Comenzamos nuestro matrimonio con los mejores vientos, teníamos nuestro departamento en Guayaquil, un pequeño departamento que había podido comprar en Playas, con vista al mar, y hasta pude comprar un auto para ella. Comenzamos a crear nuestra propia historia, a compartir nuestra vida, espacios y elecciones, en medio de mucho cariño, muy enamorados y con muchas ilusiones. Era mágico comenzar a construir nuestra propia vida, con nuestro propio esfuerzo y absoluta independencia. Llenos de amor. Yo tenía 25 años y ella 18, y todo lo que vino nos fue saliendo bien. He dado lo mejor de mí por su mamá, y luego por ustedes, pero ella nunca ha sido exigente en cuestiones materiales. Siempre ha sido feliz con lo que tenemos. Me ha demostrado confianza, y es una muy prolija administradora de la casa. Su madre, hijos míos, me ha acompañado en los momentos de crisis; me conoció cuando, en términos materiales, tenía apenas lo indispensable, y ha sido el gran soporte de los progresos que siguieron. Tras la lucha de cada día, es grandioso regresar al hogar y encontrar tranquilidad, estabilidad, cariño, ver que los hijos están bien cuidados y educados. Es casi imposible el desarrollo y crecimiento profesional si uno no tiene un frente interno sólido como yo lo he tenido con su madre. Hoy sigue siendo una mujer guapísima y es muy agradable ir por el mundo acompañado por una mujer hermosa.

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Ella es también una mujer fuerte, y con un sexto sentido que le permite adelantarse a cualquier paso apresurado que vaya a dar. Le debo mucho de mi desarrollo profesional, porque ha sido una persona muy leal, muy fiel, que siempre ha creído en mí; cuando he tenido proyectos importantes he ido donde ella y le he dicho lo que me pasa. Con una sonrisa sabe darme aliento y consejo y, sobretodo, me transmite que está a mi lado y siempre lo estará. Nunca ha perdido su sencillez: es la misma chica de piel canela de hace treinta años y este anzuelo sigue siendo el mejor para mí. Hasta pronto, hijitos.

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Ya casi soy abuelo. Mi querido Guillermo Enrique: Este domingo, como tantos otros, estuviste en el almuerzo familiar con tu esposa Diana, que pronto te hará padre y, a tu mamá y a mí, abuelos jóvenes y felicísimos. Cae la noche, que sigue muy tibia, la casa está en silencio y hoy quiero escribirte en exclusiva, para expresarte, en estos momentos que estás viviendo, la importancia del amor que un padre debe tener con sus hijos y la incondicionalidad que lo debe caracterizar Te miraba hoy, tan apuesto y vital, y no podía dejar de recordar cuando, con apenas siete u ocho años, aceptabas entusiasmado venir al banco, corretear por los pasillos si podías, o sentarte quietecito a escuchar –seguramente sin entender demasiado- mientras estaba en alguna reunión. No podía dejar de recordarme a mí mismo cuando, por lo general los sábados, iba de niño a buscar a mi papá a su trabajo y, desde la sala de espera, aguardaba impaciente a que terminara su tarea, mientras lo miraba a través de una vidriera, en su escritorio, terminar la jornada. Más que el rato que iba a pasar junto a él

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antes de regresar a casa, ansiaba que me dejara pasar a su austero despacho, escudriñar sus papeles y, si podía, revisar sus cajones, sentarme en su sillón, que me parecía imponente. Esos momentos en que me dejaba, a mi solito, entrar en su mundo, en su trabajo, tomar su pluma con la que escribía los destinos –creía yo- de quienes recibían su crédito o quienes no, me hacía imaginarlo lleno de poder, aplicando su sabiduría, distribuyendo la justicia o dando consejos y regaños como hacía con nosotros cuando llegaba a casa y pasábamos la lista de los menudos éxitos, fracasos y travesuras de la jornada. No tuve la suerte –quizá sí la tuvo alguno de mis hermanos mayores- de “robarle” una corbata, de usar sus camisas, a escondidas o con permiso. Recuerdo que mi hermano mayor, Enrique, alguna vez lució con orgullo unos gemelos de papá y, si no me confundo, también aquella corbata granate que a veces lucía con su elegante traje azul para conmemoraciones, bautizos y velorios. Es que –lo sé ahora, con más años y sabiduría- es que estos actos que unen o hacen pelear a padres e hijos, son formas en las que un hijo suele apropiarse de los atributos de la hombría y de virilidad que representa un padre. Cuando eras adolescente, Guillermo Enrique, más de una vez me pediste un suéter o una chompa porque querías lucir una novedad frente a las chicas que siempre te asediaban, y que yo, como la mayoría de los papás, me resistía a prestarte, seguro de que volvería con una mancha o un desgarrón. ¡Y cuando ponías tus ojos en mis zapatos! Hasta los estrenabas antes que yo. Hoy comprendo que este es un juego, un ritual, en el que lo que se intercambia es mucho más que una prenda de ropa. Entre tú y yo no hay la gran diferencia de edad que yo tenía con tu abuelo. Nunca pude usar una de sus camisas y me contenté con explorar su despacho, estar presto a sus menores deseos cuando regresaba a casa y ponía su música, atendía nuestros cuentos, nuestras quejas o los atenuantes que calurosamente exponíamos para evitar una reprimenda.

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Sin duda, mi padre fue mi modelo en muchos aspectos y no te oculto mi deseo de que, yo también pueda ser un modelo para ti, al menos en las cosas que considero mejores de mí. Creo que fue en esas incursiones al mundo laboral de mi padre, al banco, que fue naciendo en mí la vocación por las finanzas. Tú, Guillermo Enrique, heredaste, quizá por esas herencias oblicuas e indirectas que suceden en la vida, una pasión por el deporte –en especial por el tenis- de tu tío Danilo. El deporte nunca fue mi fuerte, aunque pueda emocionarme como cualquier ecuatoriano cuando veo a la selección nacional. ¡Cómo me emocionaba verte superar a un rival en la cancha! Hubo un momento en el que pensé que elegirías ese camino como opción profesional y de vida, y no te oculto que me inquietó. Los padres siempre tenemos la expectativa de que los hijos seguirán nuestros pasos. A veces sucede, pero muchas no, y esto es algo con lo que debemos aprender a convivir y respetar. Ya lo verás, hijo, cuando tu hijo crezca. Me siento el padre más común del mundo al desear que mi hijo recorra el camino ya desbrozado y que el mundo de trabajo sea un nexo más entre los dos. Como la mayoría de los padres, quiero ver a mis hijos encaminados en la Universidad y en el mundo profesional pero, sobretodo, saber que, en cualquier momento de la jornada, entrarás a mi despacho, o yo al tuyo, e intercambiaremos puntos de vista sobre un tema del banco, te preguntaré por Diana, te contaré la travesura de ayer de tu hermana María Mercedes, y seguramente compartiremos el almuerzo o tan solo un café. Hoy te veo feliz, culminados tus estudios, trabajando a mi lado, y siento que pude permitir que fueras tomando tus opciones sin violentar tus deseos. Acepto todo lo que tienes de diferente a mí y me complazco cuando veo en ti un rasgo que reconozco como mío y me emociono cuando veo en ti cosas de tu madre, tales como esa importante preocupación por los detalles.

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Bien sé que todo primogénito tiene una carga extra que los padres, inconscientemente, le depositamos. También sé de la lucha que debemos librar los padres para aceptar las opciones que van tomando nuestros hijos. La opción sacerdotal de tu hermano Santiago tu sabes bien lo que me ha costado aceptarla y he compartido contigo mis preocupaciones por tus hermanas menores, instándote sutilmente a que me ayudes a apoyarlas. Tu llegada a nuestro mundo, fue el verdadero inicio de nuestra familia y se hizo desear. Tu mamá tuvo el primer embarazo en el año 82, pero perdimos ese bebé. Fue para ambos un dolor y una desilusión muy grande. Creo que fue la primera vez que lloré frente a ella. No tenía consuelo y me repuse solo para consolarla a ella. Cuando, finalmente, tuve en mis manos el certificado de embarazo de tu madre, era tal mi felicidad, que casi choco mientras corría en el automóvil a su encuentro para darle la noticia. La alegría no me cabía en el cuerpo y empujaba mi pie en el acelerador. Creo que tú, que pronto serás papá, puedes comprender perfectamente mi estado de ánimo aquel día y mi impaciencia ante la naturaleza que aún iba a demorar tu llegada a mis brazos todavía unos cuantos meses más. Ahora tú me darás el primer nieto. Sé que no será una responsabilidad en mi vida diaria, pero es un nuevo foco de atención que nace en mi vida; el primer fruto de un hijo mío y que precede a los niños que vendrán en nuestra familia. Más allá de todo, lo más importante es el respeto a los hijos y que sepan que un padre es, por encima de todo, un amor y un apoyo incondicional. He visto en mis viajes por Ecuador a tantos niños sin su papá y a tantos papás que ya nada saben de sus hijos, que puedo aquila-

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tar, mucho mejor que cuando tu llegaste a nuestra vida, el enorme tesoro de tenerte, de tener a tus hermanos, de saber que pronto vendrá ese nieto y quién sabe cuantos más. Ahora tú deberás tener la tolerancia que te demandará este abuelo que, seguramente, será con tu hijo mucho más permisivo de lo que fue contigo. La responsabilidad de guiarlo en sus pasos es tuya y de tu esposa, y me tocan a mi las mieles del mimo y el consentimiento. Creo, más allá de las fallas que seguramente he tenido como padre, que tú, igual, me darás ese crédito. Sé que he sido –y no me arrepiento- un padre estricto en muchos asuntos, especialmente en los valores. Cuando nazca tu hijo me comprenderás mejor, porque te enfrentarás a los dilemas y a las dificultades de cualquier padre. Cuando tenía tu edad, yo no tenía ya un papá para consultarlo, para pedirle consejo. Pero para ti, aquí estoy yo, como siempre. Incondicional. Te quiero mucho.

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Cuando un hijo se va Querido Santiago: Queda muy poco para volver a verte. Espero con mucha ansia nuestro próximo encuentro. De a poco, cada vez más –quizá aún no completamente- me hago a la idea de tu nueva vida, de tu elección de servir a Dios como sacerdote y de mi camino para aprender a conocer y respetar tu decisión y sentirme orgulloso de ella. Tu bien sabes que esta decisión tuya me ha costado asumirla. Hoy la respaldo, aunque siempre te extrañe terriblemente. El respeto a las decisiones de los hijos es un elemento fundamental para el desarrollo de cada persona. Tu madre y yo, a ti y a todos tus hermanos y hermanas, les hemos inculcado el valor de la libertad y de que sean ustedes los protagonistas de sus vidas. Es por esto que ahora que tú tomas tu rumbo, nosotros te respetamos, apoyamos y, por sobre todo, te amamos. Ahora estás en Lima estudiando, ha terminado el largo período de retiro y reflexión que tuviste, en el que tanto me costó asumir no verte casi y apenas tener noticias tuyas. Fueron tres largos y

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duros años. Sigo pensando que hay reglas innecesariamente severas para quien elige el camino que tú has elegido y para sus familias. Mucho pensé cuando me dijiste cuál era tu elección, cuál había sido mi error; en qué me había equivocado que pudo haber influido en que tomaras una opción de tanto sacrificio. Es paradojal que un católico como yo haya sentido como una pérdida tu vocación sacerdotal. Hoy, cuando mucho he meditado sobre esto, mis sentimientos cambiaron. No tuve que vivir la desazón y el dolor de un padre que debía enfrentarse con un hijo que tomaba un mal camino, que quedaba prisionero de las drogas, o que elegía vivir en la deshonestidad. Tus decisiones me han costado, me han dolido pero, de alguna manera, son una fuente de inspiración. Debatí con Dios como nunca lo había hecho antes, ni siquiera cuando murió mi padre o se fue mi madre. Sé que no puedo luchar con Dios y le he pedido que me ayude a entender tu camino. Muchas veces uno controvierte a sus hijos, pone a prueba sus decisiones. Puede ser porque no las comparta o solo para poner a prueba su sentido crítico y su firmeza. Tú sabes que yo, como católico, creo profundamente en la libertad de las personas que es el mayor don que nos ha dado Dios. Sentí que tu decisión era muy drástica para un joven de tu edad; que estabas asumiendo un sacrificio excesivamente grande. Me rebelé con ese largo retiro que te apartaba de tu familia. No me gustan las concepciones rígidas, ni las religiosas ni las ideológicas. Amo a Dios y por eso me atrevo a hacerle preguntas y no temo hacérmelas. Tú estás, muy firme, en el camino del sacerdocio a través del Sodalicio de Vida Cristiana y sabes que mucho he debatido con su fundador algunos de sus enfoques.

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Me duele que las pocas veces que vienes a Guayaquil no vengas a la casa familiar, pero respeto esas normas y, sobretodo, respeto tu libertad de elección. Si esta cambiara mañana, estaría con los brazos abiertos para apoyarte en cualquier otro camino que decidas tomar. Y si es este, también estoy a tu lado. Hoy te comprendo más y también me comprendo mejor a mi mismo. Me siento tranquilo. No quiero tener un hijo que por respeto o temor a mí haga lo que yo quiero. Esto te lo digo a ti y a todos tus hermanos. También sé que, si son capaces de enfrentarme a mí, van a saber enfrentar a cualquiera, porque han aprendido a ser libres. Yo también he aprendido: cercano como soy a la Iglesia, consciente de la insuficiencia de vocaciones sacerdotales y de la necesidad de multiplicar a los soldados de Cristo en este mundo tan difícil, veo ahora a los jóvenes sacerdotes con admiración. He entendido cosas nuevas. Tú, mi segundo hijo, que hoy tiene apenas 24 años, llegaste a nosotros y nos trajiste una inmensa alegría. Teníamos aún el pequeño departamento de la calle Ilanes, y pusimos tu cunita junto a la nueva cama de Guillermo Enrique, de apenas dos años entonces, y tan entusiasmado por tu llegada. Para él también fue un gran cambio. Por entonces la alegría para la familia era continua y vivíamos con la certeza de los matrimonios jóvenes, pensando que los hijos nunca van a crecer ni se van a ir. Ahora sabemos que se van, que eligen sus caminos. Recuerdo como ayer, cuando te graduaste en el año 2005. Preocupado por tu futuro, te propuse irnos a Pamplona para que conocieras la Universidad de Navarra y en especial la Facultad de Economía y Ciencias Empresariales. Entonces, hijo, te entusiasmaste con la universidad, seguramente influenciado por mí y siguió el proceso de admisión. Pero poco después me dijiste que querías hablar conmigo.

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Estabas muy serio y supe que se trataba de algo importante. Me contaste que habías terminado con tu enamorada, que no deseabas ir a Navarra y que querías meditar sobre tu vocación religiosa. Yo me mantuve en silencio; sabía que estabas tomando una gran decisión; te sentía maduro y, a la vez, quitándote un peso de encima con esa conversación. Para mí fue un impacto, pero debía respetar tu voluntad; se trataba de tu felicidad. Estaba claro para mí que tu objetivo era darte tiempo para encontrar una respuesta muy importante. Te inscribiste entonces en la Universidad Santa María de Guayaquil para estudiar Diseño Gráfico, Apenas disimulé mi dolor cuando a finales del 2006 me informaste de tu decisión de ir a vivir a Lima para empezar estudios de filosofía en la Universidad Católica y vivir en una de las comunidades del Sodalicio. El primer año fue llevadero, te veíamos seguido, nos comunicábamos por Internet o por teléfono. Pasamos todos juntos Navidad y el Año Nuevo, y se acercaba el momento de tu regreso a Lima. Entonces comenzó la peor parte para mí, cuando me dijiste que regresabas a un centro de formación Sodálite, una especie de seminario que te mantendría mucho tiempo apartado de nosotros, en profunda reflexión. Fue una gran prueba para mí. Sentía una mezcla de sentimientos: una pena profunda por un hijo que se va de la casa, una decisión radical que, en el buen sentido, lo separa de la familia, al menos durante el tiempo de formación, y yo sólo atiné a darte un abrazo. Pienso hoy que quizá eso no fue suficiente, pero sé que comprendes que entonces yo estaba dominado por sentimientos muy encontrados.

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En aquel momento tan importante, tan crucial, -¿recuerdas?quise darte un regalo muy especial: fui a mi habitación y regresé con el rosario que me había dado el Papa Juan Pablo II: “No hay mejor persona que tú para tener esto”, te dije haciendo un esfuerzo por mantenerme sereno. La homilía Sal de la tierra y luz del mundo de Juan Pablo II que habíamos compartido con tus hermanos en una visita a Roma había dado frutos en muchos chicos y uno de ellos eras tú, mi hijo. Tu madre demostró más entereza, más capacidad de entrega a Dios que yo. Los padres siempre esperamos, en algún lugar de nuestro corazón, este momento de desprendimiento en el que los hijos toman su camino. Tu cuarto sigue intacto en nuestra casa. Tú me has dicho que no volverás. Si encuentras la felicidad, así será. Si algo sale mal, si cambias, allí estará. Y tu madre y yo también. Te abrazo muy fuerte, fuerte.

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Los sueños y el éxito Juan Emilio querido: Muchos me dicen que tú eres, de todos mis hijos, quien más se me parece. ¿Tú qué piensas? Sé que como yo, eres ansioso para resolver los problemas que se te presentan, muy disciplinado, y amante de los detalles. Eres alguien que valora ciertas formalidades, porque comprende que las formas hablan de los contenidos y que si estos son importantes y significativos, así deben verse. Muchas veces te veo sufrir por las mismas cosas que a mí me preocupan, especialmente las que podrían resolverse con un poco de empeño y sentido de la solidaridad. Tú estás ya en plena etapa de construcción de tu vida, culminados tus estudios, y en los primeros pasos de tu carrera en el banco. Verte seguro en este camino, aplicado en todo lo que haces, me da un gran orgullo y quería decírtelo. A veces los padres no le decimos a nuestros hijos cuánto los queremos y la alegría que traen a nuestras vidas. Es muy posible que, con casi todos ustedes ya encaminados en la vida, -y encontrándome en una etapa en la que reviso muchas

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cosas del pasado para renovar mis desafíos-, aproveche estos momentos íntimos que dedico a escribirles para aprender yo mismo como padre y repasar materias que me han quedado pendientes. Admito que me cuesta expresar mis afectos, aunque ahora mucho menos que antes. Cuando ustedes eran más chicos yo estaba muy concentrado en mi trabajo, en la lucha de cada día por salir adelante y dar a mi familia lo mejor que estuviera a mi alcance. Quiero que sepas –y también tus hermanos- que, además del afecto, siento mucho respeto por ustedes, por su libertad, y que siempre contarán con mi apoyo, aún cuando no comparta decisiones que puedan tomar. Tienen el derecho de todo ser humano a crear su propia historia, a equivocarse y corregir. Hace un par de semanas, durante una gira por los Bancos del Barrio por Salinas, me detuve a conversar con un grupo de jóvenes más o menos de tu edad que mataba el tiempo frente a un caserío de los tantos que hay en Ecuador, en los que existe mucha desesperanza. Apretaba el calor húmedo de la costa, pero me saludaron con sonrisas y ganas de charla, y no quise defraudarlos. “Usted es el que sale en la tele, de los Bancos del Barrio”, me dijo el menos tímido. Un par de perros escuálidos acompañaban al grupo –seis o siete muchachos- al pie de un árbol mustio que estaba junto a una suerte de lagunilla, poco más que un charco oscuro del que los vecinos sacaban agua al menos para mal lavar los enseres de todos los días. Los perros me ignoraron en su sopor, pero los jóvenes me habían visto en los avisos de los Bancos del Barrio y ya me consideraban una celebridad. Expliqué a estos jóvenes la razón de mi visita, lo que significaba para mí y para el banco los Bancos del Barrio, y las razones que me llevaban a visitar todos los rincones del Ecuador.

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La mayoría de ellos no trabajaba, alguno hacía algún cachuelo, aquí y allá, por unos pocos dólares; ninguno estudiaba ya y no tenían planes de futuro o sólo esperaban un golpe de suerte, más ayuda del Estado, cobrar el bono. Este apoyo es necesario, pero no es suficiente. Es un pequeño paliativo que no genera estímulo alguno de superación, porque no acceden a las herramientas más elementales para construirse un futuro. La conversación fue avanzando y hasta los más tímidos comenzaron a contarme sus infortunios. Una hora y media estuve dialogando con estos hijos de mi país que nada tienen y casi nada esperan. Uno de ellos –Víctor- que apenas tendría veinte años, y que mostraba, entre los jirones de su chompa, los músculos fuertes y magros que solo da el trabajo duro en la tierra, me preguntó cómo había llegado yo a mi actual situación, si heredé dinero, dónde estudié. Les conté sobre mi vida, las limitaciones económicas de nuestra familia, les hablé de mis sueños y mi voluntad de salir adelante. De lo que yo anhelaba cuando tenía su edad y de mis nuevos sueños de hoy. También les conté que tuve el apoyo de tu tío Danilo en mi primer empleo, y les dije que bien sé que la mayoría de los jóvenes de mi país no tienen quién les dé el primer empujón. Víctor ni siquiera conocía a su papá, que abandonó a su madre antes de su nacimiento, y había sobrevivido junto a sus hermanos casi de milagro, con lo mínimo. Me dijo que no encontraba trabajo ni tenía un oficio, pero se empleaba a veces en alguna camaronera o cuando llegaban las cargas para una fábrica de la ciudad. ¿Qué decirle a Víctor y a sus amigos de Salinas? Todas sus historias eran similares y todos querían aprovechar para contárselas a este visitante que llegaba desde Guayaquil y que estaba en la televisión, a quien le pedían ayuda, trabajo, algo de dinero, un

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préstamo del banco para una motocicleta que les permitiera repartir pizza en la ciudad. Me pedían un sueño. Si la caridad y la ayuda a los desamparados puede aliviar muchas situaciones extremas, no es la manera de rescatar a nuestros jóvenes. Repartiendo bonos y billetes no alentamos sueños ni despertamos ambiciones. Les rogué a aquellos jóvenes que tuvieran sueños, que tomaran las riendas de su vida, que fueran dando pequeños pasos y que intentaran sortear tantas adversidades. Sin ese impulso, cualquier apoyo que pueda llegarles será inútil. No podía decirles –aunque lo pienso- que sé muy bien lo poco que les da Ecuador para que tengan su punto de apoyo, ese estímulo de construir un futuro. La adversidad muchas veces es una fuerza impulsora para lograr los sueños y hay que atreverse. Pero otras veces esa adversidad es tanta que deja a jóvenes como Víctor sin horizontes y sin energías. No es con dádivas que puede ayudarse a Víctor ni a todos los Víctor que tenemos en el país. Es con educación, con apoyo a sus madres que han quedado solas y deben ser, a la vez, madre y padre para sus hijos. Le dije a Víctor que en otros lugares de Ecuador encontré jóvenes como él en situaciones aún peores, que lograban un poco de leche en la mañana y se les instalaba la angustia de no saber qué iban a comer a mediodía. Le dije que tuviera ideas, que es lo primero, y que no tuviera miedo y fuera por ellas porque, aún en el fracaso se aprende. Si Víctor no tiene sueños no podrá sembrar y seguirá perdiendo el tiempo junto a sus amigos en los alrededores del caserío, junto al agua sucia que no sirve ni para quitar la sed, y solo podrá esperar que, algún otro día, un señor que sale en la tele, se siente junto a él a la sombra de un árbol, y lo escuche. Me pesan hoy estos jóvenes, estas estrellas de mar que muy

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probablemente queden en la orilla. Estas realidades que tanto duelen son las que nos hacen sentirnos responsables por aportar soluciones. He podido darte a ti y a tus hermanos, puntos de apoyo, valores, y eso me hace sentir bien como padre. He estado muy atento a sus sueños y al esfuerzo que estuvieran dispuestos a poner en ellos, porque nada podría hacer por ustedes si nos los tuvieran. Tú mismo has visto malograrse a compañeros del colegio con todo a la mano, con dinero y apoyo familiar, que van camino quién sabe a dónde porque ellos también perdieron toda capacidad de soñar. Te veo en los momentos de dificultad que te tocan en suerte, cuando debes enfrentar un obstáculo y me reconozco en el método que has aprendido para superar el trance, sin que me haya esforzado en enseñártelo como si fuera una receta para la vida. Te estudio mientras analizas el corto plazo para resolverlo sin perder de vista el largo plazo y aunque tenga, por experiencia, una buena solución en la manga, dejo que tú encuentres la tuya, que la ensayes, la mejores, y sientas el éxito de tu esfuerzo. Es mi mejor manera de ayudarte; es la manera de aprender. A ti, Juan Emilio, que te apasiona el trabajo en el banco como a mí, que comprendes cuánto valor aporta a la sociedad, a la realización de los sueños de otros -porque es su punto de apoyo-, si algo quiero dejarte es mi forma de ver esta labor. ¿Recuerdas cuando, de niño, te llevaba a visitar la bóveda del banco? Era toda una aventura para ti, y también para tus hermanos. Las imponentes puertas, gruesas, llenas de cerrojos y combinaciones; las cámaras aceradas, pulcrísimas; los hombres de uniforme, solemnes y reverentes. Y finalmente los anaqueles llenos de billetes, millones de billetes. Luego les mostraba las cajas, los clientes que hacían la cola para ser atendidos y les decía: - Ven a esa gente, son nuestros clientes, ciudadanos del Ecuador que confían en nosotros. El dinero que vieron allí abajo es de

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ellos, no es nuestro. Ellos lo depositan aquí; son sus ahorros, los dólares que usarán para comprar su casa, para iniciar un negocio, para pagar los estudios de un hijo. Este es mi trabajo: cuidar de sus sueños”. También quiero decirte, hijo que, no hay un modelo del hombre exitoso a quién todo le va bien. Se destaca el éxito porque es lo que la sociedad está dispuesta a oír, pero la vida se construye con éxitos y fracasos y cuando estos últimos llegan, hay que volver a levantarse, aprender del error, y volver a la lucha. Que Dios te bendiga siempre.

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Se entrega el bono y no se pide nada a cambio: ni una hora de trabajo comunitario, ni la obligación de hacer control médico a sus hijos, ni que asistan a la escuela. He podido percibir que muchos ecuatorianos reciben el bono con resentimiento, sin alegría; de alguna manera es poco lo que soluciona. ¿Y qué tienen por delante? Esperar el bono del mes siguiente. Si no se crean las condiciones para el desarrollo de las iniciativas individuales, si no se alienta la inversión privada que genere empleo, si no se apoya a estas personas con pequeños créditos para micro-proyectos, ese Ecuador se aleja cada vez más del Ecuador que puede prosperar. Una economía de oportunidades genera esperanza en las personas y eso supone crear empleos y pagar salarios dignos. Esto no se hace por decreto ni por voluntad de un gobierno, no importa de qué color sea. Para que haya inversión tiene que haber estabilidad económica y política; tiene que desaparecer la corrupción y el amiguismo entre los poderosos; tiene que haber una Justicia que funcione ejerciendo justicia y no sirviendo al político de turno. Un gobierno puede desarrollar obra pública –si tiene los recursos- y eso da algo de empleo. A veces esa obra pública es grande, necesaria. Otra es pequeña, pero también muy necesaria, como puede ser el acceso al agua potable o al saneamiento. Para que haya obra pública tiene que haber recursos y para eso la economía debe crecer, porque esos recursos no se logran cobrando más impuestos a los que ya los pagan, sino sumando ecuatorianos a la actividad y al pago de impuestos; y sumando empresas a pagar impuestos y dar empleo porque crean valor. Se logran sin despilfarrar el dinero público en cosas sin sentido o que benefician a unos pocos. Un sistema de asistencia social de cobertura de necesidades básicas debe existir en todo Estado del mundo. Pero debe ser con-

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siderado una red que sirve de soporte al que cae, de manera transitoria y, mientras, se impulsa a ese individuo a salir de la red y volver a la actividad. Nuestro actual sistema no estimula a nadie a salir de la escuálida red de protección del estado.

La libertad Hablar de libertad de mercado no es hablar de liberalismo y menos de neoliberalismo. Es hablar de libertad y, especialmente, de la libertad de las personas. En nuestra América Latina, la libertad como valor político se ha encontrado gravemente desprestigiada. Esto tiene sus raíces en nuestra historia no tan lejana y que fue distinta en la particularidad de cada país y, a la vez, parecida en la mayoría. Hubo una sucesión de dictaduras militares que restringieron fuertemente las libertades y violentaron los derechos humanos en aras de impedir el avance del comunismo y las revoluciones de sello cubano en la región. Fue el último período de la Guerra Fría. Pero luego, cuando el liberalismo volvió a las agendas nacionales en las décadas de los 80 y 90, quisimos seguir los pasos de Europa y Estados Unidos pero partiendo de situaciones bien diferentes a las de esos países. La moda fue entonces el ajuste presupuestario por shock, la renegociación de las deudas públicas y las privatizaciones. La teoría en boga afirmaba que con la venta de los recursos públicos, y bajando el gasto del Estado se iba a bajar la carga tributaria a los ciudadanos y a hacer más competitivos los mercados. Pero casi nada de esto sucedió. Los shocks fiscales dejaron fuera del sistema a millones de latinoamericanos, y las privatizaciones, las más de las veces fueron un campo para la corrupción pública. Se cambiaron monopolios estatales por monopolios

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privados y casi se hicieron desaparecer los controles del Estado sobre servicios básicos para la población. Lo que se juntó por venta de los activos públicos se gastó prontamente, y los activos que existían quedaron en manos privadas. Se hicieron en aquella época grandes fortunas de gobernantes y empresarios. La derecha mercantilista que dominó entonces dejó a las ideas liberales sin voz y melló la confianza de los ciudadanos en la libertad tanto como las dictaduras militares que la precedieron. Este proceso fue debilitando los partidos, precisamente porque, como se dice en el Ecuador, una “partidocracia” abusó del Estado y del erario público. En nuestra conciencia colectiva la imagen que quedó de ese período es que las reformas liberales perjudicaron a los más y beneficiaron a los menos. Ese modelo se agotó rápidamente y se produjo un gran vacío político. La llamada izquierda latinoamericana apareció como la única salida de los tiempos de las dictaduras militares, de las derechas mercantilistas y de los dictámenes del Fondo Monetario Internacional. En nuestro caso, los extremos de una derecha mercantilista y una izquierda con interés en controlarlo todo, el Ecuador ha ido postergando su desarrollo económico y social.

Las dos izquierdas La izquierda, con razón, lideró la lucha contra la pobreza. Pero esa izquierda también había cambiado: ya no era, en general, la de la época de la Guerra fría, prosoviética, marxista leninista, guerrillera y violentista. Si repasamos nuestro mapa regional veremos dos izquierdas bien diferentes y que también han obtenido resultados distintos.

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Hay izquierdas profundamente antiliberales, contrarias a la libertad en cualquiera de sus manifestaciones, sean económicas o políticas. Son izquierdas que no toleran disensos, las que quieren eliminar la libertad de expresión y de prensa, las que quieren que el Estado todo lo controle, pero no quieren que nadie controle al Estado. Imagínense ustedes que, si en plena época liberal, la corrupción pública y privada barrió con los activos estatales ¿qué puede pasar con una burocracia estatal sin controles y con las manos libres para hacer negocios con sus amigos? La democracia no es eso y debe, ante todo, respetar la libertad y proteger a los individuos frente al Estado, lo que supone que exista una verdadera independencia de poderes, igualdad ante la ley, imparcialidad de la Justicia, libre expresión de las opiniones y libre ejercicio de las creencias. Como antes estuvo de moda la mano dura contra el comunismo, los ajustes del FMI y las privatizaciones ahora está de moda una nueva franquicia ideológica que se ha dado en llamar el Socialismo del Siglo XXI. Es la consecuencia de lo que las dirigencias latinoamericanas no quisieron ver en su momento. Esta “franquicia ideológica” inspirada en el agonizante modelo cubano -que tiene como mayores resultados la pobreza de ese pueblo y la falta de libertad-, pretende utilizar las instituciones democráticas tradicionales con el propósito de perennizarse en el poder, y hacer prevalecer el poder del Estado sobre los individuos. Junto a este fenómeno, aparece el llamado populismo. El populismo en nuestra región no es más que un llamado a la farra en la que el líder se esmera por divertir a todos, se siente el DJ de la fiesta, sirve los tragos y cae simpático a todos. Pero cuando la fiesta termina y pasa el chuchaqui, el DJ se fue y los invitados deben pagar la cuenta.

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Pero es de justicia reconocer que también hay otra izquierda, que es moderna, que respeta las leyes del mercado, que fortalece al Estado en su papel regulatorio, y se concentra en lo que debe: dar salud, educación y llevar adelante políticas sociales basadas en el desarrollo y no en el asistencialismo. Sabe que para lograr eso, la economía debe crecer. Es una izquierda que cree en la institucionalidad democrática y que busca fortalecerla, porque quiere hacer fuerte el esqueleto de un país. Cuando la izquierda autoritaria avanzó, los partidos políticos históricos se habían debilitado y las instituciones estaban vacías de contenido. La Justicia, piedra angular de una sociedad, se había politizado, servía para perseguir adversarios y no para resolver situaciones de acuerdo al derecho. De todo aquel proceso, también surgió una izquierda moderna, institucional, como la que vemos en Chile, Brasil o Uruguay, que propone un socialismo moderno que comprende que es necesario conjugar un capitalismo eficiente y con un resultado de un alto contenido social. No debemos confundir esta forma de pensar y actuar con los modelos de inspiración cubana. Sus propios resultados los diferencian. Creo que los empresarios tampoco hemos estado ajenos a todo esto. Ante tanta inseguridad jurídica, económica y política, muchos empresarios razonan que, para sobrevivir, hay que hacerse amigo del gobierno. Porque será el amigo gobierno el que ponga un arancel para proteger a un sector de la competencia externa; quien otorgue un subsidio si las cosas van mal; quien fije precios de manera de asegurar la rentabilidad; o proteja a fulano, un amigo, si hay alguna amenaza. Además, el empresario que está cerca del gobierno, puede estar lejos del Estado, no pagar los impuestos, no cumplir con las normas laborales, no sufrir controles.

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El crecimiento. También hay que ocuparse del Ecuador que crece y que debe crecer más y debe tornarse competitivo y dinámico, que requiere profesionales y emprendedores, trabajadores capacitados, de empresarios que estén dispuestos a arriesgar y competir y que no evadan sus obligaciones porque el Estado necesita de recursos para ser solidario. Debe ser un Ecuador de economía abierta, pero sin ingenuidades, defendiendo nuestros intereses. Debe ser un Ecuador de libertades sin más restricciones que las de la ley y el derecho de los demás. Donde todos podamos expresarnos y disentir. Los embates a la prensa libre nos llenan de una especial preocupación, pues la sociedad tiene el derecho de opinar, informarse y decidir con plena libertad. El Ecuador puede ser un país de diálogos y consensos; que sume capacidad de análisis en vez de prejuicios y de razonamiento en vez de agresión. Una economía solidaria y una ética de gobierno puede generar un desarrollo social equilibrado. Más ecuatorianos con trabajo, en la economía formal, fortalecen y hacen crecer el mercado y le agregan dignidad a sus vidas. Más ecuatorianos en un ambiente de libertad liberan fuerzas en la sociedad. Un proyecto social de inclusión necesita una economía en crecimiento para dar respuestas inmediatas a los sectores más vulnerables. Crear valor es la manera de financiar un gran programa social. Las políticas sociales son sostenibles en el tiempo en una economía en crecimiento. Esto es un tema de liderazgos, pero también de programas porque un buen líder solo actúa en base a un buen programa que construye las ideas que va a plasmar para beneficiar a las mayorías.

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Y un buen liderazgo, con un buen programa, tiene también que abrir el camino a los jóvenes y éstos deben estar capacitados porque son, a la postre, quienes le darán continuidad al programa. Esos jóvenes capaces y emprendedores se desarrollan en un ambiente en el que no les hagan creer que los del pasado le han robado su futuro y es tiempo de revancha. Ese programa debe surgir de profundos consensos sociales y políticos que sobrevivan a los líderes del momento. Un país se reconstruye con esfuerzos de largo plazo bajo estrategias de largo plazo.

Responsabilidad. Algunas cosas hemos aprendido muchos -en la izquierda, la derecha y el centro-, en los últimos 40 años y hay grandes retos por delante. Solo se pueden asumir viendo el rostro de los que siguen sin tener nada, creando soluciones para ellos, y recuperando el sentido de la palabra libertad y comprendiendo que la democracia no es solamente un mecanismo para elegir gobierno sino, principalmente, el respeto a los derechos fundamentales del ser humano, a la vida, a la propiedad, a los contratos, al derecho que tienen las personas de disponer libremente el fruto de su trabajo, a reunirse libremente y a expresarse libremente. Un Estado de Derecho es lo opuesto a una dictadura de grupos de poder tras el botín del Estado y los negocios. Un Estado de derecho debe servir para que haya Justicia y que la economía funcione y las empresas estatales, si deben serlo, tengan niveles de excelencia en beneficio de los ciudadanos. Nuestro país está lleno de paradojas: abundantes riquezas naturales y una inaceptable pobreza de sus habitantes.

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Sobrevivimos gracias a los altos precios del petróleo, y si este baja es una catástrofe. Los recursos naturales deben servir para distribuir equitativamente la riqueza. Y, desde hace unos años, contamos con las remesas de los ecuatorianos que, expulsados en su mayoría por la realidad económico-social, emigraron a países libres y prósperos para trabajar y ayudan a los familiares que se quedaron. Familias partidas, desarraigo, otra secuela de las últimas décadas.

Nuestro camino Ustedes saben, hijos, que las etiquetas políticas en nuestro país solo se emplean para descalificar al otro. ¿Es de izquierda o de derecha creer en el libre mercado y en un Estado potente que dé respuesta a los que menos tienen? Pero sí creo en un nuevo Ecuador del desarrollo, que permita hacer crecer la economía, y en un Estado que la deje crecer libre y sin distorsiones para que sea posible recatar a ese otro Ecuador postergado. No hay que desmantelar el sistema de protección social existente, pero ya se ha acumulado suficiente evidencia de sus fallas y su falta de resultado. Necesita urgentes reformas para ser eficaz. Este enfoque es diametralmente opuesto al que ha planteado la derecha mercantilista del pasado y es también lo opuesto al estatismo que ahoga la iniciativa privada y cercena la libertad individual. Existen caminos, y en Ecuador debemos construir los nuestros, a nuestra medida, en una economía social del Estado que atienda al Ecuador olvidado, desarrolle al Ecuador potente y los una. Los quiero entrañablemente.

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Anexo. Biografía. La vida de Guillermo Lasso Guillermo Lasso Mendoza nació en Guayaquil, Ecuador, el 16 de noviembre de 1955. Es el menor de once hermanos del matrimonio de Enrique Eduardo Lasso Alvarado (1900-1979) y de Nora Mendoza Poggio (1916-1981) quienes se casaron en Portoviejo el 15 de enero de 1938. Su familia vivió sucesivamente en Portoviejo, Manta, Babahoyo, Guayaquil, Quito y finalmente regresó a Guayaquil. El 6 de febrero de 1981 se casó con María de Lourdes Alcivar con quien tiene cinco hijos: Guillermo Enrique (1985); Santiago (1987), Juan Emilio (1988), María de Lourdes (1993) y María Mercedes (1997) Cursó la enseñanza primaria y secundaria en el colegio San José La Salle de Guayaquil y estudio tres semestres en la Facultad de Economía en la Universidad Católica, en Quito. Participó en diversos seminarios sobre temas bancarios y financieros y realizó un postgrado en Administración de Empresas en el Instituto de Desarrollo Empresarial (IDE).

Vida laboral Comenzó a trabajar en 1970, a los 15 años, en un empleo de medio tiempo en la Bolsa de Valores de Guayaquil. Su primer trabajo formal fue en Casa Möeller Martínez, propiedad de Werner Möeller Freile, como auxiliar de cobranzas.

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En el año 72 comenzó a trabajar en la financiera Cofiec y luego en Finansa en Quito. A los 21 años fundó junto con su hermano Enrique la compañía constructora Alfa y Omega. En 1977 comenzó a trabajar en la empresa financiera Procrédito, que representaba en Ecuador a la financiera Fecredito fundada en Panamá por su cuñado Danilo Carrera. Estas dos compañías se fusionaron y dieron lugar a la creación de Finansur en 1980. Fue nombrado Presidente Ejecutivo de Finansur en 1984, cuando tenía 29 años. Tras la fusión de Finansur con el Banco de Guayaquil en 1989 ocupó la vicepresidencia ejecutiva y la gerencia general del Banco y en 1994 fue designado Presidente Ejecutivo de la institución.

Actividad gremial Ha participado activamente de las entidades del sector financiero: entre 1987 y 1988 fue presidente de la Asociación de Compañías Financieras del Ecuador; entre 1993 y 1997 fue director de la Asociación de Bancos Privados del Ecuador y entre 1997 y 1999 ocupó la vicepresidencia de esta entidad.

Actividad pública En 1994 y hasta 1997 actuó como vocal de la Junta Monetaria representando a los bancos privados en este organismo luego de ser electo para este cargo por las instituciones bancarias. El 10 de agosto de 1998 fue designado Gobernador de la provincia del Guayas por el entonces presidente Jamil Mahuad, cargo en el que se desempeñó hasta agosto de 1999.

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El presidente Mahuad le ofreció luego el Ministerio de Economía, que asumió el 17 de agosto de 1999, y al que renunció 37 días después por discrepancias de fondo con decisiones del mandatario que contrariaron acuerdos asumidos cuando decidió aceptar el cargo. Entre 1998 y 2000 fue Presidente del Directorio de la Comisión de Tránsito del Guayas. En el 2002 aceptó el encargo de remodelar el Terminal Terrestre de Guayaquil y fue designado Presidente del Directorio de la Fundación del Terminal Terrestre. En 2003 aceptó el cargo de Embajador itinerante de Ecuador del gobierno del Presidente Lucio Gutiérrez. Uno de los principales encargos fue organizar el viaje del Presidente Gutiérrez en su visita oficial a Washington. Fue miembro del Directorio de la Corporación Andina de Fomento entre 2003 y 2005, y luego entre el 2008 y 2010, en representación del los bancos privados del Grupo Andino. También fue Cónsul Honorario de la República de Corea entre 2001 y 2006.

Cargos Actuales. Desde 1994 es Presidente Ejecutivo del Banco de Guayaquil. En 1999 asumió como Director de la Fundación Malecón 2000, cargo que mantiene en la actualidad. Desde 2001 es Presidente del Centro Técnico-Laboral Montepiedra. Desde 2006 es miembro del Georgetown University Latin American Borrad y preside la Fundación Ecuador Libre.

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Condecoraciones A lo largo de su carrera recibió las siguientes condecoraciones. * Condecoración del Honorable Congreso Nacional del Ecuador. * Presea Municipalidad de Guayaquil. * Condecoración al Merito Atahualpa en el Grado de Comendador de la Armada del Ecuador. * Condecoración al Merito Profesional en el Grado de Gran Oficial de la Policía Nacional del Ecuador. * Condecoración al Mérito Cívico de la Asociación Ecuatoriana de Radiodifusión.

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Leyendas para las fotos. 1) Foto GL adolescente. Guillermo Lasso cursó sus estudios primarios y secundarios en el Colegio San José La Salle 2) Foto de toda la familia. Fue una sólida familia, con once hermanos educados en valores y principios cristianos y, sobretodo, con fuertes afectos 3) Con el padre. Guillermo de niño junto a su padre, una figura decisiva en su formación y en su vocación 4) Casamiento con María de Lourdes. Guillermo luchó por su primer y único amor, María de Lourdes Alcíbar. Se casaron en 1981 y tuvieron cinco hijos. 5) Los hijos: Los hijos de Guillermo Lasso: (de izquierda a derecha) Poner los nombre según la foto. 6) Foto de toda la familia: Una de las principales metas en la vida de Guillermo Lasso fue conformar una familia. Hoy sigue siendo 7) Con Bush En el Salón Oval de la Casa Blanca, junto al presidente George W. Bush en ocasión de la visita de Estado del entonces presidente Lucio Gutiérrez 8) Con el Papa Juan Pablo II. Un hito en la vida de un matrimonio. La visita al Papa Juan Pablo II en su capilla privada del Vaticano. 9) Con Aznar: Guillermo Lasso, como Gobernador de la provincia de Guayas recibe en el aeropuerto al presidente del Gobierno Español, José María Aznar

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